Y entonces el hada de los sueños me acogió en su amplio y confortable regazo.
♦ ♦ ♦
Me desperté ya entrada la mañana, con el chirrido de las sierras y el ruido de los martillos. Hanno roncaba suavemente a mi lado, y seguí tendido unos momentos en mi cómodo lecho de paja, mirando el cielo azul en lo alto. Me pareció vacío y limpio de los conflictos sangrientos de los hombres. Era un día de primavera perfecto: recordé haber hecho grandes proezas la noche anterior, y que el rey las había alabado, y que ahora mis enemigos estaban muertos o presos, mientras que yo seguía sano y salvo. La vida era muy buena, me dije. Y entonces volví mis pensamientos a Goody, como solía hacer todas las mañanas. Pronto nos íbamos a prometer y ella sería enteramente mía, y esa idea provocó en mi interior un sentimiento maravilloso de calor y alegría.
Me di cuenta de que el martilleo y el serrar habían cesado, y pensé con pereza en levantarme, pero no parecía haber la menor prisa. Era improbable que me llamaran hoy a combatir, después de mi misión de la noche anterior. Los heraldos entablarían negociaciones con quien fuera que estuviese ahora al mando en el castillo; y si se rompían, Ricardo Corazón de León empezaría el largo y lento proceso de bombardear el castillo hasta conseguir su sumisión. Podían pasar semanas antes de que fuera convocado, y sentí que me había ganado un largo descanso. Dentro de un rato, pensé, me levantaré, me lavaré, tomaré un mendrugo de pan y unos sorbos de cerveza, y haré una visita a Ralph Murdac para ver si puedo arrancarle algo coherente acerca de esa historia sobre la muerte de mi padre.
Me quedé allí, mirando las nubes blancas y algodonosas que se perseguían unas a otras por el ancho cielo hasta que, finalmente, la vejiga rebosante me obligó a levantarme, sacudirme la paja pegada a la ropa, y buscar una letrina. Cuando me acercaba a la gran zanja abierta en un extremo del campamento del rey, me di cuenta de que había muy poca gente allí. Y quienes andaban por el parque de los ciervos parecían dirigirse todos hacia el este. Algo estaba sucediendo en la parte norte del recinto exterior del castillo, supuse mientras me aliviaba, y por primera vez aquella mañana sentí el aguijón de la curiosidad.
Cuando volví al corral de los caballos, Thomas estaba allí, y había traído con él una palangana de agua caliente para que me lavara, y una camisa blanca de lino. Desperté a Hanno y, tan pronto como hubo completado su ritual matutino de bostezos, pedos, escupitajos y maldiciones oscuras en alemán, los tres nos encaminamos al este para averiguar qué pasaba.
Era un ahorcamiento; o, para ser más preciso, varios ahorcamientos. Se había levantado un enorme patíbulo al norte del castillo, fuera del alcance de las ballestas de las almenas. Y dos figuras negras se balanceaban ya colgadas del travesaño cuando Hanno, Thomas y yo corrimos hacia allá, estorbados por la multitud que se había reunido para presenciar el macabro espectáculo. A mi derecha, pude ver que en las almenas del recinto medio hormigueaban las cabezas de los defensores del castillo, que se apiñaban a centenares para presenciar la ejecución de sus camaradas: porque vi por sus uniformes que los dos hombres que se balanceaban colgados del patíbulo eran soldados de Murdac; con toda probabilidad, algunos de los que habíamos capturado en la batalla por el recinto exterior, el día antes.
Al acercarnos al cadalso, una mano helada apretó mi corazón. Vi a un tercer preso colocado sobre un carro tirado por un caballo bajo la horca a medio llenar, con las manos atadas a la espalda y un dogal al cuello. Un sacerdote musitaba rezos inaudibles por el alma del condenado, y la víctima tenía los ojos cerrados, muy apretados. A una señal de un caballero colocado junto a él, el carretero dio un latigazo en la grupa del caballo y, al moverse el animal, el carro dejó de sostener las piernas del hombre y éste cayó unos treinta centímetros apenas, el dogal se apretó alrededor de su cuello, y lo estrangularía poco a poco hasta matarlo.
Los pies del ahorcado se agitaban aún con fuerza, como si estuviera entregado a un baile especialmente divertido, cuando el carro retrocedió hasta colocarse en posición para la siguiente víctima. Era un hombre pequeño, vestido enteramente de negro con ropas lujosas aunque bastante sucias, y con el hombro izquierdo, según pude ver, ligeramente levantado hacia el cuello. Era sir Ralph Murdac.
Sentí un nudo en el estómago; me encontraba todavía a unos cincuenta metros del cadalso, con una multitud de soldados y de ciudadanos de Nottingham cerrándome el paso; sin embargo, grité al caballero que dirigía las ejecuciones con toda la fuerza que pude.
—¡Parad, deteneos! ¡Aguardad un momento, señor! ¡Ese prisionero es mío! —aullé con desesperación, al tiempo que intentaba abrirme paso entre los cuerpos de los espectadores. Murdac estaba ya subido a la trasera del carro, y el sacerdote musitaba sus oraciones. Y yo me vi detenido por un soldado forzudo que formaba parte del cordón de hombres de Ricardo, que mantenían a la multitud apartada del patíbulo.
—¡Esperad, esperad! —grité—. ¡Es sir Ralph Murdac!
—Sabemos quién es, chico —dijo el soldado, y me cerró el paso con lanza y escudo; por su acento, era un hombre de la localidad—. Y nadie merece la muerte más que él —siguió diciendo el hombrón—. El rey en persona ha ordenado su ejecución.
Murdac, con los ojos enrojecidos por el llanto y el dogal colocado ya alrededor de su cuello, vio mi cara entre el gentío. Abrió la boca para decir algo, y justo en el momento en que iba a hablar, restalló el látigo en la grupa del caballo, el carro se movió adelante y Murdac quedó colgando del cuello en el vacío. Su rostro se enrojeció y se hinchó por la asfixia mortal. Sus brillantes ojos azules se fijaron en los míos, implorantes, y honestamente digo que quise adelantarme, pero el soldado forzudo me echó atrás de un empujón, maldiciendo mi impaciencia. Mientras yo lo miraba impotente, con los ojos clavados en su cara purpúrea, Murdac iba siendo estrangulado poco a poco por la soga de cáñamo. Pataleaba y se contorsionaba, su lengua asomó, imposiblemente grande en aquella cara pequeña, su vejiga y sus intestinos se relajaron de pronto, y yo me vi transportado diez años atrás o más, hasta un viejo roble en el centro de una pequeña aldea, ahora desaparecida, a sólo unos pocos kilómetros de donde me encontraba ahora. Allí, diez años antes, cuando yo era un niño pequeño y asustado, vi como ahorcaban a mi padre…, por orden del mismo hombre que ahora se debatía con su aliento postrero delante de mí.
Así seguí largo rato, y vi morir poco a poco a Murdac: era lo adecuado, me dije a mí mismo.
Y mientras miraba, ofrecí una oración por el alma de mi padre.
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No intervine en las operaciones de asedio ese día. Hanno, Thomas y yo buscamos una taberna agradable en la parte inglesa de la ciudad de Nottingham, y bebimos cerveza hasta que nos salió por las orejas. Mientras, las máquinas de asedio del rey Ricardo batieron con grandes piedras los muros de los defensores desde una pequeña altura situada al norte del castillo, de modo que nuestras libaciones parecían seguir el ritmo de sus golpes retumbantes. La cerveza apenas me hizo efecto, sólo me sentí un poco aturdido. Hablé poco con Hanno, y él tuvo el buen sentido de estar callado y pedir una serie continua de jarras de cerveza a la tabernera, con la que habíamos hecho ya una gran amistad. Después de consumir una o dos jarras, Thomas se fue a sus asuntos. Ni siquiera le pregunté adónde iba. Pensaba en mi padre, en su amabilidad conmigo, en la música que habíamos compuesto e interpretado los dos juntos en familia, y en su muerte… Sobre todo en su horrible muerte.
Robin se unió a nosotros durante un rato, informado por Thomas de dónde nos encontrábamos, supongo, y me felicitó por el éxito de mi misión de la noche anterior. Brindamos con cerveza por la lenta y dolorosa muerte de Murdac, pero la verdad es que no conseguí alegrarme. Lo extraño fue que Robin pareció comprender mi sensación de vacío ante la desaparición de un enemigo.
—La venganza —dijo, fijando en mí sus ojos de plata, que brillaban con más intensidad que nunca en un halo neblinoso creado por la cerveza— es un deber. No es un placer. Tomamos venganza porque se la debemos a quienes han sido tratados de un modo injusto. Pero en sí misma no es una cosa que pueda dejarnos satisfechos. Tomamos venganza porque hemos de pagar nuestras deudas con los muertos…, y de ese modo conseguir que la gente tema perjudicarnos a nosotros y a quienes amamos. Pero no hemos de verla como un bálsamo para nuestra alma.
Sin embargo, yo no estaba en disposición de discutir su peculiar filosofía y Robin, al darse cuenta de mi estado de ánimo, se excusó pronto y, después de ordenar a Hanno que cuidara de que no me ocurriera ningún percance, se marchó dejándome con mi jarra de cerveza.
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Al día siguiente, salieron de los maltrechos muros del castillo dos caballeros e, hincados de rodillas en tierra delante de un severo rey Ricardo, iniciaron las negociaciones para la rendición del castillo de Nottingham.
Yo me encontraba en el pabellón del rey, sintiéndome aún un poco desplazado del mundo, cuando llegaron. Ricardo me explicaba (no diré que se justificaba; cuando los reyes se equivocan, jamás lo admiten), por qué era necesario ahorcar en público a Murdac.
—Tienen que saber que voy en serio —dijo Ricardo—. Tienen que entender que, si no rinden el castillo ahora, cuando lo tome mataré hasta al último hijo de su madre que se encuentre dentro de sus muros.
Evidentemente, la táctica brutal del rey Ricardo funcionó, como de costumbre. Una delegación del castillo se había presentado, y la rendición flotaba en el aire. Los dos caballeros venidos a parlamentar con él eran William de Wenneval, el vicealcaide del castillo que había asumido el mando después de la repentina desaparición de Murdac, y sir Nicholas de Scras.
Hubo mucha parte de farsa y de fingimiento en la negociación. El rey pretendió estar furioso hasta la exasperación al ver desafiada su autoridad real. Los caballeros, de rodillas, suplicaron su perdón, y sir William de Wenneval apuntó la débil excusa de Murdac de que no se habían dado cuenta de quién era el que les asediaba. El asunto no tardó mucho tiempo en concluir: el rey exigió que doce nobles rehenes, incluidos los dos caballeros venidos ante su presencia, se rindieran a él y quedaran a la merced del rey, y concedió a regañadientes que el resto de la guarnición (en su mayoría soldados ingleses comunes y corrientes, más unos pocos caballeros poco distinguidos y los ballesteros flamencos supervivientes, desde luego) quedara en libertad para marchar desde Nottingham a sus hogares sin ser molestados.
Cuando los dos caballeros humillados salían del pabellón para llevar la oferta del rey al maltrecho castillo, sir Nicholas me vio, y yo me acerqué a saludarlo.
—Por lo visto, Alan, tenías tú razón. Es evidente que te has arrimado al bando vencedor —dijo mi amigo, triste. Se pasó la mano, frustrado, por el cabello gris muy corto, y añadió—: Y yo habré de afrontar como un hombre el hecho de que tiré los dados… ¡y perdí!
—Estoy seguro de que el rey será generoso —respondí, aunque no estaba seguro en absoluto: los cinco presos ahorcados del día anterior, y en particular Ralph Murdac, pesaban mucho en mis pensamientos.
A mediodía, los doce caballeros salieron del castillo. De acuerdo con lo estipulado, iban todos desarmados, cubiertos sólo con la sábana de lino de los penitentes, y cada uno con un dogal al cuello para mostrar que el rey tenía derecho a ahorcarlos si ésa era su voluntad. Mientras los restantes miembros de la guarnición se dispersaban por la ciudad de Nottingham, agradecidos por haber conservado la vida, los doce caballeros marcharon, acompañados por las burlas de los soldados de Ricardo, hasta el patíbulo levantado en el recinto exterior.
Había allí cinco cadáveres colgando como frutos maduros del árbol de la muerte, incluido el cuerpo de sir Ralph Murdac. El rey, deslumbrante con su mejor armadura y contemplándolos desde la altura del caballo que montaba, dirigió una mirada severa a los doce hombres, y su rostro era una máscara fría de la justicia real.
—Habéis desafiado a vuestro legítimo rey, e incurrido así en traición… Y el castigo no puede ser otro que la muerte —empezó Ricardo. Hizo una pausa y continuó—: pero uno de mis caballeros más valientes, sir Alan de Westbury, ha intercedido por la vida de uno de vosotros.
Las palabras del rey me dejaron atónito. Yo había intercedido, desde luego, pero ¿a qué venía aquello de «sir» Alan de Westbury? Yo no era caballero. ¿Pensaba él que lo era? ¿Había quedado trastocado después de la batalla?
—Después de escuchar las recomendaciones de sir Alan, mi leal y bienamado caballero —siguió diciendo el rey, que puso un extraño énfasis en la palabra «caballero»—, he decidido que un hombre, sir Nicholas de Scras, obtenga un perdón pleno por sus crímenes contra mi persona, y no reciba por esta vez el castigo que en justicia merecería.
Mi mirada se cruzó con la de sir Nicholas, y él me sonrió con tristeza y me dio las gracias con un pequeño gesto, pero en su rostro surcado por la preocupación se reflejó un alivio considerable. Yo pensé en la amistad que me había mostrado en Ultramar, en sus atentos cuidados cuando estuve enfermo en Acre, en la ocasión en que me salvó la vida delante de la taberna del Jabalí Azul en Westminster, y en su consejo sobre la pierna izquierda débil de Milo, que me susurró antes de nuestra pelea. No estaba en deuda conmigo, según mi modo de pensar.
El rey aún seguía hablando.
—El resto de vosotros —hizo una larga pausa, y luego señaló a los otros once caballeros vestidos con túnicas de penitentes, arrodillados y patéticos—, también os libraréis de la muerte hoy, y seréis puestos en libertad después de fijar un rescate adecuado al rango de cada uno.
Y el rey sonrió. Hubo ovaciones y gritos de alegría, y no sólo por parte de los once caballeros que habían evitado la muerte. Gorras y cascos fueron arrojados al aire, y de pronto aquel lugar tétrico, a la sombra de los cinco ahorcados que se balanceaban, se tiñó de un aire festivo. Algunos gritaron:
—¡Dios salve al rey!
Otros vitorearon a los caballeros amnistiados. Unos músicos ambulantes, no auténticos
trouvères
sino simples juglares de plazas y mercados, entonaron una canción alegre, y vi que la gente empezaba a seguir el ritmo con los pies. Al poco, mucha gente estaba bailando. Inglaterra había vivido demasiado tiempo angustiada por la violencia y la inseguridad. Pero ahora el rey había vuelto y, con la captura del castillo de Nottingham, era de nuevo amo y señor de todo su reino.