Al estar enamorado, cada
cansó, tensó
o
sirventés
que interpretaba tenía una resonancia especial: las palabras de amor entre un caballero y su dama, escritas en soledad con sinceridad, pero de alguna manera incoherentes y vacías, de pronto adquirían vida y un significado nuevo debido a la influencia de Goody sobre mí. Y al final de una canción de amores trágicos, que yo había escrito con una alegre inconsciencia tres años antes, me di cuenta de que tenía los ojos húmedos.
—¡Por bondad divina, toca algo un poco más alegre! —dijo Tuck, restregándose los ojos con un pañuelo de lino—. A este paso vas a mandarnos a todos a la cama nadando en lágrimas.
Goody sollozaba abiertamente.
—Era tan hermoso, Alan —dijo mi amor—. Y tú eres tan hermoso…
Sus palabras quedaron misericordiosamente ahogadas en la servilleta con la que se enjugaba las lágrimas que corrían por sus mejillas, pero me di cuenta de que tenía que cambiar el tono, y así fue como acabamos la velada con una composición pícara y disparatada sobre una vieja con una sola pata que tenía siete amantes jóvenes, uno para cada día de la semana, y a todos ellos les faltaba también algún miembro del cuerpo. Y, a fin de cuentas, sí que nos fuimos todos a la cama llorando…, pero de risa.
Durante la segunda semana de enero, con un tiempo helado y el país cubierto de nieve, visité Westbury.
Fantasma
protestó por verse obligado a salir con aquel frío, pero Baldwin, mi administrador, pareció alegrarse a su modo seco e impasible al verme, cuando por fin llegamos después de tres días penosos de viaje a través de la nieve por caminos helados de un suelo duro como el hierro. Pasé varios días con él en la antigua mansión caldeada y humosa, repasando las cuentas de la casa; habíamos conseguido un pequeño excedente el año anterior, y las buenas cosechas habían permitido que nuestros graneros rebosaran, y que hubiera comida suficiente para todos los habitantes de Westbury durante los meses fríos del invierno. Volví a Londres al cabo de una semana, complacido por la manera en que administraba Baldwin mis propiedades, y contento de que siguiera actuando en mi lugar en todas las cosas.
A veces sospecho que el diablo elige como sus víctimas preferidas a almas que se sienten felices, y que allá donde encuentra una alegría inocente concentra en ella toda su malicia, y trabaja día y noche con sus secuaces para amargarla. Porque, desde el momento en que volví a Wakefield Inn después de mi viaje a Westbury, las cosas empezaron a ir horriblemente mal.
Cuando me acercaba a la casa, a pie y llevando de la brida a mi cansado
Fantasma
, siguiendo el Saintrondway a la luz menguante del crepúsculo, me pareció ver una figura pequeña, arrebujada en un voluminoso manto oscuro, que se escabullía por la verja de la entrada y se alejaba. Pensé que se trataba de una mendiga, pero hube de rectificar esa convicción cuando me encontré en el exterior de la gran puerta de madera reforzada con láminas de hierro. Alguien había pintado en la entrada al patio un símbolo extraño y maligno: una imagen de no más de treinta centímetros de alto que parecía representar a dos figuras, tal vez un hombre y una mujer, grotescamente deformes y enzarzadas entre sí en un combate mortal. El dibujo había sido tallado profundamente en la madera a la altura de la vista, y coloreado con una sustancia que me pareció sangre. Le pedí al portalero, que dormía en su cómodo alojamiento junto a la puerta y no había oído nada, que borrara de inmediato aquel símbolo con un cepillo de cerdas duras. Luego intenté apartarlo de mi mente.
Crucé el patio y, al entrar en la casa, mientras sacudía la nieve de mis botas en el umbral, vi una escena que provocó un escalofrío en todo mi cuerpo, ya bastante helado. Goody estaba sentada en un banco delante del fuego del hogar, muy arrimada a un joven bien parecido. Y tenían las manos enlazadas.
Era un joven esbelto, más o menos de mi misma estatura; exquisitamente vestido de brocado de seda y pieles, y con cabellos de un tono rubio pálido. Supongo que las mujeres lo encontrarían guapo: por lo menos tenía unas facciones suaves y regulares, sin verrugas ni granos ni deformidades que lo desfiguraran. Yo lo llamaría insípido, blando incluso. Pero ahí estaba sentado aquel jovenzuelo dorado, aferrando las manos de Goody con sus largos dedos.
Tanto Goody como su zagal se levantaron cuando yo me abalancé sobre ellos con la mano en la empuñadura de mi espada. Vi que el chico iba desarmado, y una parte de mí lo maldijo, porque tener la oportunidad de provocar una pelea y ensartarlo sin más me habría parecido una buena cosa, pensé furioso, sí, una muy buena cosa.
—¿Quién eres tú? ¿Y qué diablos estás haciendo aquí? —aullé a la cara de aquel niñato vestido de sedas, de aquel petimetre experto en hacer manitas.
—Alan —dijo Goody en tono severo—. ¡Compórtate! Éste es Roger de Chichester, un muy buen amigo mío. Ha tenido la cortesía de hacerme una visita amistosa para desearme un feliz año.
Yo rugí algo entre dientes y lo fulminé con mi mirada más malévola y peligrosa. Pero conseguí mantener la boca cerrada.
—Es un placer para mí conoceros…, señor —dijo aquel pisaverde presuntuoso—. Lamento no haber tenido el honor de conocer vuestro nombre.
—Éste es Alan de Westbury —dijo Goody, con la cara encendida y sus preciosos ojos violeta iluminados por chispas de ira—, y hoy se está comportando como un patán prepotente y maleducado.
—Ah, bien, entonces, ah, no quisiera ser indiscreto…, y os deseo que sigáis bien, en la esperanza de volver a vernos en otra ocasión… —tartamudeó aquel mariposón primoroso.
—Dudo mucho que volvamos a vernos en otra ocasión —dije en tono seco—. ¡Que Dios os acompañe!
Di media vuelta de forma brusca, y empecé a hurgar para desabrocharme el cierre de mi capa de cabalgar empapada. Oí más que vi a Goody acompañar a aquel bobo hasta la puerta de la calle, y me cuidé mucho de estar atento a las palabras amables con que se despidieron. Luego volvió a mi lado, junto al fuego.
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Por qué has sido tan desagradable con el querido Roger? —me preguntó Goody—. No era necesaria toda esa grosería. Se ha molestado mucho.
—Me importa poco. Y él me importa menos aún. ¿Quién es, a propósito?
—Te lo he presentado hace un momento: es Roger, el hijo mayor y heredero de lord Chichester. Y sobre todo es, como ya te he dicho, un buen amigo mío.
Estaba empezando a irritarse mucho; había un tono en su voz que ya le había oído en otras ocasiones. Pero fui tan idiota que no hice caso.
—Te estaba dando la mano: en adelante, no quiero que esté solo contigo en esta casa.
Me di cuenta de que también yo había alzado el tono de voz.
—Ni ésta es tu casa, ni tampoco ésta es aún tu mano. Y voy a pasar el tiempo acompañada por quien a mí me dé la gana.
Goody casi gritaba ahora, y sus ojos azules llameaban como los de un gato montés al mirarme.
—Te prohíbo que le veas.
—¿Qué has dicho? —Casi escupió las palabras, y gritaba tanto por lo menos como yo.
Temerariamente, repetí:
—Te prohíbo que vuelvas a hablar a solas con ese «querido Roger».
La cara de Goody estaba tan blanca como la de un lirio, a excepción de dos rosetas de un rojo encendido en cada mejilla. Empezó a hablar, ahora en un tono frío, despacio y con una calma gélida:
—Hablaré con quien yo quiera, y siempre que quiera; y tú, caballero, vas a enterarte de que
no
hablo con quienes no respetan mis derechos y mis deseos.
Y dichas esas palabras, giró sobre sus talones y se fue hacia el otro extremo de la sala, donde estaban las escaleras que subían a sus habitaciones.
Yo me quedé con el índice levantado señalando hacia su figura que se alejaba, y mascullando las palabras:
—Muy bien, yo también hablaré con quien quiera, ¡ja!, y veremos si eso te gusta…
Pero para entonces ella ya había desaparecido.
Durante las semanas siguientes, Goody se negó en redondo a hablar conmigo. Era como si el fuego de su amor por mí se hubiera extinguido por completo, como si alguien hubiera arrojado una paletada de nieve sobre un hogar, apagando de pronto la llama y reemplazándola por un montón de hielo y escarcha.
A mí me sorprendió mucho su repentino cambio de actitud: al día siguiente, después de la discusión, intenté disculparme cuando nuestros caminos se cruzaron en el pasillo del piso alto. Fue una discusión tonta, dije, la culpa era de los dos y estaba seguro de que podríamos perdonarnos mutuamente por unas palabras dichas a la ligera. Ella me dejó con la palabra en la boca, y después de aquello se negó incluso a permanecer en la misma habitación conmigo. Cada vez que yo entraba en la sala, ella encontraba una excusa para marcharse; y si yo entraba en una habitación en la que estaba ella, desaparecía de inmediato dejando a su paso una invisible estela de hielo.
Al principio me desconcertó su rechazo, y más tarde, después de una semana de silencio gélido, me sentí impresionado por su fuerza de voluntad. Me estaba castigando, lo sabía, y era implacable. Sin embargo, pasadas dos semanas, empecé a preocuparme. Hablé con Marian del tema, y ella me aconsejó que, sencillamente, me disculpara ante Goody.
—No tienes ningún derecho sobre ella, Alan; aún no. No estáis prometidos, y no puedes actuar como si te perteneciera. Ya sabes que siempre ha sido una muchacha muy independiente, y probablemente es lo que más te gusta de ella. ¿Por qué no vas a pedirle perdón?
—¡Pero si esa riña estúpida no ha sido por mi culpa! Ella estaba flirteando con ese tipo, Roger. ¿Qué se supone que tenía que hacer yo? ¿Aplaudirles? ¿Indicarles un dormitorio cómodo? ¿Llevarles un par de mantas caldeadas?
—No tienes nada que temer de Roger. No es…, no es una amenaza para ti y para Goody. Si la amas, ¿por qué no pedirle perdón? Eso no puede hacer daño a nadie.
Pero yo no podía soportar la idea de humillarme delante de ella sólo para recibir su desdén helado. De modo que seguimos como antes, ignorándonos día tras día, atrapados en un silencio helado y clamoroso. Me zambullí como recurso en el ejercicio y la autocompasión: empecé a entrenar a Thomas para ser armado caballero con lecciones de espada y largas horas a caballo; y de vez en cuando acompañé a Bernard a beber a sus lugares favoritos de «distracciones groseras». Su previsible consejo fue que me agenciara una ramera rellenita y me olvidara por completo de Goody. Pero no pude…, y seguir instalado en Wakefield Inn con ojeadas fugaces al rostro blanco e indiferente de mi amor, era una condenada tortura. Casi tan mala como los hierros al rojo, pensé. De hecho, habría estado encantado de pasar una noche torturado en algún calabozo pestilente si con ello conseguía restablecer mi anterior relación con Goody. No dormía. No comía. Tenía la cabeza llena de ideas tétricas, de dolor y muerte, desde el amanecer hasta la noche.
Y entonces cambiaron las cosas…, para peor. Yo estaba almorzando en una casa de comidas junto a los muelles, un lugar donde daban de comer a los marineros de los barcos cuando habían acabado de descargar sus mercancías a una hora desacostumbrada. Y apareció por allí Bernard.
No estaba en buena forma. Por una vez no parecía bebido, y su jeta feliz de juerguista aparecía grisácea y cansada. Sin embargo, hizo un esfuerzo para quitar importancia a las graves noticias que traía.
—Ha habido un pequeño contratiempo en relación con el rey —me dijo—. ¿No te advertí de que la codicia de los príncipes no conoce límites? Parece que el rey Felipe de Francia y el príncipe Juan han unido sus fuerzas y hecho una contraoferta por la persona del rey Ricardo.
—¿Qué? —Me sentí igual que si me hubiera abofeteado en la mejilla con la mano abierta—. ¿Qué clase de contraoferta?
—Ya sabes que el príncipe Juan está en París, y por lo que parece cómodamente instalado en la corte de Felipe.
Asentí. Era de conocimiento público: como se suponía que la liberación del rey Ricardo era inminente, el príncipe Juan había preferido refugiarse bajo la protección de sus aliados franceses, escabulléndose fuera del país y dejando que sus fieles seguidores en Inglaterra defendieran los castillos capturados por él.
—Pues bien, he oído a Walter de Coutances decir a la reina que Felipe y Juan han enviado una carta a Alemania con la oferta al emperador de ochenta mil marcos más si retiene a Ricardo en prisión hasta la fiesta de San Miguel, el 29 de septiembre. Y tengo entendido que el emperador se siente muy inclinado a aceptar el trato.
Era un golpe serio, tal vez definitivo, para nuestra causa, pero hube de reconocer que por parte de Juan era un movimiento sagaz. El emperador se quedaba con los cien mil marcos ya recibidos de la reina Leonor, pero retrasaba ocho meses la libertad de Ricardo, hasta el final de la temporada de las campañas bélicas, a finales de septiembre. En los meses fríos y lluviosos que van de septiembre a marzo, era costumbre arraigada mantener en suspenso las hostilidades entre los bandos en guerra. De ese modo, Felipe y Juan dispondrían de todo un año para capturar más castillos de Ricardo tanto aquí como en Normandía, y recabar más apoyos en su contra. Y cuando llegara el día de San Miguel…, bueno, ¿quién sabía lo que podía ocurrir desde ahora hasta entonces? Ricardo podía morir en cautividad, o ser asesinado por agentes del príncipe Juan. Sus enemigos incluso podrían comprar otro año aún de prisión con una nueva oferta pérfida de más plata.
Yo había pensado que no era posible estar más deprimido, después de la abrupta interrupción de mi cortejo a Goody; pero al oír aquellas noticias, me di cuenta de que mis ánimos aún podían bajar más.
Después del anuncio de mi antiguo maestro de música, los dos consumimos un almuerzo triste en la fonda de los muelles, sumidos en la desesperación y con pocas cosas que contarnos el uno al otro, absortos en nuestras empanadas rancias y nuestro vino picado. Bernard se fue sin siquiera haberse emborrachado.
A la mañana siguiente, me despertó de una duermevela agitada el sonido de un grito agudo. Era una sirvienta, una de las pinches de cocina que tenía a su cargo encender el fuego antes del alba. Estaba de pie delante de la puerta abierta de Wakefield Inn, y señalaba una torpe estructura, una especie de horca de juguete improvisada, levantada delante del portal en algún momento de la noche. Era muy simple, y al principio creí que sólo se trataba de alguna clase de broma: un travesaño que consistía en una rama retorcida de avellano, más o menos del largo y el grosor del astil de una lanza, sostenida en cada extremo por dos trípodes de varas de avellano. Y del travesaño colgaban una docena de miserables y raquíticos cuerpecillos de animales.