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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (49 page)

BOOK: El hombre del rey
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Y cayó.

Tiré de mi espada para liberarla de los huesos rotos y la carne sajada de su tórax, y lo hice justo a tiempo. Algo se movía en el lado más alejado de la habitación, una cortina se descorrió (era el pesado cortinaje que ocultaba la entrada al aseo privado de Murdac), y de aquel pasaje húmedo emergió el ogro, el asesino de Perkin y Adam, caminando sobre una pierna buena y una pata de palo. El medio hombre, al que yo había creído matar a patadas en la liza del recinto exterior hacía cinco meses, había resucitado. Milo se estaba abrochando su cinturón ancho, y miraba a su alrededor con una expresión de estupidez bovina.

El tiempo es un animal extraño: en algunos momentos se hace eterno, y en otros fluye a la velocidad del relámpago. Me sentía como si hubiera luchado con Rix durante horas, pero me di cuenta en ese momento de que no podían haber pasado más de tres minutos aproximadamente, es decir el tiempo que había necesitado Milo (sentado en la tribuna del aseo) para solventar su asunto, limpiarse, soltar su túnica arremangada, abrocharse el cinto e ir a ver qué era aquel ruido de metales en la cámara de Murdac.

Milo me vio de pie delante del cadáver ensangrentado de su amigo, parpadeó, frunció el entrecejo, lanzó un grito de fiera… y cargó. Y aunque su pierna izquierda, por encima de la rodilla, había sido sustituida por un apósito de cuero en forma de copa sujeto al muñón de su muslo, y sujeta a un grueso bastón de madera para caminar, se movió a una velocidad bastante decente. Yo me arrodillé como un ágil bailarín junto al cuerpo encharcado en sangre de Rix, y recogí su preciosa espada con mi mano izquierda; acto seguido, me incorporé dispuesto a afrontar la carga del ogro cojo con una espada en cada mano.

En los tres segundos que tardó en echárseme encima, tuve tiempo de fijarme en que todavía llevaba en el rostro las señales de nuestra pelea en la liza. Sólo tenía un ojo bueno; pequeño y porcino, brillaba con una furia sin límite, y su cabeza sin pelo era una masa cruzada por las cicatrices dejadas por mis botas, viejas heridas amarillentas, brillantes y arrugadas, sin apenas facciones que pudieran resultar reconocibles. Me vino a la cabeza por un instante la imagen de Nur: y en efecto, habrían formado los dos una pareja adecuada. La cabeza de Milo era como una bola de cera de abeja que se hubiera fundido a medias por estar colocada demasiado cerca de un fuego. Su aspecto era más monstruoso incluso que el que tenía antes de nuestra batalla. Pero lo que me dejó asombrado fue que viviera aún, porque estaba seguro de haber pisoteado su chispa vital hasta extinguirla; pero vivía, y ahora buscaba venganza.

Cuando Milo estuvo apenas a un metro de mí, hice un quiebro hacia mi derecha para apartarme de su trayectoria; y como había visto hacer a los bailarines sarracenos en Ultramar, di un rápido círculo completo sobre mí mismo, muy deprisa, y lancé un duro tajo de arriba abajo contra su brazo izquierdo extendido con la espléndida espada de Rix. La hoja cortó limpiamente los gruesos músculos anudados y el hueso sólido por debajo de su codo y seccionó de un solo golpe su antebrazo. Rugió de dolor, y la sangre brotó a chorros del muñón. Pero no perdí tiempo recreándome en su herida; seguí girando hasta colocarme a su espalda, y le golpeé de lado el músculo largo de su grueso muslo derecho, utilizando la vieja espada que empuñaba en la mano derecha. Mi golpe no tuvo la fuerza suficiente para seccionar aquel miembro macizo, pero hizo caer de rodillas a Milo, gimiendo de dolor.

Corté entonces la mano que le quedaba: un golpe limpio de arriba abajo con la incomparable espada de Rix, que penetró con la facilidad de un cuchillo caliente en la mantequilla, y envió al suelo aquel puño voluminoso como un jamón. Él era hombre muerto para entonces, por supuesto: con los dos brazos inútiles e incapaz de sostenerse sobre su única pierna herida. Y yo estaba en pie delante de Milo, entre su cuerpo macizo arrodillado a medias y bañado en sangre, y el bulto alargado del cadáver de su amigo. Y lo miré un segundo o dos, recordando la pelea en la liza, la devastadora explosión de su bota en mis costillas en Alemania…, y la visión de los cuerpos destrozados de Perkin y Adam en la orilla del río Meno. Él me miró también, con su único ojo enloquecido. No había nada que decir, de modo que contuve mi lengua y me limité a darle un final misericordioso, ensartando su voluminoso pecho con mis dos espadas al mismo tiempo. Las dos largas hojas penetraron profundamente en la cavidad de su tórax, y alcanzaron finalmente su corazón de ogro.

—No ha estado mal —dijo Hanno desde la cama, donde aún sujetaba con firmeza a Ralph Murdac por el cuello—. Pero muy lejos de la perfección. Por un momento, creí que el flaco largo iba a matarte sin remedio. Eres descuidado, te confías demasiado, y atacas de una forma demasiado obvia. Tienes que practicar, Alan. Practicar más. Debes intentar hacerlo mejor en el futuro.

Allí mismo, entre los cadáveres de los dos hombres a los que acababa de matar, asentí con un gesto. Hanno tenía razón, yo no había merecido vencer a Rix en nuestro combate. Todo iba bien cuando se trataba de despachar a un soldado entrenado a medias en una
melée
caótica en el campo de batalla, pero enfrentado a un espadachín de élite como Rix, había estado a punto de dejarme la piel.

—¿Liquido a éste para ti? —preguntó Hanno, e indicó con un movimiento de la barbilla la carita aterrorizada de Ralph Murdac—. ¿Te enseño el método correcto?

Yo sacudí la cabeza.

—Átale los brazos y tráelo aquí, al suelo. Quiero hacerlo con mis propias manos.

Mientras Hanno inmovilizaba a sir Ralph Murdac con su cinturón y una tira arrancada de la sábana del lecho, atándole los codos por detrás de la espalda y las muñecas a sus pies, de modo que se viera obligado a estar permanentemente de rodillas, yo arrastré la pesada mesa contra la puerta, bloqueándola. Supuse que los gritos de Milo habrían alertado a algún miembro de la guarnición, y que no tardaría en aparecer alguien dispuesto a averiguar qué ocurría. La mesa, por pesada que fuera, no retendría mucho tiempo a los hombres de Murdac, pero podría darnos unos minutos de ventaja para escapar. Y en cualquier caso, no teníamos intención de salir por aquella puerta.

Volví a su vaina mi vieja espada sin adornos, y me acerqué al lugar donde estaba Murdac arrodillado, blandiendo la magnífica hoja de Rix manchada de sangre.

Murdac no podía apartar los ojos de la espada. Cuando la coloqué con la punta hacia abajo delante de mí, parecía fascinado por ella, por el lento goteo de sangre roja desde la punta afilada al suelo de madera.

—Mírame y alza la cabeza —dije en un susurro—. Será más limpio, y más rápido para ti.

Y levanté en el aire la larga hoja, sujetando la empuñadura con las dos manos sobre mi hombro derecho, como un verdugo profesional.

Murdac volvió hacia mí sus pálidas mejillas húmedas de lágrimas.

—Por favor, Alan —gimoteó—. Por favor, no me mates, te lo suplico.

Y las lágrimas rodaban por sus mejillas rozagantes, y resbalaban de su pequeña barbilla perfectamente torneada.

—Lo has merecido mil veces —dije, y hube de endurecer mi corazón, porque la visión de aquel cuerpecillo tembloroso y sollozante estaba debilitando mi resolución.

—Por favor, Alan. Por todo lo que es sagrado para ti, no me mates. Déjame vivir. Me iré lejos, me marcharé de Inglaterra para no volver nunca. Tengo algún dinero, ¿sabes?

—No tenemos tiempo para tonterías —dijo Hanno—. Hazlo ya, Alan, y salgamos de aquí.

Eché atrás los brazos una pulgada más, y Murdac gritó:

—¡Espera! Espera… Si me matas, Alan D’Alle, porque ése es tu verdadero nombre…, si me matas, nunca conocerás el secreto de la muerte de tu padre.

Me tambaleé sobre mis talones, como si hubiera recibido un golpe.

—¿Qué secreto? —conseguí balbucear—. ¿Cuál es ese secreto?

Levanté más alto la espada. Justo en ese momento, sonaron fuertes golpes en la puerta de la cámara, y voces roncas de soldados.

—Alan, no tenemos tiempo. ¡Hazlo! —dijo Hanno.

Hubo más golpes en la puerta, y un hombre gritó:

—Sir Ralph, sir Ralph, ¿va todo bien ahí dentro? Alcaide, ¿estáis bien?

—¿Cuál es el secreto? Dímelo ahora, o morirás como un perro.

—Está relacionado con la época en que tu padre vivió en París. Sé quién fue el hombre que ordenó su muerte.

—Tú ordenaste su muerte. Lo sé de cierto.

—Es cierto que yo ordené que lo ahorcaran, pero recibí órdenes de otro, de un hombre muy poderoso al que no se puede negar nada. Él me dijo que matara a tu padre. Jura ante Dios Todopoderoso y la Santísima Virgen que no me matarás…, y te diré su nombre.

—Alcaide…, sir Ralph, ¿estáis ahí? ¿Estáis bien? —preguntaba el hombre de armas al otro lado de la puerta.

—Diles que todo está en orden aquí o te mato ahora, lo juro ante Dios Todopoderoso.

—Todo está en orden —gritó Murdac de inmediato—. No hay motivo de alarma. ¡Volved a acostaros!

Los golpes pararon. Vi que Hanno desenrollaba una cuerda larga y delgada que había sacado de su saco…, y durante un segundo me pregunté si sería lo bastante larga y fuerte para lo que acababa de ocurrírseme. Necesitaríamos unos cincuenta metros de cuerda muy fuerte para que mi plan tuviera éxito. Me quité de los hombros mi propio saco, y se lo tendí a Hanno.

—¿Quién está ahí con vos, sir Ralph? —gritó el hombre desde el otro lado de la puerta.

—Estoy con unos amigos. ¡Marchaos y dejad de molestarme con vuestra impertinencia!

El tono de Murdac fue convincente. Satisfecho de su interpretación, me hizo señas y me sonrió, halagador.

Yo bajé las manos en un arco corto, y golpeé la sien de Murdac con el pomo de plata de la espada. Él emitió un breve suspiro y se derrumbó en el suelo.

—Nos lo llevamos con nosotros —dije a Hanno. Y he de decir en su favor que mi valeroso amigo alemán se limitó a asentir, se encogió de hombros y se dirigió al aseo cargado con los rollos de cuerda.

♦ ♦ ♦

Hay algunas experiencias cuyo recuerdo resulta demasiado desagradable, de modo que referiré con mucha brevedad nuestra salida del castillo por el agujero del aseo de Murdac. Después de recuperar mi misericordia (me costó un buen rato arrancarla de los huesos del pie de Rix y de la tablazón de madera pulida del suelo), bajamos por aquel hueco primero a Ralph Murdac sin sentido, después de atarlo de forma segura al extremo de la cuerda de Hanno. Lo hicimos pasar sin demasiados miramientos por el hueco ribeteado de mierda, y lo hicimos aterrizar en un afloramiento de piedra arenisca nueve metros más abajo. Luego, a regañadientes, bajamos los dos detrás.

Con las botas hundidas en una costra de mierda medio seca, nos detuvimos un momento apestoso antes de descolgar de nuevo a Murdac por delante de nosotros, y bajar después los resbaladizos treinta metros más o menos de acantilado hasta el suelo (afortunadamente, sin ser vistos por los centinelas de las almenas del castillo), intentando todo el rato tener el mínimo contacto con la maloliente y resbaladiza pared de piedra arenisca. Sin embargo, durante aquel asqueroso descenso, mi mente estaba dividida entre dos cuestiones igualmente urgentes: la primera, ¿entrarían los soldados del castillo en la cámara de Murdac y romperían la cuerda que nos sostenía? Y la segunda, ¿qué significaban las palabras de Murdac «recibí órdenes de otro, de un hombre muy poderoso al que no se puede negar nada»?

Gracias a Dios no cortaron la cuerda, y llegamos al suelo sanos y salvos. Los tres estábamos bien rebozados, con todo, cuando llegamos al fondo. Y mientras nos alejábamos de la mole negra del castillo, rodeábamos el estanque de los peces y nos encaminábamos en dirección noroeste hacia el pabellón del rey en el parque de los ciervos, con Murdac colgado como un saco de nabos a la espalda de Hanno, me pregunté si no sería mejor bañarnos y cambiarnos de ropa, antes de presentar al rey empaquetada la pieza que habíamos cobrado. Pero, tal como fueron las cosas, no se nos dio opción para poder elegir. Fuimos detenidos por una pareja de centinelas en el parque y enviados directamente, apestosos como estábamos, a la presencia del rey.

Aunque debían de ser cerca de las tres de la madrugada, nuestro soberano estaba aún despierto, absorto en el estudio de los planos con la disposición de la artillería para el día siguiente, desplegados sobre una mesa de caballete en el centro del pabellón. El rey reclamó vino, agua caliente y toallas, y nos aseamos apresuradamente frente a nuestro soberano, mientras él se frotaba las manos satisfecho, mirando al atado e inerme sir Ralph Murdac, empaquetado como el hatillo de un mendigo a sus pies.

—Bien hecho, Blondel. ¡Qué magnífica hazaña, por Dios y sus arcángeles! —exclamó el rey—. Me has ahorrado tiempo, esfuerzos y las vidas de muchos hombres leales con tu acción de esta noche, y me inclino ante ti. No olvidaré esto, Alan. Estoy en deuda contigo una vez más.

Pero mientras el rey me llenaba de elogios, empecé a notar que, después del primer sorbo de vino, mis párpados empezaban a cerrarse; había sido una noche de trabajo larga y agotadora. Y deseaba un poco de paz para seguir rumiando las enigmáticas palabras de Murdac. Intenté interrogarle mientras cruzábamos el parque hacia la tienda del rey, pero él estaba aturdido e incómodo atado y cargado a la espalda de Hanno, y guardó un silencio enfurruñado. «Mañana —pensé—, mañana volveré a preguntarle sobre el hombre que él asegura que ordenó la muerte de mi padre. Y si sigue empeñado en callar…, bueno, hay métodos no muy caballerescos que no tendré empacho en utilizar. Puedo pedirle a sir Aymeric de Saint Maur algunas sugerencias sobre el uso de los hierros candentes como método persuasivo».

Pedí al rey venia para retirarme (él seguía charlando animadamente por los codos con los soñolientos caballeros de su séquito y con los sargentos a los que había encargado custodiar a sir Ralph Murdac), y fui en busca de Thomas, que se había acurrucado sobre un montón de paja y dormía pacíficamente entre los caballos del rey. Lo desperté y dejé a su cuidado mis armas y armaduras, incluida la hermosa espada de Rix: seguían manchadas de sangre seca de la lucha en la cámara de Murdac, y de cosas peores de nuestra fuga por el acantilado. Luego me arrebujé en una capa vieja, y me acosté al lado de Hanno en la paja caliente. Mientras me deslizaba con rapidez en un sueño profundo y reparador, mis últimos pensamientos fueron: ¿me ha mentido Murdac? ¿Me contó un bulo sobre mi padre sólo para salvar el cuello? Era muy posible, pensé. Pero sin duda lo descubriría al día siguiente. Mañana.

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