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Authors: Alfred Bester

El hombre demolido (14 page)

BOOK: El hombre demolido
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–Quizá sepa representar –murmuró Powell.

Chooka se detuvo, muy parecida a una vulgar medusa, y alzó los brazos en lo que quería ser un amplio ademán místico.

–No, no sabe –decidió Powell.

–He venido a vosotros –entonó Chooka con una voz ronca– para ayudaros a ver los abismos de vuestros corazones. Examinad vuestros corazones, vosotros los que buscáis… –Chooka titubeó, y siguió luego–: Vosotros los que buscáis a un hombre de Marte, llamado Zerlen, para ejecutar vuestra venganza; el amor de la mujer de ojos rojos de Calisto; los créditos de ese tío millonario de París…

–Pero ¡cómo! ¡Maldición! ¡La mujer es telépata!

Chooka se endureció y abrió la boca.

–Me recibe usted, ¿no es cierto, Chooka Frood?

La respuesta telepática llegó en fragmentos de terror. Era indudable que los naturales poderes de Chooka no habían sido educados jamás.

–¿Qué…? ¿Quién…? ¿Quién es… usted?

Tan cuidadosamente como si estuviera comunicándose con un niño tercero, Powell deletreó:

–Nombre: Lincoln Powell. Ocupación: prefecto de policía. Propósito: interrogar a una joven llamada Barbara DʼCourtney. He oído decir que toma parte en su acto.

Powell transmitió el retrato de la muchacha.

Era algo patético sentir cómo Chooka trataba de aislarse.

–Fue… ra. Fuera de aquí. Váyase. Fuera.

–¿Por qué no ha ido al gremio? ¿Cómo no está en contacto con sus semejantes?

–Fuera. Fuera de aquí. ¡Mirón! Fuera.

–Usted también es una mirona, Chooka. ¿Por qué no permitió que la educáramos? ¿Qué clase de vida es ésta para usted? Fetichismo… Reunir algunas mentes bobas y fingir que les adivina el futuro. Un trabajo de verdad la está esperando, Chooka.

–¿Dinero de verdad?

Powell reprimió la ola de exasperación que estaba invadiéndolo. No se sentía enojado con Chooka. Sentía ira ante la inexorable fuerza de la evolución que insistía en dotar al hombre de crecientes poderes que éste no podía usar a causa de unos vicios atrofiados.

–Ya hablaremos de eso, Chooka. ¿Dónde está la muchacha?

–No hay ninguna muchacha. Ninguna.

–No sea terca, Chooka. Examine conmigo a los clientes. Ese viejo chivo obsesionado por la joven de ojos rojos.
–Powell sondeó suavemente al hombre–.
Ha estado aquí otras veces. Está esperando que entre Barbara DʼCourtney. Está vestida con una túnica de oro. Llegará dentro de media hora. Al hombre le gusta Barbara. La joven cae en una especie de trance con la música. La túnica se le abre ligeramente, y al hombre le gusta mucho. Ella…

–El hombre está loco. Nunca…

–¿Y la mujer engañada por un hombre llamado Zerlen? Ha visto a menudo a la joven. Cree en ella. Está esperándola. ¿Dónde está esa joven, Chooka?

–¡No!

–Ya veo. Arriba. ¿En qué sitio, Chooka? No trate de evitarme. Estoy sondeando profundamente. No puede desviar a un ésper 1. Ya veo. Cuarta habitación a la derecha después de doblar el corredor. Qué laberinto más complicado, Chooka. Miremos otra vez para estar seguros.

Imposibilitada y mortificada, Chooka se puso a chillar. –¡Fuera de aquí, policía maldito! ¡Fuera de aquí enseguida!

–Perdón, por favor –dijo Powell–. Ya me voy.

Se incorporó y dejó el sótano.

Toda esta investigación telepática se desarrolló mientras Reich pasaba del decimonono al vigésimo escalón descendiendo al sótano irisado de Chooka. Reich oyó el grito de furia de la mujer y la respuesta de Powell. Se volvió y se abalanzó escaleras arriba.

Al pasar junto al portero le arrojó un soberano y murmuró:

–No he estado aquí. ¿Comprende?

–Nadie ha estado aquí, señor Reich.

Reich atravesó rápidamente las habitaciones del prostíbulo.
Más tensión, dijo el tensor. Más tensión, dijo el tensor. Tensión, compresión y comienza la disensión.
Apartó a las muchachas que lo solicitaban de varios modos, se encerró en la casilla telefónica, y llamó a BD–12232. La cara ansiosa de Church llenó la pantalla.

–¿Y, Ben?

–Estamos listos. Powell está aquí.

–¡Oh, Dios!

–¿Dónde diablos está Quizzard?

–¿No está ahí?

–No puedo localizarlo.

–Pensé que estaría en el sótano. Quizzard…

–Powell estaba ahí, examinando a Chooka. Puedes apostar a que Quizzard no estaba. ¿Dónde demonios habrá ido?

–No lo sé. Ben. Salió con su mujer y…

–Oye, Jerry. Powell debe de haber localizado el cuarto de la chica. Tengo todavía cinco minutos para llevármela. Era Quizzard quien tenía que hacerlo. Quizzard no está en el sótano. Entonces…

–Tiene que estar arriba, en el gallinero.

–Eso es lo que voy a ver. Dime, ¿cuál es el camino más corto? ¿Podría adelantarme a Powell?

–Si Powell sondeó a Chooka ya habrá descubierto ese atajo.

–Maldita sea, ya lo sé. Pero quizá no. Quizá se ha fijado sólo en la chica. Tengo que correr ese riesgo.

–Detrás de la escalera principal. Hay un bajorrelieve de mármol. Tuerce la cabeza de la mujer hacia la derecha. Los cuerpos se separan y aparece la puerta del ascensor.

–Muy bien.

Reich cortó la comunicación, dejó la casilla, y salió corriendo hacia la escalera. Dobló ante la balaustrada de mármol, encontró el bajorrelieve, le retorció furiosamente la cabeza a la mujer, y observó cómo se separaban los cuerpos. Apareció una puerta de acero. En el dintel había un tablero de botones. Reich apretó el que decía ARRIBA, abrió la puerta y entró de un salto. Instantáneamente una plancha metálica subió hacia sus pies y con un susurro de aire comprimido lo llevó ocho pisos más arriba. Un imán retuvo la plancha, y Reich abrió la puerta y salió del ascensor.

Se encontraba en un pasillo que se torcía hacia la izquierda formando un ángulo de treinta grados. Había una alfombra de lienzo. En el cielo raso brillaban algunos globos de radón. En las paredes se alineaban unas puertas sin numerar.

–¡Quizzard! –gritó Reich.

No hubo respuesta.

–¡Keno Quizzard!

No hubo tampoco respuesta.

Reich echó a correr por el pasillo y probó una puerta cualquiera. La puerta se abrió a un estrecho cubículo casi totalmente ocupado por una cama ovalada. Reich tropezó con el borde de la cama y cayó de bruces. Arrastrándose sobre la manta espumosa, alcanzó otra puerta, la abrió y cayó del otro lado. Se encontraba ahora en el descanso de una escalera. Los escalones descendían hasta un vestíbulo rodeado de puertas. Reich bajó trastabillando y se quedó, respirando pesadamente, con los ojos clavados en el círculo de puertas.

–¡Quizzard! –gritó otra vez–. ¡Keno Quizzard!

Se oyó una respuesta apagada. Reich se precipitó hacia una de las puertas y la abrió de golpe. Una mujer con los ojos teñidos de rojo estaba de pie, del otro lado, y Reich se la llevó por delante. La mujer estalló en una carcajada inacabable y le golpeó el rostro con los puños. Enceguecido y confuso, Reich se alejó de la mujer de los ojos rojos, buscó la salida, no la encontró, y tomó el pestillo de otra puerta. Cuando salió del cuarto ya no se hallaba en el vestíbulo circular. Los talones se le enredaron en una gruesa alfombra de material plástico. Cayó hacia atrás, cerrando al mismo tiempo la puerta, y se golpeó fuertemente la cabeza contra el borde de una estufa de porcelana.

Cuando recobró la visión, el rostro airado de Chooka Frood se alzaba ante él.

–¿Qué está haciendo en mi cuarto? –chilló Chooka.

Reich se incorporó rápidamente.

–¿Dónde está la muchacha? –dijo.

–Salga inmediatamente de aquí, Ben Reich.

–¿Dónde está la muchacha? Barbara DʼCourtney. ¿Dónde está?

Chooka volvió la cabeza y aulló:

–¡Magda!

La mujer de ojos rojos entró en el cuarto. Traía en la mano un desintegrador de neuronas y todavía se estaba riendo. Pero el arma apuntaba al cráneo de Reich, y no se movía.

–Fuera de aquí –repitió Chooka.

–Quiero a esa joven, Chooka. La quiero antes de que Powell se la lleve. ¿Dónde está?

–¡Échalo de aquí, Magda! –chilló Chooka.

Reich golpeó a la mujer en los ojos con el dorso de la mano. La mujer se tambaleó soltando el arma, y cayó con el cuerpo retorcido en un rincón. Seguía retorciéndose. Reich la ignoró, recogió el desintegrador y lo apoyó en la sien de Chooka.

–¿Dónde está la muchacha?

–Váyase al diablo, usted…

Reich puso el gatillo en primera posición. Una corriente inducida, no muy fuerte, sacudió el sistema nervioso de Chooka. La mujer se endureció y comenzó a temblar. La piel se le cubrió de un sudor repentino, pero siguió negando con la cabeza. Reich movió el gatillo a la segunda posición. Unos escalofríos estremecedores recorrieron el cuerpo de Chooka. Los ojos se le salieron de las órbitas y comenzó a emitir los gruñidos salvajes de un animal torturado. Reich la tuvo así unos cinco segundos; luego apartó el arma.

–La tercera posición es la muerte –gruñó–. La muerte de veras. Y nada me importa. De cualquier modo si no encuentro a esa chica me demolerán. ¿Dónde está?

Chooka estaba casi paralizada.

–En su cuarto –tartamudeó–. La cuarta puerta… Doblando a la izquierda.

Reich soltó a la mujer. Corrió por el dormitorio, atravesó la puerta y llegó a una rampa de caracol. Subió por la rampa, dobló a la izquierda, contó las puertas, y se detuvo. Escuchó un instante. Ningún sonido. Abrió la puerta de par en par y entró en el cuarto. Había una cama vacía, una cómoda, un ropero vacío, una silla.

–¡Dios, me ha engañado! –gritó. Se acercó a la cama. Aparentemente nadie la había usado. Lo mismo el ropero. Al darse vuelta para dejar la habitación tropezó con la cómoda. Abrió un cajón. Había en él una bata blanca y transparente y un manchado objeto de acero parecido a una flor maligna. Era el arma del crimen: el cuchillo-revólver.

–¡Dios mío! –suspiró–. ¡Oh, Dios mío!

Tomó rápidamente el revólver. Las cámaras contenían aún los mutilados cartuchos. El que había destrozado la cabeza de Craye DʼCourtney estaba todavía en su sitio, bajo el percutor.

–No es la demolición todavía –murmuró Reich–. No, de veras. No, por Cristo, no.

Cerró el arma y se la metió en un bolsillo. En ese mismo momento oyó una risa distante…, una risa áspera, la risa de Keno Quizzard.

Reich se dirigió con rapidez hacia la rampa retorcida y siguió el sonido de la risa hasta una puerta afelpada, abierta de par en par, de goznes de bronce y embutida en la pared. Esgrimiendo el arma, con el gatillo preparado en tercera posición, Reich atravesó el umbral. La puerta se cerró a sus espaldas con un silbido de aire comprimido.

Estaba en un cuartito redondo, de muros y cielo raso forrados de terciopelo de color de la noche. El suelo era de cristal transparente y permitía ver el gabinete del piso inferior. Era el cuarto donde Chokka trabajaba de adivina.

En ese gabinete estaba Quizzard, hundido en un sillón. Le brillaban los ojos ciegos. La muchacha DʼCourtney estaba sentada en sus rodillas, vestida con una asombrosa túnica de oro entreabierta. No se movía. Los ojos oscuros y profundos miraban sin inquietud el espacio mientras Quizzard la acariciaba brutalmente.

–¿Cómo es? –decía la distante voz de Quizzard–. ¿Qué cara pone?

Le hablaba a una mujer encogida y menuda que estaba de pie, apoyada en un muro, y con una expresión de agonía. Era la mujer de Quizzard.

–¿Cómo es? –repitió el ciego.

–No se da cuenta de nada –respondió la mujer.

–Se da cuenta –exclamó Quizzard–. No puede ser tan indiferente. No me digas que no se da cuenta, Cristo. Ah, si yo tuviese ojos.

–Yo soy tus ojos, Keno –dijo la mujer.

–Entonces mira por mí. ¡Cuéntame!

Reich lanzó una maldición y apuntó el desintegrador a la cabeza de Quizzard. El arma podía matar a través del piso. Podía matar a través de cualquier cosa. Iba a matar en este mismo instante. Y Powell entró en el gabinete.

–¡Corre, Keno, corre! –dijo la mujer.

Se apartó de la pared y se lanzó sobre Powell con las manos como garras apuntándole a los ojos. Enseguida tropezó y cayó hacia delante. Aparentemente el golpe le hizo perder el sentido, pues no volvió a moverse. Mientras Quizzard se incorporaba, con la muchacha en los brazos, los ojos ciegos y fijos, Reich llegó a la asombrosa conclusión de que la caída de la mujer no había sido accidental. Pues Quizzard se derrumbó también de pronto. La muchacha cayó en el sofá.

No había duda. Powell había actuado en un nivel TP, y Reich, por primera vez en esta guerra, se sintió asustado…, físicamente asustado. Volvió a apuntar con el desintegrador, esta vez a la cabeza de Powell, mientras el telépata se acercaba al sillón.

–Buenas tardes, señorita DʼCourtney –dijo Powell.

–Adiós, señor Powell –murmuró Reich, y trató de que su mano temblorosa apuntara al cráneo del prefecto.

–¿Se siente bien, señorita DʼCourtney? –dijo Powell. La muchacha no respondió y el telépata se inclinó hacia ella y miró aquella cara inexpresiva y plácida. Le tocó un brazo y repitió–: ¿Se siente bien, señorita DʼCourtney? Vengo a socorrerla.

Ante esta última palabra la muchacha se enderezó y se quedó como escuchando. Luego estiró las piernas y saltó del sillón. Pasó al lado de Powell, corriendo en línea recta, se detuvo de pronto, y adelantó una mano como si asiera un pestillo. Hizo girar el pestillo, abrió una puerta imaginaria, y volvió a correr, con el pelo rubio suelto, los ojos abiertos y alarmados… Un relámpago de salvaje belleza.

–¡Papá! –gritó–. ¡En nombre de Dios! ¡Papá!

Se detuvo de pronto y retrocedió como si eludiese a alguien. Se precipitó hacia la izquierda y corrió describiendo un semicírculo, gritando, con los ojos muy abiertos.

–¡No! ¡No! ¡Por el amor de Cristo! ¡Papá!

La muchacha volvió a correr, se detuvo y trató de desasirse de unos brazos invisibles, que estaban sujetándola. Luchó y gritó con los ojos muy fijos, y luego se endureció y se llevó las manos a los oídos como si un ruido muy intenso acabase de traspasarla. Cayó de rodillas y se arrastró por el piso, gimiendo de dolor. Al fin se detuvo, recogió algo del suelo, y se quedó allí, arrodillada, con el rostro plácido otra vez, como el de una muñeca.

Con angustiosa certeza, Reich comprendió qué había hecho la muchacha. Había revivido la muerte de su padre. La había revivido para Powell. Y si éste había leído en su mente…

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