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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (47 page)

BOOK: El hombre del rey
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—Vamos, John —dije, en el tono más protector que pude—. No hay necesidad de que te pongas como un energúmeno y armes todo este jaleo por una nadería como ésta.

Y con mi dedo índice golpeé con fuerza el astil del virote que asomaba de su carrillo derecho.

El astil retembló de un modo satisfactorio, y John aulló de rabia y dolor e intentó romper las ataduras de cuero que lo mantenían sujeto a la mesa. Por el rabillo del ojo vi que Nathan, el barbero-cirujano, me miraba asombrado, y Robin, a pesar de su herida de jabalina, se retorcía de risa en su taburete de la esquina.

—Eso —dije al gigante que ahora, congestionado por el esfuerzo, se removía en la mesa e intentaba alcanzarme con grandes manotazos de sus enormes manos—, va por el puñetazo en la cara que me diste en Carlton…

Y le sonreí con la boca muy abierta para enseñarle los dientes que había roto.

—… Y esto es para enseñarte a no atemorizar a pobres barberos-cirujanos…

Agarré el astil del virote, y lo arranqué de la herida con un tirón brusco y limpio de mi muñeca. Salió con facilidad, acompañado por un borbotón de sangre negra.

Perseguido por el atronador rugido de dolor de John y el eco de la risa incontenible de Robin, salí paseando amaneradamente de la habitación y me fui a la calle, casi incapaz de reprimir mi propia risa. Había sido un día largo y difícil, pero la imagen de la cara carmesí de Little John, deformada por una mueca de furia impotente, me consolaría durante muchas noches frías en los años por venir.

♦ ♦ ♦

Al atardecer, el rey convocó a sus principales consejeros en su gran pabellón del parque de los ciervos. Yo acompañé a Robin a la reunión, pero sólo después de haberme asegurado de que Little John estaba
hors de combat
, durmiendo una mona muy considerable en una cómoda cama, con la nalga bien curada, y la herida bien cosida y vendada por el cirujano. Yo estaba decidido a no cruzarme en su camino durante algunos días, por lo menos, hasta que se hubiera calmado; puede que un mes…, o quizá uno o dos años.

Todos los principales barones y caballeros del rey estaban presentes, apiñados en la tienda mal ventilada, algunos con señales de la batalla. El escocés David, conde de Huntingdon, charlaba con el conde de Ferrers, que había recibido una herida leve pero desafortunada en la cara por un virote lanzado desde el castillo. Sus hombres llevaron a cabo un valiente asalto a la barbacana del recinto medio, y a punto estuvieron de tomarla. Pero la llegada del crepúsculo, y una resistencia sorprendentemente tenaz de los defensores, les forzaron a retirarse por fin, dejando montones de muertos apilados en la zanja que corría bajo los muros de piedra del recinto medio. William, barón de Edwinstowe y hermano de Robin, que paseaba de pie solo junto a la parte trasera del pabellón, me dirigió un saludo cauteloso y una media sonrisa; yo le correspondí con una ligera inclinación. Ranulph, conde de Chester, charlaba en voz baja con sir Aymeric de Saint Maur y otro templario de pelo gris, en un rincón de la tienda. Mientras esperábamos al rey, Robin y yo entablamos conversación con William Marshal: había sido uno de los caballeros que cargaron junto a Ricardo para rescatarnos, y había dado muerte con su propia mano a muchos enemigos aquella misma mañana. Le di las gracias por haber salvado mi vida, y las vidas de mis hombres.

—Soy yo quien debo estaros agradecido —dijo el veterano guerrero—. Sin vuestro valiente asalto al portalón, nunca habríamos tomado el recinto exterior.

—No es que nos haya servido de mucho —dijo Robin con una mueca—. El asalto de Ferrers a la barbacana fracasó. No hemos avanzado un solo paso para tomar el corazón de piedra de Nottingham. Se podría decir que hoy tan sólo hemos desperdiciado la vida de muchos hombres buenos…, hombres míos la mayoría de ellos.

Yo sabía que la herida de Robin le dolía, pero también se sentía sinceramente irritado por la carnicería que había supuesto la toma del portalón. De ciento noventa hombres de armas aproximadamente que cargaron encabezados por Little John y por mí aquella mañana, más de dos tercios estaban ahora muertos o heridos. Y algunos de los heridos más graves no llegarían a ver el día de mañana. Las fuerzas de Robin se habían visto seriamente menguadas por el ataque, y ni siquiera podíamos alegar que ahora éramos dueños del recinto exterior. Nadie se atrevió a decirlo.

—No doy importancia a ese género de cosas —gruñó Marshal, con una mirada severa a Robin—. Fue una acción valerosa y Alan, aquí presente, debe ser felicitado por una difícil misión cumplida.

Yo sonreí a William, agradecido. Y Robin me sonrió a mí con cierta tristeza.

—Tenéis razón, Marshal —dijo mi señor—. Ha sido una desatención por mi parte. Lo has hecho muy bien hoy, Alan. Y te agradezco de corazón tu gallardo esfuerzo.

No estoy seguro de que me gustara la palabra «esfuerzo», pero antes de que pudiera referirme a ese punto, Robin cambió de tema.

—¿Qué noticias han traído los heraldos, Marshal?

El viejo guerrero se rascó la cabeza gris.

—Nada demasiado sorprendente: desde un punto de vista formal, el castillo sigue desafiándonos. El único rayo de luz es que los heraldos nos han informado de que creen que una parte de quienes están dentro se rendirían al rey de darse las circunstancias adecuadas. Pero no mientras el alcaide, sir Ralph Murdac, siga al mando. Al parecer, ese desagradable individuo es un devoto del príncipe Juan, y ha dicho a los heraldos que no cree que el enemigo acampado a sus puertas sea realmente el rey Ricardo. Dice que nuestro ejército está mandado por un impostor, algún caballero de fortuna que pretende hacerse pasar por el rey Ricardo.

Robin rio con sorna.

—¡Ésta sí que es buena…! ¡El rey es un impostor! Y la idea de que Ralph Murdac sea devoto de alguien también tiene gracia. Esa pequeña rata jorobada no tiene ningún otro lugar adonde ir, y lo sabe, y ahora se reviste con el manto de la lealtad caballeresca. Pero así están las cosas. ¿Supongo que no hay esperanzas de una rendición pacífica, entonces?

—Ninguna…, mientras Murdac siga al mando —dijo William—. Tendremos que tomar el castillo por la fuerza. Y tendremos que hacerlo de la peor manera, a la antigua usanza.

—Puede que sí…, pero también puede que no —dijo Robin, pensativo—. ¿Nos excusáis, Marshal? Tengo que hablar con el joven Alan de un asunto privado.

Y con un ligero cojeo por su herida de jabalina, tiró de mí a un lado y empezó a susurrarme en voz baja al oído.

♦ ♦ ♦

Yo no tenía derecho a hablar en el consejo del rey. Aunque sabía que Ricardo me apreciaba, yo no era nadie, un simple capitán de hombres, un jovenzuelo que aún no había cumplido los veinte años, sin familia de la que presumir, y con sólo una pequeña propiedad a mi desconocido nombre. Pero hablé, y aquella intervención cambió mi vida. Y como fue idea suya, he de agradecer a Robin los resultados.

La reunión empezó cuando el rey se dirigió a los barones y obispos reunidos, y dedicó unas palabras de agradecimiento a Marshal, al conde de Locksley, el conde de Ferrers y algunos otros caballeros presentes por sus acciones en ese día. Luego hizo un resumen de los informes que habían traído los heraldos: en definitiva, que el castillo seguía desafiándonos, y que continuaría haciéndolo mientras siguiera al mando su actual alcaide. El rey no mencionó el hecho de que Murdac lo consideraba un arribista y un impostor. Hizo bien: incluso la realeza debe salvaguardar su dignidad.

—De modo, caballeros —dijo el rey—, que tendremos que derribar esas gruesas murallas. Enseñaré a sir Ralph Murdac a desafiarme, ¡por Dios bendito que lo haré! He dado órdenes a mis artificieros de que construyan un par de máquinas de sitio para mañana, un maganel potente y un trabuquete de grandes dimensiones, y en las próximas semanas tengo intención de reducir a escombros la pared este del recinto medio. Yo tomé Acre, una hazaña que se consideraba imposible, y por supuesto seré condenadamente capaz de tomar Nottingham. Aunque me temo, caballeros, que nos llevará cierto tiempo…

—Sire —dije. Todavía me resulta difícil creer que tuviera el valor de interrumpir el discurso del rey, y no lo habría hecho de no ser por el codo insistente de Robin en mis costillas; pero lo hice. Y esto fue lo que ocurrió.

Al principio, el rey no me hizo caso.

—Tendremos que bloquearlos de forma eficaz —siguió diciendo—. No quiero que entren víveres, agua ni provisiones, y en particular que ni entren ni salgan del castillo hombres ni información. Vos, señor de Chester, os encargaréis de la sección sur, en los riscos…

—Sire —repetí, y esta vez el rey se dio cuenta.

Me miró, un poco molesto por la interrupción, y por un instante me pregunté si no estaba cometiendo un grave error.

—¿Qué ocurre, Blondel? —preguntó el rey, en tono frío.

—Sire —dije yo por tercera vez. Y la lengua se me trabó en la boca.

—¿Sí? —El rey se estaba poniendo decididamente de mal humor—. Ya que me has interrumpido, Alan, habla, si tienes alguna idea.

Finalmente, conseguí soltar la lengua.

—¿Y si conseguimos…, eliminar a Murdac? Si, bueno…, en fin, si lo matamos, o le quitamos el mando del castillo de alguna manera…

Como ya he dicho, sabía que sonaba absurdo, la clase de tontería que diría un chiquillo un poco bobo, y noté que mis mejillas enrojecían cuando algunos de los barones más poderosos de Inglaterra me miraron, asombrados por mi descaro.

El rey me dirigió una larga mirada, y por un instante creí que ordenaría a sus guardias que me sacaran por la fuerza de la tienda y me colgaran o me descuartizaran.

—¿Y
cómo
harías una cosa así? —preguntó el rey, ceñudo.

—Conozco una antigua entrada de suministros para el castillo, sire. Está olvidada. Creo que muy pocos la conocen. Lleva de una taberna situada debajo del muro sur del recinto exterior hasta una pequeña bodega en desuso, en el interior del recinto superior del castillo de Nottingham.

Mi voz había ido ganando confianza a medida que hablaba.

—Es un túnel estrecho, y no creo que pueda ser utilizado por un grupo numeroso de guerreros. El ruido haría que fuese detectado casi con toda seguridad. Y una vez detectados, sería fácil matar uno a uno a los que entraran en el castillo. Pero quizás un hombre sin armadura podría entrar en el castillo por ese camino sin ser advertido. Y entonces tendría una oportunidad, si no valora demasiado su propia vida, de encontrar a sir Ralph Murdac y darle muerte. Tal vez en su dormitorio de noche mientras duerme, o de alguna otra forma…, pero creo que podría hacerse.

—Puede que tengas razón, Blondel —dijo el rey, y me sonrió. Y al instante, todos los demás magnates de la tienda pusieron una cara radiante—. Sin Murdac, como tú dices, tendremos muchas más posibilidades de que esos bribones me entreguen mi castillo. ¿Harás eso por mí, Alan? Es una proposición arriesgada, por no decir directamente suicida…

—Sí, sire —dije, sencillamente. ¿Qué otra cosa podía decir? Él era mi rey.

Ricardo asintió para sí mismo como si confirmara algo que ya sabía, y luego se dirigió a Robin.

—¿Sabéis vos algo de esa entrada de suministros olvidada, Locksley?

—No, sire —mintió Robin—. Pero tengo confianza plena en Alan de Westbury. Si él dice que existe, sin duda es así, y si hay alguien capaz de llevar a cabo una misión tan peligrosa y difícil, es él.

Miré a Robin, un poco sorprendido por sus elogios y por haber negado conocer el túnel. Él me sonrió con un guiño imperceptible, y yo correspondí con otra sonrisa.

Cuando cuento las viejas historias de Robert, del astuto conde de Locksley y el proscrito Robin Hood, suelo insistir en las veces en que se comportó mal. Hablo demasiado a menudo de su crueldad, o de su codicia por el dinero, o de su indiferencia por los sufrimientos de quienes se encontraban fuera del círculo de su familia, incluso de su desprecio por la Santa Madre Iglesia. Y también demasiado a menudo olvido mencionar una cualidad que fue tal vez su característica más sobresaliente: su amabilidad. Si le servías bien, derramaba sobre ti su benevolencia sin tener en cuenta el coste para sí mismo. Era, de corazón, un hombre muy amable y generoso, por lo menos con las personas que amaba.

Robin había querido que fuera yo quien sacara el tema del túnel delante del rey porque quería que Ricardo supiera la cantidad de recursos que yo podía ofrecerle, y para que el rey me recompensara en su momento. Robin podía haber reclamado que el plan era idea suya; podía haber dicho que fue él quien me enseñó el túnel a mí, y quien lo utilizó para rescatarme de mi prisión en los calabozos de Nottingham. Pero no lo hizo. Ésa es la clase de hombre que era. Y así, con una sonrisa despreocupada y un medio guiño, se aseguró del favor personal del rey hacia mí, y me envió a una gran y peligrosa aventura…, y muy posiblemente a la muerte.

Capítulo XXI

H
anno iba delante, llevando una linterna con un cabo de vela en su interior. Los muros amarillos del túnel me parecieron más fantasmales aún que la vez anterior, con caras deformes que parecían mofarse de mí y burlarse de mis ambiciones: entrar en el castillo con la misión de cometer un asesinato era mucho más peliagudo que salir de él en busca de la libertad y la seguridad.

Era cerca de medianoche, y a pesar de no haber dormido apenas los dos últimos días, no estaba cansado. Lo cierto es que ardía en mi interior una rabia llena de excitación que ahuyentaba todos mis miedos. Sabía que, si las cosas iban mal, tendría tan sólo una oportunidad mínima de sobrevivir… Pero el riesgo valía la pena, pues me daba la oportunidad de matar a sir Ralph Murdac, de vengarme de tantos y tantos golpes e insultos a sus manos, y de prestar un valioso servicio a mi rey. Yo era joven entonces, y sentía una atracción poderosa hacia la aventura y el riesgo por ellos mismos.

También había otros factores que me favorecían. Yo conocía el castillo, y muchos miembros de la guarnición conocían mi cara, pero posiblemente no el bando en que militaba. Con tanta gente que cambiaba de chaqueta en el conflicto entre el rey Ricardo y el príncipe Juan, yo me sentía bastante capaz de convencer a guardias suspicaces de que había vuelto al lado del príncipe Juan. Y mi presencia dentro del castillo les parecería la prueba definitiva. Además, tanto Hanno como yo llevábamos la sobreveste negra con los cheurones rojos de los hombres de Murdac (conseguidos de prisioneros capturados en la batalla por el recinto exterior), con el cinto de la espada abrochado por fuera. De modo que confiaba en que cualquier hombre de armas que me viera (un rostro familiar, en el interior del castillo, vistiendo la librea de sir Ralph), me consideraría antes un amigo que un enemigo.

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