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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (42 page)

BOOK: El hombre del rey
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Al acercarme a la horca, vi que las dos formas del centro eran mayores que las demás: eran un perrito, un cachorro travieso de orejas colgantes, recién nacido de una de las perras de Marian…, el otro era el gatito pelirrojo de Goody, el regalo que yo le había hecho por Navidad. Los dos habían sido destripados y atados del cuello del travesaño con un cordel, y sus entrañas colgaban enredadas en sus patéticas patitas peludas. A cada lado del gato y el perro había colgadas media docena de ratas, estorninos, un petirrojo e incluso un pequeño ratón de campo. Era una colección grotesca, una imitación fantasmal de los patíbulos cargados de cadáveres de ladrones ahorcados que podían verse en la mayor parte de las ciudades de Inglaterra, sólo que en miniatura, y en cierta extraña manera mucho más sobrecogedora. Pero no fue la colección de animales muertos lo que más llamó mi atención. En la puerta principal, con sangre, habían garabateado un mensaje. Estaba escrito en árabe, y aunque yo apenas era capaz de leer en esa lengua, pude descifrar aquellas palabras. Decían: «El amor verdadero nunca muere».

¡Nur!

Debió de seguirme al sur desde Sherwood, y sin duda me había visto con Goody. Y ahora me estaba diciendo que sabía que yo había encontrado un nuevo amor. Me estremecí aquella fría mañana de enero a la vista de aquellos garabatos trazados con, ¿con qué?, ¿con sangre? Y recordé los dibujos deformes arañados en la madera de la puerta que había visto a mi regreso de Westbury, hacía tan sólo unas semanas. ¿Podía ser Nur una bruja de verdad? ¿Tenía poderes? ¿Era ella la
hag
de Hallamshire? ¿Y estaba dirigiendo ahora su magia contra Goody y contra mí?

Me dominé con un esfuerzo, y di órdenes a los criados de que desmontaran el patíbulo y lo quemaran antes de que Goody o Marian pudieran verlo.

Los días siguientes, cuando iba a Londres para ocuparme en mis asuntos (visitar con Bernard las tabernas de Westminster, entrenar a Thomas para la lucha a caballo con lanza en el extenso llano poblado de brezos cerca de la aldea de Hampstead), veía a veces con el rabillo del ojo una pequeña figura negra. Pero siempre, cuando me volvía a mirarla de frente, desaparecía. Fuera lo que fuese lo que aprendió Nur en su largo viaje desde Tierra Santa hasta Inglaterra (brujería, magia, hechizos maléficos), también había aprendido el arte de ocultarse en un terreno quebrado casi tan bien como mi amigo Hanno.

Pero no me empeñé en buscar a Nur, seguir sus pasos o tenderle una emboscada, porque todavía sentía vergüenza por la forma en que la había tratado. Deseaba hablar con ella, aunque sólo fuera para conminarla a que no nos amenazara a Goody ni a mí con sus trucos diabólicos. Tenía claro que los dos cachorros, el perro y el gato, querían representarnos a Goody y a mí, y que los demás animales muertos eran nuestros sirvientes y amigos. Sentí que pesaba sobre mí una maldición, la quemazón lenta de la maldición de una bruja negra…, y quería que la retirara. Aunque de alguna manera también deseaba poner remedio al sufrimiento de ella; pero también había de conseguir que aceptara que ya no la amaba ni la amaría nunca más.

Para ser sincero, debo admitir que no deseaba encontrarme otra vez con ella. Cualquier amenaza, lo sabía en mi interior, no tendría ningún efecto sobre aquella mujer despechada. No podía alzar mi espada contra ella después de todo lo que había sufrido a manos de Malbête y sus hombres. Sobre todas las demás cosas, lo que yo deseaba era sencillamente que se fuera, que desapareciera de nuestras vidas.

♦ ♦ ♦

Hay gente que dice que Dios y el diablo están empeñados en una lucha constante por las almas de los hombres; y los más están de acuerdo en que Dios es más poderoso que el Maligno. Lo cierto es que Dios acabó por triunfar en aquel caso, y la época de desgracias en Wakefield Inn acabó tal como llegó: abruptamente.

Acabó, como tantas otras cosas en mi experiencia, con la llegada de Robin. Que además traía noticias excelentes.

Mi señor cruzó a caballo la puerta de la casa a la cabeza de cuarenta jinetes, erguido en la silla, orgulloso y armado para la guerra. Después de abrazar a Marian y saludar a Tuck, a Goody, a Hanno y a mí, puso un énfasis especial, por lo que advertí, en aupar al pequeño Hugh, tenerlo en sus brazos y hacerle cosquillas hasta que el bebé rompió a chillar muerto de risa. Luego convocó a todo el mundo a la sala y, mientras se calentaba las manos al fuego del hogar, dijo como al desgaire:

—Ricardo está libre.

Sus palabras fueron recibidas con un silencio asombrado. Estábamos todos tan acostumbrados a pensar en nuestro rey cautivo en Alemania (llevaba así más de un año, entonces), que su declaración fue una sorpresa para todos. De modo que Robin repitió, con mayor énfasis:

—El rey Ricardo, nuestro noble soberano, está libre. El emperador lo ha soltado y, mientras os hablo, viaja con su madre camino de Inglaterra.

—Pero ¿y la contraoferta del príncipe Juan…, los ochenta mil marcos por tenerlo encerrado hasta la fiesta de San Miguel? —pregunté yo, un poco aturdido.

—Oh, seguro que fue una tentación para el emperador. Pero Ricardo se ha hecho un buen número de amigos entre los príncipes alemanes, y ellos no habrían aceptado un comportamiento tan turbio por parte de su señor. Tener cautivo a un noble para conseguir un rescate es aceptable hasta cierto punto, pero recibir el dinero del rescate y luego romper el trato sería un ultraje. El emperador Enrique habría tenido que afrontar rebeliones de sus vasallos a izquierda, derecha y centro; podría haber sido destronado, incluso perder su título. Ya ha sido excomulgado por el papa, y eso hace que se sientan incómodos todos los barones germánicos, incluso los más descreídos. Además, se habría creado una enemiga acérrima en la reina Leonor…, y no es una mujer cuya ira pueda ser tomada a la ligera. De modo que optó por hacer lo más sensato: se quedó con los rehenes por el resto del dinero que la reina le había prometido, y le entregó a Ricardo hará un par de semanas. Nuestro rey tiene aún algunos asuntos por resolver en Europa, pero llegará a Inglaterra dentro de unos diez días, si el tiempo lo permite… Y entonces veremos cómo se comporta el gato real con las palomas que le han sido desleales.

Robin me sonrió, con una chispa de regocijo despreocupado en sus ojos plateados.

—He recibido mensajes de la gente de Ricardo, y tenemos órdenes de unirnos a él en Sandwich, y marchar luego al norte reuniendo más hombres de armas por el camino. Iremos a tomar Nottingham. Parece, Alan, que pronto vamos a tener la ocasión de ajustar las cuentas pendientes que tenemos con Ralph Murdac.

La alegría hizo que la cabeza empezara a darme vueltas. Todos mis esfuerzos del año anterior, todo lo que había soportado, el largo viaje a Alemania, las muertes de Perkin y Adam, la tensión de los meses en los que fingí ser un leal partidario del príncipe Juan, el combate con Milo y la noche terrible en la que esperaba ser ahorcado como un felón…, todo había valido la pena. El buen rey Ricardo volvía a casa, y todo iba a arreglarse. Me di cuenta de que estaba sonriendo como un idiota a todos los que nos acompañaban y, por casualidad, mi mirada se cruzó con la de Goody.

Ella no apartó la vista, como había hecho durante las semanas anteriores. En su rostro se dibujó una sonrisa de complicidad. En un instante, nuestro enfado desapareció: en ese momento me pareció absurdo, ridículo, una minucia boba, un hechizo maligno maquinado con el único objetivo de separar a dos jóvenes enamorados, una cosa sin sustancia, vilano empujado por el viento de la inmensa alegría del regreso del rey Ricardo.

Nos acercamos el uno al otro, como empujados por una fuerza invisible, y de pronto ella estuvo en mis brazos, muy apretada, con su carita blanca junto a mi cuello, y pude notar el ardor de sus lágrimas.

Capítulo XIX

E
l rey Ricardo saltó desde la pasarela al muelle del puerto de Sandwich la mañana de un día brillante y soleado de marzo, y las ovaciones y vítores que se alzaron de los cientos de hombres de armas reunidos para recibirlo fueron tan estrepitosas como para ensordecer a los cielos. Estaba más delgado que la última vez que lo vi, muy pálido, y parecía también algo más viejo… Pero seguía siendo el mismo hombre fuerte y lleno de confianza que nos había llevado a la victoria en Sicilia, Chipre y Ultramar. Los hombres de su entorno, los condes y los obispos y los grandes barones (todos los que le habían sido leales durante los tiempos oscuros), ocupaban las primeras filas de la multitud que se agolpaba en el muelle, con sus propios hombres leales respaldándoles. Y, desde los cientos de barcas pequeñas que alfombraban las aguas pardas del puerto, miles de espectadores, hombres y mujeres de Sandwich, estiraban el cuello para ver la triunfal llegada del rey a Inglaterra.

Cuando nuestro rey bajaba por la estrecha pasarela de madera desde el puente del navío, se tambaleó un instante, pero se rehízo de inmediato y sonrió, y el mundo entero se convirtió en un lugar más cálido. Lo vitoreamos, tres veces tres, hasta quedarnos afónicos. Y Ricardo sonrió y señaló a algunas personas de la multitud, alzando una mano delgada para señalar un rostro aquí y allá. A medida que paseaba despacio por delante de la muchedumbre que gritaba y se empujaba, fue saludando a los magnates allí reunidos por su nombre, y dedicó a cada uno de ellos una o dos palabras de gratitud. Nuestro rey se detuvo junto a Robin, se saludaron al estilo romano, cogiéndose el antebrazo, y tiró de él hacia sí. Murmuró algo al oído de Robin y los dos rieron, y luego su mirada se iluminó al verme a mí, que estaba de pie justo detrás de mi señor.

—Blondel, bien hallado —dijo el rey—. ¿Cómo le va en Inglaterra a nuestro
trouvère
de mayor talento?

—No conozco a ese individuo, sire —respondí, con una repentina timidez por estar conversando con el rey—, pero puedo deciros que a mí me va perfectamente, y estoy como siempre a vuestro servicio.

Ricardo rio.

—Buen chico. Pero necesitarás afilar tu espada más que tu ingenio en las próximas semanas, Alan. Y puede que pase algún tiempo, me temo, antes de que volvamos a escuchar tus elegantes versos —añadió, en tono grave.

—Estoy a vuestras órdenes, sire —dije, con una reverencia.

El rey asintió.

—Y yo no he olvidado la deuda que contraje contigo en Ochsenfurt —añadió.

No supe encontrar respuesta, y me limité a sonreírle en silencio, y de pronto ya había pasado de largo y saludaba al conde de Ferrers, un poco más allá. Me sentí como si durante un instante hubiese estado expuesto a la llama poderosa de un horno abierto, y el calor del saludo del rey siguió acompañándome durante las horas siguientes.

Mientras me abría paso entre la multitud hacia la mansión donde Robin y yo debíamos pasar la noche, una mano se posó en mi brazo y, al volverme, vi a dos hombres ancianos, vestidos ambos con los mismos ropajes blancos, muy manchados por el viaje. Me sonreían como si fuesen viejos amigos, y en cierto modo lo eran. El hombre que estaba delante extendió una mano surcada de venas con un gran anillo enjoyado para que yo lo besara. Yo me incliné para hacerlo, y sonreí al abad y obispo de Boxley convencido de que sin duda era él.

—Mi señor de Boxley —dije—. Qué alegría volver a veros. Permitidme que os felicite por haber traído a nuestro noble rey sano y salvo a la patria.

Una breve mirada irritada aleteó un instante en su rostro, pero se rehízo con rapidez y me sonrió en tono seco.

—Veo que mi buen amigo Alan se divierte bromeando conmigo —dijo—. Porque sin duda sabe muy bien, después de todas nuestras aventuras juntos en Alemania, que éste es el abad de Boxley —señaló a su compañero, que hacía gestos de asentimiento y me sonreía radiante—, y yo tengo el honor de serlo de Robertsbridge.

—Desde luego, desde luego, excusad mi estúpida distracción. Me siento feliz de volver a veros a los dos y ansío escuchar todos vuestros empeños de los últimos meses… Sin duda no ha sido fácil, pero ciertamente habéis conseguido vuestro objetivo…

Después de una noche en Sandwich Manor y de una interminable cena con los dos abades, durante la cual me hicieron un detallado recuento de las negociaciones para liberar a Ricardo, a la mañana siguiente todos montamos a caballo y seguimos al real objeto de nuestros esfuerzos hasta Canterbury. En el camino, más y más caballeros y barones acudieron acompañados de sus mesnaderos para unirse a la procesión. Algunos hombres venían desde lugares tan lejanos como Cornualles para unirse al rey, y pronto fuimos un verdadero ejército los allí reunidos.

Al llegar a la catedral de Canterbury, Ricardo se detuvo a rezar en la capilla de Tomás Becket, y luego pidió al arzobispo Hubert Walter, un prelado leal, alegre y pendenciero, que celebrara una misa de acción de gracias al aire libre por su puesta en libertad, para que todo el ejército pudiera tomar parte en ella. Después de la misa, el rey convocó a sus principales vasallos a la sala capitular de la catedral, y yo tuve el honor de ser invitado a la reunión, junto a Robin.

Mientras Robin departía con los demás condes y barones, saludaba a viejos amigos y hacía otros nuevos, yo me senté en uno de los sitiales excavados en la piedra de los muros y, puesta en contacto mi espalda con la fría piedra, me puse a soñar despierto con mi amada.

Después de nuestro apasionado abrazo, siguió una escena de lágrimas. Yo pedí disculpas a Goody por mis celos y mi comportamiento grosero con Roger, y ella me pidió perdón por haberse comportado conmigo con tanta frialdad, y luego reímos y bromeamos y todo volvió a ser como es debido entre nosotros. Acordamos pedir a Marian, la leal tutora de Goody, que arreglara los esponsales para nosotros tan pronto como fuera humanamente posible. Y juramos que nunca jamás volveríamos a pelearnos. Goody dijo:

—No tienes por qué dudar de Roger, las chicas no le atraen. Lo cierto es que ese día había venido a contarme que otro chico le había roto el corazón.

Me sentí como si me quitaran un peso de encima de mi propio corazón. De pronto, todo encajaba: su aspecto agraciado, su forma de vestir atildada y elegante, su desconcierto ante mi grosería agresiva. Lo cierto es que Goody y Roger no eran más que amigos. Y di gracias a Dios por ello.

Confesé a Goody toda mi historia con Nur. Le hablé incluso de la maldición que creía que había arrojado sobre nuestro amor, en venganza por haberla abandonado, y que aquel hechizo maligno había sido la causa real de nuestra pelea.

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