Me acerqué al caballo del rey Ricardo.
—Sire —dije, con el corazón desbocado—, os agradezco vuestra clemencia con mi amigo sir Nicholas de Scras. Pero debo deciros una cosa…, no soy caballero. Me temo que os habéis equivocado en ese punto. Soy tan sólo un simple capitán a las órdenes del conde de Locksley.
El rey Ricardo me sonrió:
—¿Dices que no eres caballero? —Sus ojos azules chispearon—. ¿Acaso crees que no lo sé, Blondel? No eres caballero, es verdad, pero has dado pruebas de más valor, recursos y destreza en la batalla que muchos hombres de linaje ilustre. No eres caballero en este momento…, pero por Dios que lo serás antes de que pase un segundo más. ¡Ponte de rodillas!
Miré boquiabierto a mi soberano, mis rodillas se doblaron y, mientras el rey desmontaba, no aparté los ojos de él y le vi hacer una seña a un caballero de su séquito, que le tendió un bulto envuelto en seda negra.
—Dame tu espada —dijo el rey. Estaba de pie a mi lado, alto y orgulloso, y el sol primaveral arrancaba reflejos rojos y dorados de su cabellera. Yo eché mano a la empuñadura de mi vieja espada, pero justo en ese momento el joven Thomas corrió delante del gentío y tendió al rey la hermosa espada de Rix. Me di cuenta de que mi concienzudo escudero había encontrado de alguna manera el tiempo necesario para limpiar la sangre y la suciedad pegadas al arma.
El rey tomó la espada de manos de Thomas, y la admiró durante unos instantes.
—Una excelente espada, digna de ti, Blondel —dijo en voz baja. Miró la palabra engastada en oro en la hoja reluciente. Decía «Fidelidad». El rey hizo un gesto de asentimiento, y añadió—: ¡Y con una inscripción muy adecuada!
Luego, rápida y suavemente tocó por tres veces mis hombros con la hoja de la espada, al tiempo que, con cada gesto, recitaba la sagrada unción:
—En nombre de Dios Todopoderoso, de san Jorge y san Miguel, yo te invisto caballero. Levántate, sir Alan de Westbury.
Mi corazón estaba tan henchido que creí que iba a estallar de alegría. Me puse en pie, y el rey me tendió la espada de Rix (mi espada), y luego el bulto envuelto en seda negra. Un soplo de viento agitó la tela del envoltorio y la levantó; vi entonces que contenía un magnífico par de espuelas de plata decoradas. Su valor sería, según mis cálculos, de una libra de plata real, aproximadamente. Ahora no me pareció una suma tan mísera.
—Sir Alan de Westbury —dijo el rey, y se detuvo—. Eso no está bien…, Westbury es un feudo demasiado pequeño para un hombre de tu calidad…, pero ya nos ocuparemos en su momento. Sir Alan de Westbury, así sirvas siempre a Dios, protejas a los débiles y cumplas con tus deberes de caballero tan bien como me has servido a mí.
Y otra vez me sonrió, y yo hube de parpadear para reprimir las lágrimas cálidas que asomaban a mis ojos, mientras mi rey volvía a montar en su caballo y se alejaba, tarareando en voz baja entre dientes unos compases de «Mi alegría me invita».
♦ ♦ ♦
En un día frío y despejado de la semana de abril, en un prado verde próximo a lo que quedaba del castillo quemado de Kirkton, se celebraron mis esponsales con Godifa, hija de Thangbrand de Sherwood. Fue uno de los momentos más felices de mi larga vida; incluso ahora, cuarenta años después, el recuerdo de aquel día glorioso templa mis viejos huesos. Goody vestía un sencillo vestido azul (el color de la pureza), y un velo blanco. El único adorno era un gran rubí que colgaba de una cadena de oro alrededor de su cuello. En cuanto a mí, Marian me convenció de que me gastara un poco de plata en ropa nueva (calzas, túnica, sombrero y capa), teñida toda ella de un color rojo púrpura y revestida de un hermoso brocado de encaje negro. Me sentí como un príncipe de sangre real.
Regalé a Goody un anillo de oro con nuestros nombres grabados, y ella me dio una de las mangas desmontables de su vestido azul como prenda, y los dos hicimos un juramento solemne, similar al del matrimonio pero en tiempo futuro:
—Te tomaré por esposa —dije a Goody, y sonreí a sus hermosos ojos violeta, y ella también juró ser mía muy pronto.
El padre Tuck enlazó nuestras manos derechas con una cinta de seda como señal de nuestra intención de casarnos, y luego celebró una misa solemne para festejar el acontecimiento y pedir a Dios Todopoderoso que bendijera nuestras vidas juntos. Marian, como tutora de Goody, insistió en que debíamos hacer lo correcto, aunque Goody carecía de propiedades, y la condesa me hizo firmar un documento de esponsales que formalizaba nuestro compromiso.
Fue un día feliz. Robin había hecho reconstruir con rapidez la gran mansión de Kirkton durante el último mes, y aunque el resto del castillo seguía ennegrecido por el fuego que lo destruyó, por lo menos disponíamos de un lugar a cubierto para celebrar la fiesta de los esponsales. Y Robin había decidido que sería una fiesta lujosa, con más de cincuenta invitados de alcurnia, amigos suyos y míos venidos de todo el país. Cientos de otras personas de las aldeas vecinas y de todo Sherwood fueron convocados también a compartir los festejos al aire libre. Ordenó matar veinte bueyes y asarlos para los aldeanos; y de alguna parte, nadie quiso preguntar de dónde, aparecieron una docena de ciervos del rey, que fueron servidos en las mesas dispuestas en los prados vecinos a Kirkton, ya abarrotadas de empanadas de pichón y guisos de lamprea, grandes cuencos de fromenta dulce, quesos redondos y amarillos enteros y hogazas calientes de pan reciente, y frutas, y budín y ensaladas de hierbas… Corrió la cerveza de barril, los sirvientes de Robin llevaron una serie interminable de jarras espumosas hasta las largas mesas dispuestas sobre la hierba, y también se sirvieron liberalmente vinos finos a los convidados distinguidos que comían en el interior de la mansión recién reconstruida.
Me impresionó mucho la generosidad de Robin, pero sabía también que podía permitírsela. Después del asedio de Nottingham, el rey le premió con un montón de tierras y honores en Normandía y en Inglaterra; tierras que lo habían convertido en uno de los hombres más poderosos tanto en el ducado como en nuestra patria. Ya no necesitaba los ingresos que le había aportado el comercio del incienso; su lealtad al rey en los tiempos oscuros de su cautividad le rentó un dividendo mucho más alto. Y tampoco yo tenía motivos para quejarme: el rey hizo honor a su palabra cuando dijo que Westbury era un feudo demasiado menguado para un hombre de mi calidad. Recibí de él Burford, Saintroud y Edington, las posesiones que me había asignado el príncipe Juan, y cuyos títulos hizo pedazos más tarde, cuando descubrió que yo era un espía de Robin. Ricardo me hizo también señor de Clermont-sur-Andelle, unas tierras extensas y potencialmente muy ricas situadas al este de Ruán, en Normandía. Sir Alan Dale contaba ahora con tierras suficientes, a ambos lados del Canal, para sostener la dignidad de su nuevo rango.
Para señalar la ocasión de mis esponsales, Robin me regaló un equipo completo de finísima armadura de malla de acero: unas calzas o
chausses
que me protegían desde el muslo hasta el pie, una cota de malla larga hasta la rodilla (partida por delante y por detrás para facilitar el montar a caballo) y con mangas y guantes de acero, además una capucha de malla que se ataba al cuello para resguardar la cabeza. Era un regalo muy caro, y que, como él dijo, me protegería en la batalla mucho mejor que mi vieja cota remendada. Marian me regaló un caballo, y no un caballo cualquiera: un corcel de guerra, alto, fiero, negro azabache, entrenado para la batalla.
—Se llama
Shaitán
—me dijo Marian mientras lo admirábamos en el corral situado en la trasera del castillo—, que es como creo que llaman los sarracenos al diablo. Y desde luego está lleno de maldad. —Miró dubitativa al corcel—. Serás prudente con él, ¿verdad, Alan? Tiene todo el aspecto de desear comérsete como desayuno, si le das media oportunidad.
Pero yo apenas la escuchaba:
Shaitán
me había fascinado… Podría decirse que ya le había entregado mi alma. El caballo oscuro me miró con sus ojos de alquitrán, y yo lo miré, y entre los dos se estableció una corriente de entendimiento.
—Haremos grandes cosas juntos,
Shaitán
—dije en un susurro, y le di a comer una manzana seca de mi alforja, al tiempo que extendía la mano para acariciar su largo morro negro. Él aceptó mis caricias, aunque me enseñó brevemente sus grandes dientes amarillos para advertirme de que no presumiera demasiado de nuestra nueva amistad. Miré más allá de las narices negras de
Shaitán
, y vi a
Fantasma
, que nos observaba desde el otro extremo del corral. Si los caballos son capaces de sentir celos, mi corcel gris estaba verde de ellos.
—No temas,
Fantasma
, no te he olvidado —dije a mi leal amigo. Y mientras me acercaba a él, rebusqué en mi alforja y saqué una segunda manzana.
Thomas, mi escudero, talló como regalo para mí una vaina de madera y cuero para la hermosa espada de Rix,
Fidelidad
. Y Hanno hizo una funda a juego para mi misericordia, que ahora colgaba en el costado derecho de mi cinto. El obsequio que me hizo Little John, me dijo el hombrón en tono gruñón, fue el regalo de su perdón. Había decidido pasar por alto mi trato ofensivo a su nalga herida.
—Pero, por el prepucio colgante de Cristo, Alan, como alguna vez vuelvas a hacer algo parecido… —hizo una pausa y me golpeó con dureza el pecho con su enorme dedo índice, para asegurarse de que captaba el aviso—, te arrancaré las dos piernas y te daré una paliza de muerte con ellas. ¡Lo juro por los sagrados esfínteres del Espíritu Santo!
Creo que lo dijo en serio, pero en aquel momento no estaba en condiciones de cumplir su amenaza. Aún estaba convaleciente por la herida de virote en el trasero, y sólo podía caminar con pasos rígidos y apoyándose en un grueso bastón de endrino. Lamenté haberle hecho daño, y me alegró mucho que volviéramos a ser amigos. Y no fue la mía la única amistad que hizo él en esos días: Little John parecía haber congeniado con Roger de Chichester, y a menudo se les veía a los dos juntos charlando en tono amistoso. Sería difícil imaginar una pareja más distinta: el esbelto y elegante hijo de un noble, y el macizo, musculoso y cojo antiguo proscrito, con una cara que ofrecía el aspecto de un prado en el que un rebaño de vacas ha pasado la noche entera bailando. Lo único que tenían en común era el color amarillo de sus cabelleras.
Yo me había disculpado con Roger por mi grosería con él aquel día en Wakefield Inn, y él estuvo encantador respecto a todo el asunto. De hecho, empezó a gustarme, e incluso me alegré de que Goody lo invitara a la fiesta de los esponsales.
El festín empezó no mucho después del mediodía, y fue largo y lento, con mucha conversación y bromas entre los numerosos platos que se sirvieron. Bernard de Sézanne nos entretuvo con sus composiciones más recientes, y luego divirtió a muchos invitados interpretando parodias de canciones compuestas por mí pero con letras nuevas y salaces que hacían burla de mi vida amorosa, y de la que llevaríamos en el futuro Goody y yo juntos, dentro y fuera del dormitorio. No me quedó otro remedio que soportar aquellas obscenidades a pesar de mi nueva condición de caballero, y aunque no tenían ninguna gracia, los invitados parecieron encontrarlas mucho más divertidas de lo que en realidad me parecieron a mí.
Cuando Bernard acabó de burlarse y de provocar aplausos fáciles, se había hecho de noche. Me puse en pie, con una copa de plata llena de vino en la mano.
—Señores míos, damas y caballeros —empecé—, os suplico que ahora os unáis todos a mí bebiendo a la salud de mi hermosa prometida. Una mujer cuya belleza suprema brilla…
La puerta de la gran sala se abrió de par en par con un fuerte crujido, y una figura oscura (una mujer con una gran olla redonda en las manos) irrumpió en la estancia. Aquella figura lanzó un grito penetrante, un aullido agudo y fantasmal de rabia, miedo y locura, que hizo que todos los corazones de los presentes en la sala se detuvieran por un instante. La sorpresa me hizo sentar de golpe, como si en ese instante me hubieran cortado las piernas de pronto. Todos se volvieron hacia el umbral a mirar, y Elise, la curandera normanda, que estaba sentada en una de las mesas colocadas abajo en la sala, gritó:
—¡Es la
hag
, la
hag
de Hallamshire! ¡Dios nos proteja a todos!
Y luego se tapó la boca con las dos manos, como para impedir que saliera ningún otro sonido de ella.
La mujer vestida de negro alzó en el aire la olla, que estaba pintada de blanco y decorada con estrellas y medias lunas, y extraños animales deformes y símbolos extraños en verde y en negro. Entonces gritó:
—¡Un regalo de esponsales!
La olla, que mantenía en alto a la luz vacilante de las antorchas, fue a estrellarse en ese momento al suelo, al tiempo que la mujer daba otro aullido insoportable, ultraterreno. Estalló en la estera de juncos tendida sobre el suelo de tierra apisonada, y por entre los añicos aparecieron docenas de pequeñas criaturas aladas que volaron por el aire, bultos de piel negra peluda que chillaban y batían alas sobre nuestras cabezas, provocando que muchos invitados palidecieran y se encogieran a su paso. Y los murciélagos no fueron los únicos seres vivos que salieron de entre los pedazos de la olla rota: media docena de víboras venenosas reptaron por el suelo en busca de la oscuridad de los rincones de la sala; escarabajos, lagartos y dos ratas quedaron también en libertad al romperse aquel recipiente, y se escurrieron debajo de las mesas.
La mujer (ahora pude darme cuenta claramente de que era Nur) emitía una serie de chillidos fantasmales rítmicos, una especie de música infernal que provocaba estremecimientos en la espina dorsal. Todas las miradas en la sala estaban fijas en ella, y aquella noche su aspecto era verdaderamente aterrador. Se había blanqueado la cara con alguna especie de pasta, y se había dibujado círculos negros alrededor de los ojos para acentuar el parecido con una calavera. La zona de la nariz mutilada había sido pintada de rojo brillante, y las orejas cortadas y la sonrisa de la boca sin labios acentuaban el horror de aquella visión.
Entonces empezó a bailar; daba cabriolas, al tiempo que seguía lanzando chillidos de vez en cuando, farfullaba y saltaba enloquecida entre los pedazos de la olla rota, y su pelo de colas de rata revoloteaba delante de su cara arruinada. Todos permanecimos helados en nuestros bancos, ni un solo hombre se movió. Yo no podía apartar la vista de aquel espectáculo horrendo; estaba como sumido en algún hechizo diabólico, y no fui el único. Nadie dijo una palabra, nadie movió un músculo mientras Nur bailaba su danza de la locura y cantaba su espantosa canción en el centro de la recién reconstruida gran sala de Kirkton.