La ciudad estaba protegida por un foso profundo, lleno en sus tres cuartas partes de agua de lluvia, que se extendía por delante de un grueso muro de piedra de unos siete metros de altura. En aquel ángulo formado por los tramos oeste y norte de la muralla, al igual que en las demás esquinas de aquella ciudad cuadrada, se alzaba una torre alta y redonda con saeteras a diferentes alturas en tres lados. Supuse que las saeteras daban a una escalera de piedra en espiral, que ascendía por el interior de la torre y conducía a una habitación bien guardada en el piso alto. Estaba seguro de que el rey Ricardo estaba encerrado en una de las torres. Había una posibilidad sobre cuatro de que en ese momento me encontrara delante de la prisión de mi rey.
Desde luego, también cabía la posibilidad de que Ricardo estuviera preso en otra zona de la ciudad, tal vez en la mansión de un noble. Pero yo había trepado a varios árboles en mi camino hacia Ochsenfurt y, aparte de una gran iglesia de aspecto macizo en el centro de la ciudad, no vi ninguna otra construcción adecuada para guardar a un cautivo valioso durante varios días o semanas. Por más que las torres estuvieran en los extremos de la ciudad, sin duda habría soldados patrullando continuamente en las murallas, y la única forma de salir de cada una de aquellas torres sería sin duda una puerta con un buen cerrojo, situada en el lado interior de los muros.
No, estaba casi seguro de que Ricardo se encontraba en una de las cuatro torres. Pero ¿en cuál?
Unos diez metros a mi izquierda, el camino principal corría de este a oeste a orillas del ancho curso del río Meno, y entraba en Ochsenfurt por una sólida barbacana construida al lado de la torre. La gran puerta de madera de la ciudad, forrada de hierro para mayor seguridad, estaba atrancada. Sin duda la habían cerrado tras el toque de queda, y no la abrirían hasta el amanecer. Sobre las almenas que coronaban la barbacana, vi el resplandor amarillento de antorchas encendidas en dos o tres ventanas, y alguna que otra sombra en movimiento cuando un centinela pasaba delante de la luz. Calculé que debía de haber allí cinco o tal vez seis hombres. Y esos hombres de armas, encargados de la seguridad de Ochsenfurt, estaban despiertos y alerta. Si quería entrar en la ciudad y hablar con el rey Ricardo, tendría que cruzar a nado el foso, escalar un muro vertical de siete metros de altura, eludir a los seis centinelas o matarlos en silencio, y recorrer después el laberinto de callejas estrechas y desiertas después del toque de queda hasta localizar a mi soberano en una de las cuatro torres fuertemente custodiadas… Y hacer todo eso en una noche cerrada y sin el menor ruido. Ser capturado significaría la muerte segura, ejecutado como ladrón o, aún peor, como espía.
Le di vueltas al problema mientras masticaba el tasajo. Era imposible, concluí. No había forma de entrar en Ochsenfurt sin ser visto. Pero eso no significaba que no pudiera comunicarme con mi rey.
Las grandes puertas dobles de la barbacana estaban sólidamente atrancadas, como había podido observar. Nadie podía pasar por allí. Pero también, era muy improbable que alguien saliera por ellas. ¿Qué centinela está dispuesto a abandonar su cómodo puesto junto a un brasero, el puesto que le ha sido asignado, para aventurarse en la oscuridad? ¿Quién sabe qué extrañas criaturas infernales, demonios o brujas, pueden acechar más allá del círculo iluminado por las antorchas? Recordé a los supersticiosos aldeanos de Locksley, y sus temores por la
hag
de Hallamshire, y sonreí para mí mismo. Luego rebusqué en mi saco de espalda, y saqué mi viola de madera de manzano pulida y mi arco de crin de caballo. Era una de mis posesiones más preciadas, un regalo de mi viejo amigo y mentor musical, Bernard de Sézanne. La viola tenía unos sesenta centímetros de longitud y constaba de un mástil, en el que yo pulsaba las cuerdas, y un cuerpo redondeado con forma de mujer, que generaba su exquisito sonido. Era lo bastante ligera para llevarla sin problemas en el saco, y muy sólida.
Volví a cargar con el saco y, preparado para huir a la menor señal de alarma, empecé a afinar el instrumento haciendo el menor ruido posible. Llegaron hasta mí fragmentos de conversación desde las luces encendidas en lo alto de la barbacana, a menos de treinta metros de distancia, mientras pulsaba las cinco cuerdas y ajustaba los trastes de la cabeza del mástil de la viola. No pude oír bien lo que decían, y tampoco les hubiera podido entender, pero supe que los centinelas habían detectado mi presencia.
Entonces empecé a tocar.
♦ ♦ ♦
Mi señor Robin casi siempre había andado escaso de dinero durante la Gran Peregrinación. Desde que se puso al frente del lucrativo comercio del incienso, todo había cambiado radicalmente, por supuesto, pero la mayor parte del tiempo no había podido contar con la cantidad de plata suficiente para cumplir con sus obligaciones de general de casi cuatrocientos hombres de armas. Y la culpa la había tenido el rey Ricardo. Mi soberano había prometido a Robert de Locksley una determinada cantidad a cambio de la promesa de Robin de ir a la guerra, llevando consigo a sus temibles arqueros galeses. Por desgracia, como suele ocurrir con los hombres muy ricos, y en particular con los reyes, Ricardo había retrasado mucho el pago de su deuda con mi señor, y Robin se había visto sometido a una gran escasez de fondos.
Con la intención de ayudar a Robin, aproveché una oportunidad en que compuse música para Ricardo, y le recordé al rey su deuda con mi señor. Los dos entablamos una especie de duelo musical: yo había cantado una estrofa en la que sugería que Ricardo debía pagar sin más retraso, y Ricardo me respondió con otra en la que me reprochaba mi impertinencia. Todo se desarrolló en un ambiente de broma y buen humor, pero el resultado fue que Robin recibió una parte de la plata que se le debía, y que Ricardo y yo acabamos disfrutando de algún que otro encuentro para componer canciones.
Aquella noche oscura, sentado sobre la tierra fría a poco más de treinta metros de la barbacana de la puerta principal de Ochsenfurt, toqué la música que acompañaba la canción que Ricardo y yo compusimos a dúo. Era una melodía sencilla y característica, que se repetía dos veces y luego desplegaba algunas variaciones en el tercer y el cuarto verso, para retornar finalmente a la línea melódica principal. Toqué las notas iniciales, y canté:
Mi alegría me invita a cantar
en esta dulce estación…
Pulsé las cuerdas siguientes, y continué:
… y el corazón generoso replica
que es bueno sentir de este modo.
Ahí me detuve y escuché. Se alzaron voces en lo alto de la barbacana, y algunos gritos preguntando algo incomprensible, pero intenté dejarlos en segundo plano. Aguzaba el oído para oír si mi soberano Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, duque de Normandía y de Aquitania, conde de Anjou y de Poitiers, se unía a mi cantar desde el interior de la celda de su prisión. Si los guardianes de la barbacana habían podido oírme, estaba seguro de que cualquiera que estuviera preso en la torre vecina podría oírme también.
Esperé lo que me pareció un instante eterno. Apareció una sombra. Silueteado contra las almenas que remataban la puerta, vi a un hombre de armas de pie, con una antorcha encendida en la mano, escrutando la oscuridad. Pero mantuve la calma. Dudaba de que salieran a buscarme, e incluso si lo hacían tendría tiempo de sobra de escapar antes de que me atraparan. El hombre de las almenas volvió la cabeza y habló con alguien situado a su espalda. Luego fijó la antorcha en un blandón cercano, y volvió al calor del cuerpo de guardia. «Una vez más —pensé yo—, sólo una vez más, y me iré».
Pasé el arco por las cuerdas de la viola, y volví a cantar la primera estrofa de «Mi alegría». Hubo más gritos en el cuerpo de guardia, y esta vez aparecieron dos hombres en las almenas, con antorchas encendidas. Como yo no había recibido la respuesta que esperaba, retrocedí en la oscuridad y dejé que los centinelas gritaran sus irritadas amenazas a la noche desierta.
Caminé hacia el sur, alejándome del río y cuidando de apartarme un trecho del muro de la ciudad y el foso lleno de agua, pero sin perderlos de vista en ningún momento. No sólo en la barbacana había centinelas bien despiertos; por los cuatro muros de la ciudad patrullaban también soldados, que parecían tomarse su trabajo a conciencia. Pero en el ángulo sudoeste de Ochsenfurt no había concentrados tantos hombres cuando llegué allí momentos más tarde; encontré un lugar adecuado, detrás de un arbusto, desde el que observar la segunda torre: los gritos de los guardias de la barbacana habían alertado a un solo hombre, que corría por la sección oeste de la muralla de la ciudad; le había visto trotar en dirección opuesta al acercarme a la segunda torre.
Algo me alarmó: creí oír un ruido extraño a mis espaldas; un rumor de ramas rotas y hojas aplastadas, como si un animal de gran tamaño se moviera pesadamente por el sotobosque. Cuando me detuve a escuchar, el ruido también paró. Un escalofrío de miedo ancestral recorrió mi cuerpo, la noción de que había algo ahí fuera, detrás de mí, en las tinieblas, algo malévolo. Bostecé para calmar mis nervios, y me dije a mí mismo que debía tener más ánimo. Lo más probable es que se tratara de un jabalí o un ciervo que merodeara por aquellos ricos campos de labranza en busca de comida; o quizás una vaca soñolienta que se había movido en la oscuridad alertada por mi presencia.
La segunda torre, en el ángulo sudoeste de la ciudad, parecía vacía. No se veía ni una chispa de luz; tampoco ningún movimiento. Esperé tal vez un cuarto de hora, acurrucado detrás de mi arbusto, y entonces me erguí, pulsé la primera cuerda y canté la primera estrofa de «Mi alegría». Nada. No hubo respuesta desde la torre, y tampoco gritos furiosos de alarma de los guardias. Probé con la segunda estrofa:
Mi corazón me ordena amar
a mi dulce señora, y mi alegría al hacerlo
es en sí misma una generosa recompensa.
Nada, una vez más. La segunda estrofa había sido compuesta por el propio rey Ricardo, y era una réplica ingeniosa a mi primera estrofa, porque utilizaba muchas de sus mismas palabras para dar un sentido diferente a los versos. Ricardo se había sentido justificadamente orgulloso de su composición. Dudo mucho que la hubiera olvidado. Pero: nada, sin respuesta. De modo que volví a guardar el arco y la viola en el saco de espalda, y empecé a caminar en dirección este, hacia la tercera torre.
La aproximación al lugar de mi tercera actuación fue más fácil que las dos anteriores porque, al sur de Ochsenfurt, se alzaba un pequeño bosque que me permitió acercarme sin ser descubierto hasta un lugar muy próximo a la muralla. La tercera torre parecía tan poco prometedora como la segunda; no había guardias a la vista ni un solo resquicio de luz. Me pregunté si había cometido un error: tal vez Ricardo no estuviera encerrado en ninguna de aquellas fortificaciones altas y circulares; tal vez ni siquiera se encontraba en Ochsenfurt. Quizás había sido trasladado de nuevo a otra ciudad cualquiera. ¿Estaba desperdiciando la noche, cuando podía estar acurrucado en el heno cálido del establo oyendo los ronquidos de Hanno?
Saqué mi viola, con una sensación de desánimo, y, sin más preámbulos, canté una vez más la primera estrofa. De nuevo no obtuve respuesta; no se oyó el menor ruido: ni guardias ni rey. Sin esperanza, empecé a cantar a toda prisa la segunda estrofa, la que había compuesto Ricardo. Y entonces ocurrió.
Apareció una luz en una ventana estrecha en lo alto de la torre; una chispa de esperanza. Dejé de cantar, aturdido. «No puede ser, no puede ser…»
Se oyó una voz: no fuerte ni especialmente entonada, la voz de alguien que acaba de despertarse… Pero familiar, muy familiar, y que hizo que la piel de todo mi cuerpo se erizara como la de un ganso desplumado. La voz cantó:
Un señor tiene una obligación
mayor que el propio amor
y es recompensar con generosidad
al caballero que le sirve bien.
Era Ricardo. Había encontrado a mi rey. Y él recordaba, estaba cantando la estrofa que yo compuse tiempo atrás, para recordarle su deuda con Robin.
Brotaron lágrimas de mis ojos mientras pulsaba las cuerdas de la viola para la estrofa final: y canté al unísono con mi señor, mi capitán, mi rey, y su voz fue tomando más y más fuerza a cada nota.
Un caballero que con tanta dulzura
canta las obligaciones para con su noble señor, conoce demasiado bien las virtudes
de los modos corteses, para así contradecirlas.
Cuando terminamos, se produjo un largo silencio. Sentía mi garganta demasiado oprimida para hablar. Por fin, vi una cara pálida en la ventana de lo alto de la torre, y una voz regia me llamó:
—Blondel, Blondel, ¿de verdad eres tú? ¿O eres un fantasma nocturno enviado para regocijarse en mi desgracia?
—Soy yo, sire. Soy Alan Dale. De verdad soy yo, y nosotros, yo mismo y mis señores abades Boxley y Robertsbridge, hemos venido a conseguir vuestra libertad. Tened ánimo, señor, vuestros amigos están muy cerca.
En ese momento, vi un destello fugaz con el rabillo del ojo. Por puro instinto, di medio paso atrás en el instante en que la hoja de acero de una espada pasaba rozando mi rostro a un cuarto de pulgada. De haber alcanzado el golpe su objetivo, me habría partido el cráneo en dos y matado con toda seguridad. Pero, Dios sea loado, yo era joven entonces, y muy ágil. Me agazapé y volví contra mi atacante con sólo una frágil viola de madera en las manos. Era un hombre alto y muy flaco, unos quince centímetros más alto que yo, y tampoco él era lento. De pronto, supe quién era. Era el hombre al que había visto junto al fuego con Ralph Murdac, en el sitio de Kirkton, hacía seis meses. No tuve tiempo de sacar la misericordia, pero mi amado instrumento musical me bastó para parar el golpe siguiente, una estocada a fondo hacia mi corazón. ¡Por Dios, era rápido! Sujetando el instrumento por el mástil, con la caja sonora hacia mi enemigo, atajé y desvié su espada cuando avanzaba centelleante hacia mí. ¡Y qué espada! Una hoja larga y delgada, engastada en oro, una guarda decorada con hebras de plata y una gran joya azul, un zafiro, supuse, engastado en un anillo en el centro de la empuñadura de plata. Vi todo eso en un instante, y al mismo tiempo mi viola se movió arriba y a la derecha y apartó aquella arma magnífica de mi cuerpo. Respondí por instinto; horas y horas de entrenamiento en la esgrima. Y de haber sido la viola una espada, mi contra le habría matado. Tal como fueron las cosas, el extremo chato del cuerpo redondeado de mi viola le golpeó en la cara con fuerza bastante para aplastarle la nariz y hacerle retroceder tambaleante. Me agaché para sacar la misericordia de su funda en mi bota; para un asunto como éste necesitaba acero, no madera frágil. Él parecía furioso y sorprendido, mientras los dos nos movíamos en círculo el uno frente al otro. Yo vigilaba el brazo de la espada, a la espera del movimiento siguiente, e intentaba no pensar en la mucho que deseaba poseer aquella hermosa hoja. Pero en el fondo de mi cerebro se agitaba otra señal de alerta: una que no conseguí descifrar en aquel instante.