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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (38 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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No. Eso no. Nunca. No olvidarás esto, igual que Don nunca podría olvidar a su hija. Me recordará. Y yo lo sentiré. Sabré que fui conocida, que soy conocida. Que alguien me guarda en su corazón.

Si pudiera haber llorado, lo habría hecho. En cambio, dejó que la lluvia llorara por ella, chorreando por el costado de la casa, más y más rápida. Dejó que el viento sollozara por ella, latiendo contra la casa, ráfaga tras ráfaga.

Y todo el tiempo miró. Miró a Don dormir. Miró la calle de fuera.

Medianoche. Un Saturn pasó lentamente. Ella lo advirtió. Cuando pasó de largo, casi lo ignoró.

Pero aparcó más adelante en la manzana. Justo al otro lado del barranco. Bajó una mujer. Una sombra tenue en la lluvia. Habían pasado años, pero Sylvie reconoció la forma de andar. Era Lissy. Había venido.

Cruzó el puente sobre el barranco. Miró a ambos lados. ¿No había testigos? Si supiera… Escaló la pequeña verja. Bajó la pendiente enfangada. Sylvie la perdió de vista, pero no importaba. No llegaría a la casa por allí.

En efecto, diez minutos más tarde, ahora que llovía con mucha más intensidad, una lluvia fría, la mujer salió del barranco, despeinada y llena de barro, resbalando. Todavía sostenía aquel bolso, agarraba aquel bolso. Allí era donde estaba la pistola, Sylvie lo sabía.

Sylvie se deslizó escaleras arriba hasta donde Don dormía. ¿Cuántas horas había dormido ya? Estaba tan cansado. Odiaba tener que despertarlo, pero lo había prometido.

—Don —dijo—. Don, ella está aquí.

Pero él no la oyó. No se agitó.

¿Tanto sueño tenía? Ella trató de sacudirlo, pero su mano desapareció dentro del cuerpo de él. Durante un momento sintió latir su corazón, luego retiró la mano. No podía sacudirlo.

—Don —dijo, asustada. Pero esta vez, cuando habló, advirtió que su voz era muy débil ahora, casi perdida contra el sonido del viento fuera de la casa, la lluvia contra las ventanas y paredes.

—¡Don! —gritó, chilló. Pero él sólo se dio la vuelta, probablemente incorporando su voz a su sueño.

Muy bien, pues. ¿Qué podía hacer? Había intentado mantener su promesa. Pero era mejor así, lo sabía desde que él le dijo que Lissy iba a venir. Esto era entre ella y su antigua compañera. Don era el catalizador, pero no la causa ni la solución. Ella se encargaría. Le quedaban suficiente voz y sustancia para eso. ¿No?

Voló al espejo del cuarto de baño. Podía ver la pared de detrás, sí, pero todavía estaba allí, todavía era visible.

Bajó las escaleras justo cuando Lissy llegaba a la puerta principal. Lissy sacudió el pomo. Sylvie rodeó la esquina hasta el hueco de la escalera. Entonces hizo que la casa descorriera el cerrojo. Que abriera la puerta. Chirrió al abrirse porque ella quiso que chirriara. Juguemos un poquito a la casa encantada, pensó. Démosle a Lissy el espectáculo completo.

Lissy entró con la mano metida en el bolso. Empuñando la pistola, por supuesto. No había ninguna luz encendida en la casa, pero las hojas de los árboles ya no obstruían la farola, y la lluvia hacía poco por bloquear la luz. Así que Lissy podía ver, pero no bien, y las sombras eran densas y negras.

Sylvie vio cómo Lissy recorría sigilosamente el apartamento sur primero, comprobando cada habitación. No había nadie allí, claro, sólo las herramientas de Don repartidas por la sala de estar, donde las había puesto mientras terminaba el salón de baile. Cinco minutos, y luego volvió al vestíbulo, y contempló las escaleras.

No quiero que subas ahí, pensó Sylvie.

Así que hizo que la lámpara del salón de baile se encendiera sola.

De inmediato Lissy entró en el salón, la pistola fuera del bolso, desnuda, expuesta. Había saña asesina en su rostro. Pero no vio a Sylvie en el hueco en sombras. La enormidad del salón atrajo su mirada. Llegó hasta el centro, miró asombrada a su alrededor. Nunca había imaginado que hubiera un espacio como éste oculto en su estrecho apartamento.

Sylvie habló en voz alta. Le pareció que gritaba, pero tenía que asegurarse de que Lissy podía oírla por encima del ruido de la tormenta en el exterior.

—No es del todo como lo recordabas, ¿eh?

De inmediato Lissy se giró y disparó sin mirar siquiera quién era, o si ella estaba armada. Sigues siendo una asesina, ¿eh, Lissy?

La bala pasó a través de Sylvie y se alojó en la madera tras ella. La notó con su sentido de la casa, y hubo una vaga sensación de calor en su propio cuerpo de sombra mientras la bala pasaba, pero eso fue todo. Sylvie se rió de la futilidad del arma de Lissy y se puso en pie y salió a la luz.

—Ouch —dijo.

Oh, qué agradable fue ver cómo los ojos de Lissy se abrían de par en par. Verla retroceder, empuñando la pistola como si fuera un crucifijo para espantar a un vampiro en una vieja película de terror. Miedo, eso fue lo que Sylvie vio en los ojos de Lissy. Miedo y… ¿podía ser? Vergüenza. ¿Culpa? ¿Podía sentir aún culpa? ¿Era ésa la receta que la atraparía aquí?

—Sylvie —dijo Lissy.

—Oh, pero si creía que ése era tu nombre ahora —dijo Sylvie—. Creía que era el nombre con el que te conocían, allá en Providence.

—El hombre que me llamó. ¿Dónde está?

—Tu cita fue siempre conmigo —dijo Sylvie. Se acercó a Lissy. Recordó que no debería tocarla, pero ni siquiera estaba cerca todavía. Y la confusión de Lissy era deliciosa. Lissy nunca se había sentido confusa. Siempre tan segura de sí misma. Finalmente aquí tenía algo que no sabía manejar.

—Aléjate de mí —dijo, llena de pánico.

Ahora la pistola no era un talismán. Se convirtió de nuevo en un arma. Disparó. Otra vez, otra vez más. Sylvie sintió las balas atravesar el centro de su pecho.

—Buena puntería —dijo Sylvie—. Pero demasiado tarde. Ya me mataste todo lo que es posible.

Eso no era cierto del todo. Pronto Sylvie estaría más muerta aún. Bueno, no le daría a Lissy la satisfacción de saberlo.

—No pretendía matarte —dijo Lissy.

—Claro, lo sé —contestó Sylvie con su voz más comprensiva—. Te caíste accidentalmente sobre mi garganta y la apretaste accidentalmente hasta que dejé de patalear y agarrarme a ti y luego accidentalmente seguiste apretando hasta que morí. Estas cosas pasan.

—¡Tú me golpeaste primero! —chilló Lissy—. ¡Con una piedra!

—Pero no te maté, ¿no?

—Fui mejor que tú, ¿y qué? Siempre fui mejor en todo.

Allí estaba, la vieja Lissy. Lissy furiosa, burlándose de Sylvie, haciéndola dudar de su propia habilidad. Pero Sylvie sabía mucho más ahora, sabía que Lissy era un parásito que sorbía la vida a la gente que la rodeaba.

—¿Cuánto duró mi trabajo en Providence? —preguntó Sylvie—. Apuesto a que no tardaron mucho en darse cuenta de que no valías. No parecías la misma persona que escribió aquella tesis.

—¿Quién necesita un trabajo así? —replicó Lissy—. Era sólo para ir tirando. No podía vivir con un salario de mierda como aquél de todas formas. Ese dinero sólo valía para la vida de monjita que tú llevabas.

Lissy se dirigía al fondo del salón de baile, mirando hacia la puerta por si había alguien allí. Temía una trampa, porque era lo que ella habría hecho.

Bueno, no había trampa ninguna. Pero tampoco iba a salir por allí. Justo cuando Lissy echó a correr hacia la puerta de la cocina, Sylvie recurrió a la casa y se la cerró en la cara. Lissy chilló y cayó contra la puerta, y luego se dio media vuelta y volvió a disparar la pistola. Esta vez fue a lo loco. La bala se clavó en el techo donde solía colgar la lámpara de araña.

Sylvie sintió las pisadas en el techo antes de poder oír el sonido. Don estaba despierto. Los disparos habían conseguido lo que no había podido su vocecita. Y ahora bajaba corriendo las escaleras para encontrarse con el arma de Lissy.

—¡Ahí está! —exclamó Lissy.

—Esto es entre tú y yo —dijo Sylvie.

Lissy la ignoró y atravesó corriendo el salón de baile, dirigiéndose a la entrada, hacia la escalera. No. Sylvie voló hacia el pasillo entre el salón y la entrada y giró varias veces llena de furia, tratando de hacer un buen alarde que asustara a Lissy, que la hiciera retroceder.

—¡Has cometido tu último asesinato, Lissy! —gritó.

—¡Yo soy Sylvie ahora! ¡Yo! —respondió Lissy. Hablaba con desdén, pero Sylvie pudo ver que también estaba asustada—. Apártate de mi camino.

—No voy a apartarme —dijo Sylvie—. Estaré en tu camino para siempre.

Sylvie pudo ver ahora cómo Lissy se detenía y recurría a las bravatas para ocultar su miedo.

—No tienes que apartarte. No eres nada. Puedo atravesarte.

Sylvie retrocedió, extendiendo una mano para repeler a Lissy mientras ésta avanzaba un paso hacia ella. Lissy dio un manotazo con la mano izquierda, la que no empuñaba la pistola, para apartar la mano de Sylvie.

Tendría que haberlo visto venir, tendría que haberlo esquivado. Sabía que no debía permitir que Lissy la tocara. Pero en el momento en que la mano entró en contacto con ella, no pareció la mano de otra persona. Pareció su propia mano. Su propia esencia. La habitación giró como loca, y entonces todo cambió. Sylvie estaba mirando de nuevo a través de unos ojos, ojos de verdad. Ojos que parpadeaban, que se ensanchaban de pánico.

Pero había algo que la asfixiaba. Algo que interfería con los latidos de su corazón. Había dentro de su cuerpo, con ella, algo que no tenía derecho a estar allí, que intentaba controlarla, gritándole aunque no emitía ningún sonido porque Sylvie controlaba los pulmones, la garganta, la lengua, los labios, los dientes.

Éste es mi cuerpo. Sylvie lo sentía, lo sabía en lo más profundo. Y el cuerpo lo supo también. Sylvie Delaney, ése era el nombre de su cuerpo, ésa era quien era esta mujer. La otra era una desconocida, con otro nombre, que pertenecía a otro lugar. Toda el alma llamada Sylvie Delaney rechazó a la intrusa. Y sin decirlo, sin siquiera pretenderlo a nivel consciente, Sylvie le gritó en silencio: ¡Márchate! Y le dio un pequeño empujón.

Un pequeño empujón a un nivel que no podía comprender ni sentir con la carne, un pequeño empujón y de pronto estuvo sola en este cuerpo, la deliciosa carne que vivía y respiraba, esta piel, este músculo, estos órganos, este corazón palpitante. Estas manos que empuñaban un arma, este rostro por el que corría el sudor, este pelo enmarañado alrededor de su cara, su cuello. Estas ropas que se ceñían, tiraban, se deslizaban por su piel cuando se movía. Esta vida, esta vida renacida.

Don oyó el primer disparo, pero fue parte de su sueño. Los tres siguientes también estaban en su sueño, pero lo despertaron. Abrió los ojos y prestó atención, pero no escuchó nada. Y entonces lo hizo. Voces abajo. Pies que corrían. Una puerta que se cerraba. Otro disparo. Se levantó de la cama y echó a correr. Oyó las voces con más claridad ahora. Alguien corría en el salón de baile. Y pensó: Ella tiene una pistola. ¿Qué voy a hacer, bajar las escaleras y morir?

Corrió escaleras abajo tan rápido como pudo, sabiendo que lo oían, ¿pero qué podía hacer al respecto? Pudo oír su conversación.

—No voy a apartarme —decía Sylvie.

Don rodeó la esquina de la sala sur, donde estaban sus herramientas. Le habría venido bien usar la palanca grande como arma.

—Estaré en tu camino para siempre —decía Sylvie.

La palanqueta más pequeña que usaba para arrancar el pladur y el yeso tendría que valer. Lo cierto era que ninguna herramienta valdría gran cosa contra un arma de fuego, pero era su única posibilidad. Si se acercaba sin que lo viera, tal vez podría darle un golpe antes de que tuviera tiempo de disparar. El golpe adecuado, y la pistola nunca volvería a disparar.

Volvió a rodear la esquina, caminó de puntillas tan rápido como pudo para cruzar la entrada, se asomó al salón. Sylvie estaba de espaldas a él, bloqueándole el paso a Lissy, que pistola en mano se detenía y cubría su miedo con una máscara de desdén. Don tuvo tiempo de advertir cuánto se parecían ambas, y sin embargo cuánto se diferenciaban. Qué ajada y cansada del mundo parecía Lissy comparada con la fresca belleza, la gracilidad inmaculada del espíritu de Sylvie.

—No tienes que apartarte —dijo Lissy—. No eres nada. Puedo atravesarte.

Dio un paso hacia Sylvie, que retrocedió, alzando una mano para repelerla. Lissy dio un manotazo.

—¡No! —exclamó Don.

Las manos se tocaron. Y, para horror de Don, Sylvie se abalanzó hacia Lissy, y de repente giró en el aire como una cometa sin control en una tormenta, y luego fue absorbida por el cuerpo de Lissy.

—¡No! —gritó Don. Ella estaba atrapada en el cuerpo de aquella zorra asesina y era culpa suya, él la había traído aquí. Don se lanzó contra Lissy mientras el rostro de la mujer se contorsionaba, se retorcía de… ¿dolor? ¿Confusión? Miró hacia él, pero no pareció verlo. La pistola colgaba de su mano por la guardia del gatillo. Tenía la boca abierta, la expresión estúpida, el rostro vacío. Don extendió la mano para quitarle el arma.

De repente el cuerpo de Lissy se envaró y gimió, un gemido largo, cada vez más agudo, hasta convertirse en un alarido. Y cuando pareció que ya no podría gritar más alto ni más agudo, algo saltó de su cuerpo, y voló. Durante un momento flotó en el aire, con los brazos y piernas abiertos. Era Lissy de nuevo, una copia suya, una sombra, vestida sólo con una camiseta. Parecía más joven. No como el cuerpo que se había llamado Sylvie todos estos años. Era el espíritu de la Lissy que asesinó a Sylvie aquella noche hacía más de diez años, suspendido ahora en el aire en medio del salón de baile.

Mientras tanto, el cuerpo de Lissy cobró vida. Abrió los ojos. Lo miró. El arma cayó al suelo. Se llevó las manos a la cara. La lengua asomó para lamer los labios. Y el rostro cambió. Cobró vida de una forma distinta. Ya no parecía cansada, ya no parecía cínica y airada. Las arrugas seguían allí, pero la expresión las traicionaba. Era un rostro lleno de asombro. De alegría.

—Don —dijo—. Soy yo.

Si el espíritu de Lissy había sido expulsado del cuerpo, si ahora flotaba en el aire y vagaba hacia el centro exacto del salón de baile, ¿quién podía estar entonces en el cuerpo de Lissy?

—Don, ¿no me reconoces?

Pues claro que la reconocía.

—Sylvie —dijo.

El rostro sonrió. Y en ese momento ya no fue el rostro de Lissy. Oh, lo era, según los indicadores superficiales de un rostro, la estructura ósea, los labios, las cejas, las mejillas, la frente, la barbilla. La nariz más larga y más estrecha de lo que había sido la de Sylvie, las pestañas cargadas de maquillaje mientras que las de Sylvie no tenían semejante artificio. Pero la expresión del rostro, la forma en que se movía la boca, la manera en que los ojos chispeaban cuando lo miraba… era el rostro de Sylvie mirándolo. Sylvie, en carne y hueso, viva. En un cuerpo que sabía que le pertenecía. Sylvie viva. Sylvie entera.

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