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Authors: Alfred Bester

El hombre demolido (10 page)

BOOK: El hombre demolido
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Habían instalado el laboratorio en el cuarto de bodas. De Santis, brusco, enojado, fatigado, puso los informes en manos de Powell y dijo:

–¡Esto es una cochinada!

Powell miró el cadáver de DʼCourtney.

–¿Suicidio? –preguntó de pronto. Era siempre mordaz con De Santis, quien no se sentía cómodo con otra clase de reacción.

–¡No! No es posible. Falta el arma.

–¿Con qué lo mataron?

–No lo sabemos.

–¿No lo saben? ¡Han tenido tres horas!

–No lo sabemos. Por eso es una cochinada.

–Pero si tiene un agujero en la cabeza por donde usted podría pasar.

–Sí, sí, sí, por supuesto. Entrada por encima de la úvula. Salida por debajo de la fontanela. Muerte instantánea, pero ¿qué ha producido esa herida? ¿Qué abrió ese agujero en el cráneo? Vamos, pregúntemelo.

–¿Un rayo?

–No hay quemaduras.

–¿Cristalización?

–No hay tejidos congelados.

–¿Una descarga de nitro?

–No hay residuos amoniacales.

–¿Ácidos?

–Destrozo excesivo. Un chorro de ácido podría causar esta herida, pero no destrozarle la nuca.

–¿Arma punzante?

–¿Quiere decir un puñal o un cuchillo?

–Algo parecido.

–Imposible. Nadie tiene tanta fuerza.

–Bueno… He agotado, casi, las armas… No, espere. ¿Qué le parece una bala?

–¿Qué es eso?

–Un arma antigua. Un proyectil lanzado con la ayuda de explosivos. Ruidoso y maloliente.

–No, no hay ninguna posibilidad.

–¿Por qué?

–¿Por qué? –exclamó De Santis–. Porque falta el proyectil. No está en la herida. No está en la habitación. No está en ninguna parte.

–¡Maldita sea!

–De acuerdo.

–¿No ha descubierto nada, entonces? ¿Nada en absoluto?

–Sí. DʼCourtney estaba comiendo un dulce antes de morir. Encontramos una substancia gelatinosa en la boca…, un dulce común.

–No hay dulces en la habitación.

–Quizá se los comió todos.

–Ni tampoco en el estómago. En fin, no podía comer dulces con una garganta como la suya.

–¿Por qué no?

–Cáncer psicogénico. Grave. No podía hablar. No comía ni sopas.

–Por todos los demonios. Necesitamos esa arma, cualquiera que sea.

Powell hojeó el fajo de informes, con los ojos clavados en el cadáver del color de la cera, silbando una entrecortada melodía. Recordó que una vez había oído un libro auditivo en el que un ésper leía la mente de un cadáver… Como aquella vieja idea de querer fotografiar la retina de un ojo muerto. Deseó que hubiese sido posible.

–Bueno –suspiró al fin–. Nos han birlado el motivo y también el método. Esperemos descubrir algo referente a la oportunidad o nunca atraparemos a Reich.

–¿Qué Reich? ¿Ben Reich? ¿Qué pasa con él?

–Pero quien más me preocupa es Gus Tate –murmuró Powell–. Si está metido en esto… ¿Qué? Oh, ¿Reich? Es el asesino, De Santis. Engañé a ¼maine en el estudio. Reich había dejado escapar algo. Representé mi comedia y distraje a ¼maine mientras examinaba a Reich para estar seguro. Esto no va al legajo, naturalmente, pero obtuve bastante como para convencerme de que Reich es nuestro hombre.

–¡Dios santo! –exclamó De Santis.

–Pero falta mucho para convencer a una corte. Falta mucho para la demolición, amigo mío. Falta mucho, pero mucho.

Pensativo, Powell se despidió del jefe del laboratorio, atravesó lentamente la antecámara y descendió al centro de operaciones, en la galería de cuadros.

–Y el hombre me gusta –murmuró.

En la galería de cuadros, donde la policía había instalado provisionalmente sus cuarteles, Powell y Beck mantuvieron una conferencia. El intercambio mental duró treinta segundos exactos, desarrollándose en ese tiempo rápido que caracteriza las conversaciones telepáticas.

Habiendo dicho la última palabra, Powell se incorporó y dejó la galería de cuadros. Cruzó el corredor, descendió a la sala de música y salió al salón principal. Vio a Reich, ¼maine y Tate, de pie, junto a la fuente, sumidos en una conversación. Volvió a sentirse inquieto ante el terrible problema de Tate. Si el menudo telépata andaba en tratos con Reich, como Powell lo había sospechado en aquella fiesta de la otra semana, podía estar mezclado también en este crimen.

La idea de un ésper de primera clase, uno de los pilares del gremio, como partícipe de un crimen era inimaginable; y si era así, sería muy difícil probarlo. Nadie obtiene nada de un ésper 1 sin su consentimiento. Y si Tate estuviese (imposible…, increíble…, 100 contra 1) trabajando para Reich, entonces hasta el mismo Reich podía ser impenetrable. Resolviendo lanzar un último ataque antes de tener que recurrir a la rutina policial, Powell se volvió hacia el grupo.

Los miró a los ojos y lanzó una rápida orden hacia los telépatas.

–Jo, Gus. Retírense. Quiero decirle algo a Reich, y no deseo que ustedes me oigan. No lo examinaré, ni registraré sus palabras. Lo prometo.

¼maine y Tate movieron afirmativamente la cabeza, hablaron con Reich en voz baja y se alejaron en silencio. Reich los miró con curiosidad y al fin se volvió hacia Powell.

–¿Los asustó para que se fueran? –le dijo.

–Les pedí que se fueran. Siéntese, Reich.

Se sentaron en el borde del estanque, mirándose amistosamente en silencio.

–No –dijo Powell al cabo de un rato–. No lo estoy examinando, Reich.

–No pensé que estuviese haciéndolo. Pero lo hizo allá en el estudio, ¿no es verdad?

–¿Lo sintió?

–No. Lo sospeché. Es lo que yo habría hecho.

–Ninguno de los dos es muy de fiar, ¿eh?

–¡Uf! –dijo Reich con énfasis–. Nosotros no necesitamos leyes. Peleamos a cara descubierta. Sólo los cobardes, los débiles y los malos perdedores se amparan en las reglas y el juego limpio.

–¿Y el honor y la ética?

–Poseemos el sentimiento del honor, pero es algo propio…, no esas presuntas leyes dictadas por un hombrecito asustado para el resto de los hombrecitos parecidos a él. Un hombre tiene su propio honor y su propia ética, y mientras no se aparte de ellos, ¿quién puede acusarlo? Quizá no le guste la ética de ese hombre, pero no tiene derecho a llamarlo inmoral.

Powell sacudió la cabeza, tristemente.

–Hay dos hombres en usted, Reich. Uno de ellos es excelente; el otro no sirve para nada. Si sólo fuese un asesino, no importaría tanto. Pero es usted, a la vez, santo y rufián, y eso empeora las cosas.

–Supe que todo andaría mal cuando me guiñó el ojo –dijo Reich haciendo una mueca–. Tiene usted muchos recursos, Powell. Me asusta usted, realmente. Nunca sabré de dónde vendrá el golpe, ni hacia dónde tendré que moverme para que no me alcance.

–Entonces, en nombre de Dios, deje de moverse y terminemos de una vez –dijo Powell. Había calor en su mirada. Había calor en su voz. Reich se sintió otra vez aterrorizado ante la fuerza del prefecto–. Voy a terminar con usted, Ben. Voy a destruir ese sucio animal que hay en usted. Pero admiro al santo. Éste es el comienzo del fin. Usted lo sabe. ¿No quiere ayudarme?

Durante un momento, Reich titubeó, a punto de rendirse. Luego se obligó a sí mismo a repeler el ataque.

–¿Y abandonar la mejor pelea de mi vida? No. Nunca. Ni en un millón de años. Voy a seguir hasta el final.

Powell se encogió de hombros, enojado. Los hombres se pusieron de pie. Instintivamente se tomaron las manos como en un último saludo de despedida.

–Pierdo en usted a un gran compañero –dijo Reich.

–Y usted pierde a un gran hombre en usted –dijo Powell.

–¿Enemigos?

–Enemigos.

Era el principio de la demolición.

7

El prefecto de policía de una ciudad de siete millones y medio de habitantes no puede vivir atado a un escritorio. No dispone de archivos, memoranda, notas y rollos de cintas de grabación. Tiene tres secretarios ésperes, prodigios de memoria, que conservan en la mente todas las minucias del oficio. Acompañan al prefecto por las oficinas como un índice triple. Rodeado por los componentes de este movedizo escuadrón (conocidos por el resto de los empleados por los sobrenombres de Guiño, Parpadeo y Cabezazo), Powell recorrió la calle Central, reuniendo material para la batalla. Ante el comisario Crabbe volvió a describir los grandes lineamientos del plan.

–Tenemos que descubrir un motivo, un método y una oportunidad, comisionado. La oportunidad ha existido, pero eso no basta. Ya conoce usted al Viejo Moisés. Insistirá en exigir pruebas reales.

–¿El Viejo qué? –Crabbe parecía sorprendido.

–El Viejo Moisés –dijo Powell con una sonrisa–. Así llamamos a la Computadora de Investigación Múltiple Mosaico. No querrá llamarla por su nombre completo, ¿no? Terminará agotado.

–¡Esa maldita máquina de sumar!

–Sí, señor. Pues bien, recurriré a todo para obtener de Monarch y Ben Reich esas pruebas que el Viejo Moisés exige. Quiero hacerle una sola pregunta. ¿Recurrirá usted también a todo?

Crabbe, que sentía resentimiento y odio ante todos los ésperes, enrojeció y gritó sentado en su silla de marfil, ante su escritorio de marfil, en su oficina de marfil y plata:

–¿Qué demonios quiere usted decir, Powell?

–No busque significados ocultos, señor. Sólo le pregunto si no está usted atado a Monarch o Reich de algún modo. ¿No se sentirá molesto cuando todo se complique? ¿No vendrá Reich a verlo, a enfriar nuestras turbinas?

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