El hombre demolido (15 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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Powell se acercó a la muchacha y la alzó del suelo. La joven se incorporó con la gracia de una bailarina, con la serenidad de una sonámbula. El telépata la sostuvo con un brazo y la acompañó hasta la puerta. Reich lo siguió con el cañón del arma, esperando el momento adecuado. Era invisible. Sus descuidados enemigos estaban ahí abajo, como blancos fáciles del desintegrador. Un solo tiro y estaría salvado. Powell abrió la puerta, y luego, de pronto, hizo girar a la muchacha, la apretó contra su cuerpo, y alzó los ojos. Reich retuvo el aliento.

–Adelante –dijo Powell–. Aquí estamos. Un tiro fácil. Uno solo para los dos. ¡Adelante!

El rostro delgado de Powell estaba encendido de ira. Las cejas espesas se fruncían sobre los ojos oscuros. Durante medio minuto miró fijamente al invisible Reich, esperando, odiando, desafiando. Al fin Reich bajó los ojos y apartó la cara de ese hombre que no podía verlo.

Powell cruzó el umbral abrazado a la dócil muchacha y cerró serenamente la puerta, y Reich comprendió que había perdido su oportunidad. Estaba a mitad de camino de la demolición.

10

Imaginen una cámara con un lente distorsionado, astigmático, que sólo puede fotografiar una única escena, una y otra vez, la escena que lo ha deformado para siempre. Imagínense un cristal de grabación, retorcido por un traumatismo, que sólo puede reproducir un único trozo de música, una y otra vez, una frase terrible e inolvidable.

–Está en un estado de reminiscencia histérica –explicó el doctor Jeems, del hospital Kingston, a Powell y Mary Noyes en el vestíbulo de la casa de Powell–. Responde a la palabra clave «socorro» y revive una terrible experiencia.

–La muerte de su padre –dijo Powell.

–¿Cómo? Oh, entiendo. Fuera de eso…, catatonia.

–¿Permanente? –preguntó Mary Noyes.

El joven doctor Jeems pareció indignado y sorprendido. Era uno de los más brillantes jóvenes del hospital Kingston, a pesar de que no era un telépata, y estaba dedicado fanáticamente a su trabajo.

–¿En estos tiempos? Sólo la muerte es permanente, señorita Noyes…, y allí, en Kingston, ya hemos comenzado a investigar eso. Considerando la muerte desde un punto de vista sintomático, hemos llegado…

–Luego, doctor –interrumpió Powell–, nada de conferencias esta noche. Tenemos que trabajar. ¿Puedo utilizar a la muchacha?

–¿Utilizarla cómo?

–Leerle el pensamiento.

Jeems reflexionó un instante.

–No tengo por qué oponerme. He comenzado a tratar a la muchacha con las series Déjà Éprouvé para la catatonia. No creo que su examen cause ninguna interferencia.

–¿Las series Déjà Éprouvé? –preguntó Mary.

–Un nuevo y gran tratamiento –dijo Jeems excitado–. Desarrollado por Gart…, uno de sus telépatas. El paciente cae en la catatonia. Es un escape. Una huida de la realidad. La mente consciente no puede afrontar el conflicto entre el mundo exterior y el propio inconsciente. Desea no haber nacido. Trata de volver al estado fetal.

¿Comprende?

–Hasta ahora sí –dijo Mary Noyes.

–Muy bien. Déjà Éprouvé es un viejo término psiquiátrico del siglo diecinueve. Literalmente, significa: «ya experimentado, ya probado». Hay pacientes que desean algo con tanta fuerza que al fin el mismo deseo les hace imaginar que ese acto o esa experiencia, que no han experimentado nunca, han ocurrido realmente. ¿Se da cuenta?

–Un minuto –comenzó a decir Mary lentamente–. O sea, que si yo…

–Digámoslo de otro modo –la interrumpió Jeems–. Imagine que desea usted de veras… casarse con Powell, por ejemplo, y formar una familia. ¿De acuerdo?

Mary enrojeció, y dijo con voz dura:

–De acuerdo.

Powell pensó durante un momento en romperle la cabeza a este joven normal y chapucero.

–Bueno –continuó Jeems con jovial inocencia–. Si usted pierde su equilibrio mental, puede llegar a creer que se ha casado con Powell y tiene tres hijos. Todo esto será Déjà Éprouvé. Bien, lo que nosotros hacemos es sintetizar un artificial Déjà Éprouvé para el paciente. Tratamos de que el sueño catatónico se realice. Disociamos la mente de sus más bajos niveles, la enviamos al seno materno, y dejamos que crea que nace a una nueva vida. ¿Comprende?

–Comprendo. –Mary recuperó el dominio de sí misma y trató de sonreír.

–En la superficie de la mente…, en el nivel de la conciencia, el enfermo vuelve a desarrollarse con rapidez. Infancia, adolescencia, y edad madura.

–¿Quiere decir que Barbara DʼCourtney va a ser un bebé…, aprenderá a hablar…, a caminar?

–Exacto. Exacto. Exacto. Le llevará unas tres semanas. Cuando vuelva a encontrarse consigo misma estará preparada para aceptar esa realidad de la que huye ahora. Habrá crecido para eso, por así decir. Pero, como digo, esto ocurrirá en el nivel consciente. Debajo, no habrá cambios. Puede sondearla a su gusto. Aunque… debe de estar bastante asustada ahí abajo. Todo confuso. Le costará encontrar lo que quiere. Pero claro, ésa es su especialidad. Usted sabrá qué hacer. –Jeems se incorporó de pronto.

–Tengo que volver a mi trabajo. –Se dirigió a la puerta de calle–. Me alegra haberles servido de algo. Siempre me alegra ayudar a los telépatas. No puedo entender las razones de la reciente hostilidad hacia ustedes.

Jeems desapareció.

–¡Hum! Una despedida significativa.

–¿A qué se refería, Linc?

–A nuestro buen y gran amigo, Ben Reich. Reich está sosteniendo una campaña antiésper. Ya conoces los argumentos…, los telépatas forman un círculo cerrado, no puede confiarse en ellos, no son patriotas. Son conspiradores interplanetarios, se comen a los niños crudos…

–¡Oh! Y además está apoyando a la Liga de Patriotas. Es un hombre repugnante y peligroso.

–Peligroso, pero no repugnante, Mary. Tiene encanto. Pero por eso mismo es doblemente peligroso. La gente espera siempre que los villanos tengan aspecto de villanos. Bueno, quizá podamos encargarnos de Reich antes de que sea tarde. Trae a Barbara.

Mary trajo a la joven a la planta baja, y la sentó en el escalón inferior. Barbara parecía una estatua. Mary la había vestido con una túnica azul y le había echado hacia atrás el pelo rubio, atándoselo en forma de cola con una cinta azul. Barbara estaba impecable, brillante: una hermosa muñeca de cera.

–Encantadora por fuera, confusa por dentro. ¡Maldito Reich!

–¿Qué pasa con él?

–Te lo he dicho, Mary. Estaba tan enojado en ese gallinero de Chooka Frood que hice rodar por el suelo a esa babosa de Quizzard y a su mujer. Y cuando sentí la presencia de Reich, llegué a desafiarlo. Yo…

–¿Qué le hiciste a Quizzard?

–Shock neurobásico. Ven al laboratorio algún día y te enseñaré qué es eso. Una novedad. Cualquier ésper puede aprenderlo. Es algo parecido al desintegrador, pero psicogénico.

–¿Fatal?

–¿Has olvidado los votos? Claro que no.

–¿Y sentiste a Reich a través del piso? ¿Cómo?

–Reflejo TP. El gabinete no era a prueba de sonidos. Tiene varios conductos acústicos. Ése fue el error de Reich. Estaba transmitiendo y juro que deseé que tuviese la valentía de disparar. Iba a lanzarle un neurobásico que haría historia.

–¿Por qué no disparó?

–No lo sé, Mary. No lo sé. Reich creía tener todas las razones del mundo para matarnos. Creía estar en lugar seguro… No sabía nada del shock neurobásico, aunque el derrumbe de Quizzard podía haberlo puesto sobre aviso. Pero no…

–¿Miedo?

–Reich no es un cobarde. No tenía miedo. Simplemente no pudo. No sé por qué. Quizá la próxima vez sea diferente. Por eso tengo a Barbara DʼCourtney en mi casa. Está a salvo aquí.

–Estaría a salvo también en el hospital.

–Pero no bastante tranquila como para que yo pudiese realizar mi trabajo.

–¿…?

–Tiene ahí un retrato detallado del asesino escondido en su histeria. Tengo que obtenerlo pedazo por pedazo. Cuando lo tenga todo, tendré a Reich.

Mary se incorporó.

–Mutis de Mary Noyes.

–¡Siéntate! ¿Por qué crees que te he llamado? Vas a quedarte aquí, con la chica. No puede estar sola. Dormiréis las dos en mi habitación. Yo me las arreglaré en el estudio.

–Deténte, Linc. No te escapes de ese modo. Te sientes embarazado. Veamos si puedo meter una aguja a través de esa muralla mental.

–Escúchame…

–No, señor Powell.
–Mary se echó a reír–.
Así que era eso. Quieres salvar las apariencias. Un puritano, ¿eh? Eso eres, Powell. Atavismo positivo.

–Protesto. Eso es falso. En muchos círculos me conocen como muy progresista…

–¿Y qué es esa imagen? ¡Oh! Los caballeros de la Mesa Redonda. Sir Galahad Powell. Y hay algo más…

Mary dejó de reír y se puso pálida.

–¿Qué desenterraste?

–Olvídalo.

–Oh, vamos, Mary.

–Olvídalo, Linc. Y no trates de leérmelo. Averígualo tú mismo. Es preferible que no te lo diga otro. Yo, especialmente.

Powell la miró con curiosidad y al fin se encogió de hombros.


Muy bien, Mary. Entonces será mejor que iniciemos el trabajo.
–Y añadió, dirigiéndose a Barbara DʼCourtney–: Socorro, Barbara.

Instantáneamente, la muchacha se enderezó en su asiento, en actitud de escuchar, y Powell sondeó con delicadeza. Sensación de ropa de cama… Una voz que llamaba desde lejos…
¿La voz de quién, Barbara?
Allá en lo hondo, en el preconsciente, la muchacha respondió:

«¿Quién es?». Un amigo, Barbara. «No tengo amigos. Estoy sola.»
Y la muchacha estaba sola, y corría por un pasillo, y abría de par en par una puerta y se precipitaba en un cuarto parecido a una orquídea para ver…
¿Qué, Barbara? «Un hombre. Dos hombres.» ¿Quién? «Váyase. Por favor, váyase. No me gustan las voces. Alguien grita. Me grita en los oídos.
Y la muchacha estaba gritando ahora, mientras el terror instintivo la apartaba de una figura confusa que trataba de alejarla de su padre. La muchacha se volvió y describió el círculo…
¿Qué hace tu padre, Barbara? «Él… No. Usted está de más aquí. Sólo estamos nosotros tres… Papá, yo y…»,
y la figura confusa la tomó entre sus brazos. Un rostro apenas vislumbrado. Nada más.
Mira otra vez, Barbara. Cabeza rapada. Ojos separados. Nariz pequeña. Boca menuda y sensitiva. Como una cicatriz. ¿Es éste el hombre? Mira esta imagen. ¿Es éste el hombre? «Sí, sí, sí.»
Y enseguida todo se desvaneció.

Y la muchacha estaba acurrucándose otra vez, plácida, como una muñeca, muerta.

Powell se enjugó la transpiración de la cara, y llevó a la joven hasta el escalón. Temblaba, más que Barbara DʼCourtney. La histeria le servía a Barbara de almohadón protector ante el impacto emocional. Pero Powell no era histérico, y revivía el terror de la joven, su horror, su tortura, desnudo y sin defensas.

–Era Ben Reich, Mary. ¿Viste la imagen tú también?

–No pude aguantarlo, Linc. Me escapé.

–Bueno, era Reich. Me pregunto sólo cómo demonios lo mató. ¿Con qué? ¿Por qué el viejo DʼCourtney no trató de defenderse? Tengo que probar otra vez. Odio hacerle esto a Barbara…

–Y odio que te lo hagas a ti mismo.

–Tengo que hacerlo.

Powell tomó aliento y dijo:

–Socorro, Barbara.

La muchacha volvió a enderezarse en actitud de escuchar. Powell se deslizó en el interior de su mente.
Cuidado, querida. No tan rápido. Hay mucho tiempo. «¿Usted otra vez?» ¿Me recuerdas, Barbara? «No. No. No lo conozco. Váyase.» Pero soy parte de ti misma, Barbara. Corremos juntos por el pasillo. ¿Ves? Estamos abriendo la puerta. Juntos es mucho más fácil. Nos ayudamos mutuamente. «¿Nos ayudamos?» Sí, Barbara. Tú y yo. «¿Pero por qué no me ayuda ahora?» ¿Y cómo, Barbara? «Mire a papá. Ayúdeme a detenerlo. Deténgalo. Deténgalo. Ayúdeme a gritar. Ayúdeme, ¡por piedad! ¡Ayúdeme!»

La muchacha se arrodilló otra vez, parecida a una muñeca, muerta.

Powell sintió que una mano lo sostenía y comprendió que no tenía por qué arrodillarse con Barbara. El cuerpo que estaba ante él desapareció de su vista; el cuarto de la orquídea desapareció, y Mary Noyes estaba tratando de levantarlo.

–Esta vez fuiste tú el primero –dijo Mary sombríamente.

Powell sacudió la cabeza y trató de ayudar a Barbara DʼCourtney. Cayó al suelo.

–Bueno, Sir Galahad. Tranquilízate.

Mary alzó a la muchacha y la llevó al escalón. Luego se volvió hacia Powell.

–¿Querrás que te ayude ahora, o piensas que es un trabajo hombruno?

–Viril, querrás decir. No pierdas tiempo tratando de ayudarme. Necesito una persona inteligente. Estamos en dificultades.

–¿Qué has visto?

–DʼCourtney quería que lo mataran.

–¡No!

–Sí. Quería morir. Parece como si se hubiese suicidado ante Reich. Los recuerdos de Barbara son algo confusos. Hay que aclararlo. Tengo que ir a ver al médico de DʼCourtney.

–Es Sam @kins. Sam y Sally volvieron a Venus la semana pasada.

–Entonces tendré que hacer el viaje. ¿Podré tomar el cohete de las diez? Llama a Idlewild.

Sam @kins, doctor ésper 2, recibía 1.000 créditos por hora de análisis. El público sabía que Sam ganaba dos millones de créditos por año, pero no que estaba matándose eficientemente a sí mismo con obras de caridad. @kins era animador principal de los planes de educación a largo plazo del gremio, y el jefe del grupo ambiental. Éste sostenía que el poder telepático no era una característica congénita, sino una cualidad latente de todo organismo y que podía desarrollarse con un entrenamiento adecuado.

Por este motivo, la solitaria mansión de Sam en la brillante y árida meseta, más allá de Venusburg, estaba siempre llena de casos de caridad. Sam invitaba a toda la gente de bajos ingresos a que le trajesen sus problemas, y mientras buscaba una solución, trataba con cuidado de dejar en sus enfermos la semilla telepática. El razonamiento de Sam era muy simple. Si, digamos, leer el pensamiento era algo así como desarrollar unos músculos sin uso, entonces la mayoría de la gente había sido demasiado perezosa o no había tenido la oportunidad de alcanzar ese desarrollo. Pero cuando el hombre cae en la trampa de una crisis, no puede permitirse la pereza; y allí estaba Sam para brindar oportunidad y entrenamiento. Hasta ahora, había descubierto un 20 por ciento de ésperes latentes, porcentaje menor al logrado por las entrevistas del gremio. Pero Sam no se descorazonaba.

Powell lo encontró mientras Sam recorría cabizbajo el rocoso jardín de su casa destruyendo vigorosamente las flores del desierto y creyendo dedicarse a sus cultivos y sostener a la vez varias simultáneas conversaciones con un grupo de gente deprimida que lo seguían como títeres. Las nubes perpetuas de Venus irradiaban una luz enceguecedora. La calva cabeza de Sam estaba al rojo. El hombre resoplaba y gritaba a plantas y pacientes por igual.

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