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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (18 page)

BOOK: El hombre del rey
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Entonces, el maestre tomó nuevamente la palabra:

—Hemos oído hoy muchos testimonios sobre si Robert de Locksley es o no un hereje y un adorador del demonio. Debemos descartar el testimonio del villano John, dado que este tribunal sospecha que puede haber sido torturado. Pero creo que hemos oído bastante. Escucharemos sólo a un testigo más en este asunto, y luego dictaremos sentencia. —Hizo una pausa, y echó una breve ojeada al pergamino que tenía en la mano—. Sir Aymeric, llamad a vuestro último testigo —dijo el maestre.

Aymeric de Saint Maur se adelantó hasta el centro de la iglesia. Con voz fuerte y sonora anunció:

—Llamo a Alan de Westbury a comparecer.

Y mi corazón se heló.

No tengo memoria de haber dado los diez pasos que me separaban del centro de la iglesia y el lugar que ocupé al lado de sir Aymeric. Pero sí recuerdo con toda claridad la intensidad de la mirada inyectada en sangre del maestre y sus palabras siguientes:

—¿Juráis por Dios Todopoderoso, por la Virgen y por todos los santos, que vais a decir la verdad este día, en la conciencia de que, si pronunciáis falsedades, Dios Nuestro Señor os fulminará por blasfemo y vuestra alma arderá en el infierno?

Sentí la boca seca, y mi lengua parecía haber crecido en la boca hasta el doble de su tamaño normal. Murmuré algo, el maestre me ordenó irritado que hablara más alto, y me encontré realizando un juramento solemne de que iba a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Robin estaba sentado a mi espalda, y ese hecho me alivió. No me vería obligado a mirarle a los ojos.

Sir Aymeric estaba de pie a dos pasos de mí, a mi izquierda: esperó hasta haber atraído mi atención, y entonces me hizo la pregunta fatídica:

—¿Fuisteis testigo de la ocasión en que vuestro señor Robin Hood, ahora titulado conde de Locksley, tomó parte en una ceremonia diabólica por la Pascua de hace cuatro años, en el curso de la cual un soldado vivo llamado Piers fue sacrificado a un falso dios? Responded simplemente sí o no. Y recordad que os encontráis bajo juramento de decir la verdad en este recinto sagrado, y ante la mirada de Dios Todopoderoso que todo lo ve.

No pude hablar. Mi boca parecía cerrada con cola de carpintero; los músculos de mi mandíbula estaban rígidos.

El maestre estalló:

—¡Contestad la pregunta de una vez!

Y me encontré a mí mismo murmurando:

—Sí.

—Más alto —dijo el maestre—. Hablad más alto, Alan de Westbury, de forma que todo el mundo pueda oíros.

Sir Aymeric de Saint Maur me miraba y sonreía como un zorro que ha encontrado un agujero por el que colarse dentro del corral de las gallinas.

—Sí —repetí—. Sí, fui testigo de la participación de mi señor en un ritual sangriento, una ceremonia durante la cual un hombre vivo fue sacrificado a un demonio, por la Pascua, en Sherwood, hace cuatro años.

El caos se apoderó de la iglesia; un gran coro de voces que gritaban y de hombres que se removían en sus asientos. Quise volverme y mirar a Robin, pero descubrí que no podía mover ni mis hombros ni mi cuello.

Oí los graznidos sonoros del príncipe Juan:

—¡Culpable! ¡Culpable, por Dios! Condenado por la boca de su propio vasallo. Yo digo que es culpable. ¡A la pira con ese criminal! ¡Quemadlo ahora mismo!

Luego el maestre gritó pidiendo silencio, mientras yo seguía allí, paralizado por lo que acababa de hacer.

Por fin se hizo el silencio, y oí a duras penas decir al maestre:

—Creo que hemos oído bastante… ¿Qué decís vosotros, asistentes?

Yo seguía inmóvil, de pie delante del maestre del Temple, con las manos colgando a los costados, mientras él conferenciaba con sus asistentes. Con la mirada fija en el suelo y la mente nublada por el remordimiento, le oí decir:

—Este tribunal de la Inquisición ha encontrado a Robert Odo, conde de Locksley, culpable de todos los cargos. Desde este lugar, será conducido prisionero a la cripta del Temple, y en el plazo de tres días, al alba, será entregado al fuego purificador que lo limpiará de sus negras iniquidades. Dios se apiade de su alma.

Por fin conseguí volver la cabeza y mirar a Robin. Mi señor estaba ahora de pie, con cuatro sargentos templarios a su alrededor mientras otro le ataba las manos al frente. Sus ojos plateados me dirigieron una mirada tan feroz que casi me eché atrás, como empujado por una poderosa ráfaga de viento. Me miró durante un momento largo, muy largo, y luego pronunció una sola palabra… Una palabra terrible, dicha en voz alta y tan clara que todos los presentes en la iglesia pudieron oírla; una palabra cargada de desprecio y de odio. Luego los sargentos se lo llevaron hacia la cripta. La palabra siguió resonando en mis oídos, y puedo oírla todavía, más de cuarenta años después. La palabra era… «¡Judas!».

Segunda parte
Capítulo VIII

E
n Westbury estamos ahora tan atareados como las abejas de un panal. Junio está ya mediado, el tiempo es soleado y, por nuestros amplios cielos azules del Nottinghamshire, apenas aparece alguna nube solitaria. Es el tiempo de esquilar a mis ovejas, y la forja del herrero se ha ocupado de confeccionar nuevas tijeras de esquileo de aspecto maligno, y de afilar las antiguas. Con el calor, las bestias están incómodas cargadas con su pelaje invernal, y sin duda les hacemos un favor al esquilarlas. También para mí es una bendición, porque el precio de la lana ha subido mucho en los últimos años, y cuento con sacar una bonita suma de esos copos grises y grasientos. Además, en poco menos de una semana enviaré a las cuadrillas de segadores a cosechar, para luego poner a secar los largos tallos de hierba, hacer gavillas y almacenar el heno como pienso de invierno para mi ganado.

Osric está enfrascado en esos trabajos; él supervisará el esquileo de las ovejas y el empaquetado de la lana, e inspeccionará los prados después de la siega del heno. De hecho, todos tenemos asignadas tareas en esta época, incluido yo mismo. Pero a pesar de que son tantas las cosas por hacer, me he asignado a mí mismo una tarea extra: he decidido vigilar a Osric desde las sombras, en silencio, continuamente, empleando todas las técnicas de espionaje y acecho que me enseñó Hanno hace tanto tiempo. Me propongo sorprenderle en alguna fechoría y denunciarlo ante la viuda de mi hijo, Marie. Entonces, y sólo entonces, podré librarme de él. La preocupación no me deja dormir por las noches ahora, y sigo estando seguro de que se propone matarme, pero no tengo pruebas, y necesito pruebas para demostrar a Marie que se ha casado con un monstruo.

Seguramente sólo la suerte me ha permitido sobrevivir tanto tiempo. Ahora ha llegado el momento de actuar. De modo que vigilaré a Osric, y lo vigilaré a conciencia. Sé que su malicia no es un capricho de mi imaginación. La otra noche, hará una semana de eso, le vi añadir un pellizco de polvo blanco a mi bol de sopa servido en la mesa: un veneno lento, sin duda, del tipo de los que oí hablar en mis viajes a Oriente. Marie me trae la sopa a mi habitación estos días, porque trabajo mucho tiempo de noche en escribir estas páginas a la luz de una vela de cera de abeja. Una extravagancia, lo sé, pero siento dentro de mí una urgencia muy grande. Tengo una premonición de mi propia muerte, y quiero acabar mi historia antes de que caiga sobre mí alguna desgracia.

Tuve la suerte de descubrir a Osric en el acto de envenenar mi sopa. Un mozo me había llamado para que viera a un caballo enfermo en los establos, y volvía cruzando la sala hacia mi habitación cuando vi a ese individuo de cara de topo vertiendo su infernal polvo blanco en el bol. Me enfrenté a él, desde luego, de inmediato y a gritos, y el canalla tuvo la cara dura de decir que sólo era sal lo que añadía a mi cena, para dar sabor al caldo. Mentira, por supuesto, lo vi en el rubor de su cara, ¿desde cuándo un administrador tan ocupado se encarga de echar sal en la comida de su señor? Arrojé el bol al suelo sin probar su contenido, y di órdenes a los criados de que no se permitiera a Osric acercarse a ningún plato destinado a mi mesa.

Y sin embargo, en parte desearía no haberme enfrentado a él de forma tan abierta, y más aún no haberle acusado con tanta furia de querer envenenarme. Enseñé mis cartas, y eso ha hecho que se pusiera en guardia. Llevo observándole dos semanas desde entonces; le sigo a caballo cuando va a los campos o a la aldea de Westbury, y lo observo a lo largo del día, de todos los minutos del día, desde un taburete colocado a la sombra delante de la fachada de la casa. A veces intento sorprenderlo apareciendo por sorpresa cuando él está fuera de la vista de todos, en una dependencia de la mansión, por ejemplo. Y muchas veces noto en él un sobresalto culpable cuando me ve aparecer detrás de una puerta como un conejo saliendo de su madriguera. Pero no he conseguido atraparlo in fraganti, aún no. Lo cierto es que actúa casi siempre con la inocencia de un cordero, y se dedica a sus asuntos como si no tuviera otro objetivo en el mundo. Sin duda eso prueba la diabólica astucia de ese hombre.

Todas las noches rezo a Dios Todopoderoso para que aparte de mí un poco más de tiempo la malicia de Osric, y me dé así la oportunidad de acabar este manuscrito, y con él mi historia de Robert de Locksley, de Little John, de Marian, Goody, Tuck, Hanno, del buen rey Ricardo y de mí mismo. Porque temo que me haya sido asignado poco tiempo ya en esta tierra, y es mucho, mucho, lo que me queda aún por contar.

♦ ♦ ♦

La lluvia caía de un cielo negro, derramándose en rachas sucesivas que martilleaban la superficie del río y salpicaban los tableros oscuros de nuestra barcaza en una serie continua de pequeñas explosiones. Todos nos sentíamos mojados y a disgusto, Hanno, yo mismo y los cuatro jóvenes monjes cistercienses ingleses, que nos apiñábamos bajo un toldo encerado sujeto a la proa de la larga barcaza, con la capucha bajada o el gorro calado, observando ceñudos el desfile a lo largo de la orilla, invariable hora tras hora, de las colinas boscosas y empapadas de Alemania.

Los abades de Boxley y Robertsbridge, como correspondía a su rango superior, se habían refugiado en el cuadrado camarote de madera de la popa del barco. Allí estaban secos, protegidos de la lluvia y de la humedad del río, pero a cambio sufrían el fuerte hedor a pescado podrido que ascendía de la sentina. Como yo era el jefe de la expedición, podría haber insistido en compartir aquel cajón de pescado con los abades, pero encontraba escolásticas y aburridas sus conversaciones en latín y, para ser sincero, prefería estar en la proa de la barcaza con Hanno. Por lo menos desde allí podía ver lo que ocurría más allá de cada curva de la corriente. Aún no había olvidado el desastroso ataque de los piratas del río en Londres; aquí, a muchos centenares de kilómetros del hogar, mientras remontábamos el río Meno, al norte de Baviera, sentía que podía ocurrir cualquier cosa.

El patrón de la barcaza, una nave de fondo plano, de unos 25 metros de largo por seis de ancho, con un solo mástil y una gran vela cuadrada de un color rojizo sucio, era un hombre llamado Adam. Era un londinense robusto, con el cabello rubio y los ojos azules de un noruego, que llevaba diez años o más comerciando por estos ríos. Además, era tío de Perkin. Mi amigo el barquero pelirrojo también nos acompañaba; se había repuesto de las heridas sufridas durante el ataque de los piratas del Támesis y, en lugar de echarme a mí la culpa de los golpes recibidos por los secuestradores del pequeño Hugh, se sentía culpable por el hecho de que mi grupo hubiera sido atacado cuando estaba bajo su responsabilidad, embarcado en su bote. Yo le felicité por su buen desempeño en la pelea, y le regalé una espada corta de excelente forja; ahora, en estas tierras extrañas y peligrosas, la llevaba consigo todo el tiempo.

No podía ver en ese momento a Perkin porque se encontraba en la popa, por encima del camarote de los abades, manejando el timón para tomar una bordada que había de llevarnos hasta una curva del río. Allí, Adam y él empujarían el timón sin maniobras demasiado bruscas y, al girar la pala, la vela roja se hincharía y restallaría brevemente, y nos encontraríamos en un rumbo nuevo que nos dirigiría en diagonal hacia la otra orilla del río. De ese modo, en una serie interminable de largos zigzags, íbamos remontando los grandes ríos de Alemania. Cuando no teníamos vientos favorables, Perkin y Adam, ayudados a veces por los cuatro monjes, hacían avanzar la barcaza con pértigas en las aguas someras próximas a las orillas. Y cuando era necesario, Hanno y yo mismo nos uníamos a los monjes para manejar los seis largos remos de madera de pino que llevábamos a bordo, y empleábamos nuestros músculos en hacer avanzar despacio el barco contra la corriente, adentrándonos más y más en el corazón del Sacro Imperio romano, la guarida de los enemigos del rey.

Perkin había arreglado las cosas para que yo contratara a Adam para este viaje, aunque la plata que yo le pagaba no era mía, sino que provenía del cofre del tesoro privado de Leonor de Aquitania. La reina me había dado también una generosa cantidad de monedas destinadas a pagar los peajes de los ríos y cubrir los gastos del largo viaje. Se mostró comprensiblemente fría conmigo cuando fui a verla al palacio de Westminster, apenas dos horas después del juicio contra Robin. La reina quería mucho a mi señor, y era evidente que le habían llegado ya las nuevas de mi traición. Fuera como fuese, no mencionó en ningún momento aquel asunto, y yo no me encontraba en la situación idónea para hablar de forma racional de lo ocurrido, de modo que nuestra discusión se limitó a los azares del viaje y a las dificultades que debería afrontar antes de descubrir dónde se hallaba su hijo. La charla fue breve; a su conclusión, ella me tendió una bolsa repleta y me aconsejó que reuniera a mis dos abades con su séquito de monjes y partiéramos con la mayor rapidez posible hacia Alemania. Eso me convenía, y yo no tenía el menor deseo de quedarme mucho tiempo en Inglaterra: la palabra «¡Judas!» todavía resonaba en mis oídos, y me perseguía la imagen de las dos cabezas en descomposición clavadas sobre las puertas de Kirkton y picoteadas por los pájaros, a las que culpaba de habernos echado una maldición a nuestra partida, pocas semanas atrás. Intenté no pensar en Robin, ni en su triste destino a manos de los templarios. Así pues, a la luz grisácea del amanecer, un día después de que Robin fuera sentenciado a morir en la hoguera, mi compañía y yo nos deslizamos aguas abajo por el Támesis en la gran barcaza de vela de Adam,
El Cuervo
, en dirección a alta mar, con el fin de empezar nuestra búsqueda del rey Ricardo.

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