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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (32 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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Lissy había acudido a los padres de Lanny y les había llorado mientras les contaba sus mentiras. Lloró como si le hubieran roto el corazón, cuando en vez de ello había asesinado a las dos personas que vilipendiaba. Don ardió de furia. Esta Lissy Yont incluso superaba a su ex esposa en maldad cuando declaró cómo el bebé no podía ser de Don porque él sólo se acostaba con sus secretarias en la oficina.

Llegó a Friendly Avenue y giró al oeste, pero en vez de dirigirse al sur hacia la zona de College Hill donde estaba la casa Bellamy, condujo hasta el supermercado donde había estado haciendo sus llamadas telefónicas. El enorme Harris Teeter nuevo (los expertos locales lo llamaban el Taj Ma-Teeter) tenía un buen servicio de alimentación. Entró y compró enormes cantidades de comida básica. La sopa del día en un recipiente del tamaño de una lata de pintura. Otro recipiente de ensalada de patata, otro de ensalada de fruta. Don recordó cuánta comida podía desaparecer escaleras arriba para consumo de Gladys. Tenía que hablar con las hermanas Extrañas, y por eso necesitaba una oferta de paz seria. Se detuvo en la pastelería y compró un pastel de queso. La comida no sería tan buena como la que ellas mismas preparaban, pero si estaban tan enfermas como había dicho esta mañana Miz Judea o quien fuera, se alegrarían de no tener que cocinar.

Don aparcó delante de la cochera en vez de hacerlo en la esquina junto a la casa Bellamy. Sacó las bolsas de comida de la camioneta y las llevó al porche.

Esta vez tardaron aún más en responder a la puerta. ¿La hora de la siesta? ¿O las dos estaban arriba con Gladys, y ahora estaban tan débiles que tardaban una eternidad en bajar las escaleras? Pero no iba a darse por vencido. Golpeó la puerta, llamó al timbre una y otra vez. Finalmente la puerta se abrió, y no una rendija. Miz Evelyn apareció allí, macilenta, encogida, los ojos inyectados en sangre y lo bastante furiosos para matarlo de una mirada.

—¿Quién demonios se cree que es? —exigió.

—Soy el almuerzo —dijo él, tendiendo las bolsas—. Es comida para llevar de Harris Teeter, pero es comestible y no tendrán que cocinarla.

—Después de lo que ha hecho…

—No las creí. Ahora lo siento, pero entonces no pude creerlo.

El rostro de ella era la viva imagen del desdén.

—Está muy bien ser escéptico cuando es otra gente la que paga el precio.

—Cómanse la comida —dijo él—. Descansen. Por favor, déjenme volver a hablar con ustedes.

—¿Por qué, cuando le hacen falta dos malditos meses para creer en lo que se les dice?

Pero aceptó la comida. Él se ofreció a llevársela hasta la cocina, pero la anciana arrugó la boca con expresión de disgusto. Claramente, ya no era bienvenido en esa casa.

—¿Puedo volver más tarde? —preguntó.

—Puede colgarse por lo que a mí me importa —dijo ella—. De hecho, hay cuerda en el cobertizo de atrás. Sírvase usted mismo.

Empujó la puerta con el culo y se la cerró en la cara.

No podía reprochárselo. Pero a pesar de sus duras palabras, había aceptado la comida. Y ahora sabía que las creía. Tarde o temprano le dejarían entrar y hacer sus preguntas.

Sólo cuando llegó a la puerta principal de su propia casa y Sylvie se la abrió de par en par, sólo entonces se dio cuenta de que no había comprado comida para ellos.

Lo cual era una estupidez. Ella no necesitaba comer. Él estaba desfallecido, tras el trabajo de ayer y además haberse saltado la cena. Pero podría tomar algo más tarde. Se sentó con Sylvie en el hueco de la escalera y le contó su conversación con los McCoy. Ella llegó a la misma conclusión.

—Lissy lo mató —dijo.

—Es un mal bicho, en efecto. Si tenías alguna duda sobre la diferencia moral entre vosotras dos…

—Sí —dijo Sylvie—. Ella mata para cubrir su crimen. Yo me escondo.

—Te escondiste para cubrir su crimen.

—Pobre Lanny. Era un gilipollas, pero podría haberlo superado.

—Me he dado cuenta de una cosa —dijo Don—. Un pequeño hecho sobre el asesinato que a menudo se pasa por alto. Siempre muere el hijo de alguien.

—Yo no —dijo Sylvie—. Yo no soy hija de nadie.

Él le cogió la mano. Ahora eres mía, estaba diciendo. No mi hija, sino mía. Para echarte de menos cuando te vayas, para cuidarte, para esperar que tengas cuidado.

—No sé qué hacer, Sylvie. No sé cómo encontrarla. No puedo imaginar que Lissy siga viviendo con su propio nombre. Le contó sus mentiras a los McCoy y luego se marchó. Podría estar en cualquier parte. En cualquier país.

—Bien —dijo Sylvie—. Así que no la encontraremos.

—Pero tenemos que hacerlo —dijo Don—. No sé cómo podremos arreglar las cosas sin ella.

Ella acarició la madera del banco.

—Entonces trabaja un poco esta tarde. Tal vez se te ocurra alguna idea.

Él negó con la cabeza.

—No puedo seguir trabajando en la casa. No hasta que sepa qué es lo que hace falta.

Ella dio un respingo.

—Don, es la casa lo que me hace real. Lo que me mantiene viva.

—Pero está matando a las mujeres de la casa de al lado.

Ella lo miró, intrigada.

—¿Don?

—No me pidas que haga eso, Sylvie. Piensa en lo que estás pidiendo. Esas ancianas pueden ser estrafalarias y extrañas, pero no puedo olvidarlas y terminar la casa y dejar que las mate o las esclavice por completo o… Eres sólida ahora, Sylvie.

Ella asintió.

—Lo sé, no era… No pretendía que las olvidaras, es que… Puedo sentir el hambre de la casa.

—Ellas también.

—Quiere que continúes. ¿No lo sientes?

Él negó con la cabeza.

—Bueno, eso está bien. Todavía eres libre, entonces.

—Tengo que encontrar un medio de enmendar las cosas. No decidir entre la mujer muerta que amo y un par de ancianas extrañas que me caen muy bien.

Ella se echó a reír.

—¿Alguna vez pensaste que dirías una frase como «la mujer muerta que amo»?

Él le acarició el cuello, la parte del hombro que el cuello del vestido dejaba al descubierto.

—Tampoco pensé nunca que la mujer más hermosa que he conocido jamás desaparecería si sale a la calle.

—Tiempos extraños —dijo Sylvie.

—Extraños pero buenos.

—¿Buenos?

—Es completamente egoísta por mi parte, pero si no te hubieran matado en esta casa y estuvieras aquí atrapada y… ¿Crees que una bibliotecaria titulada se fijaría en un hombre como yo?

Ella negó con la cabeza.

—Pero claro, piensa en el duro camino que has tenido que recorrer para llegar aquí.

—Ahora que lo pienso, si nos hemos conocido y nos hemos enamorado… Porque eso es lo que ha pasado, ¿no?

Ella asintió.

—Bueno, si eso forma parte de algún plan cósmico, entonces tengo que decir que el planificador da pena. Alguien debería despedir a ese tipo.

—Seamos sinceros —dijo Sylvie—. Si pudiéramos deshacer las cosas malas, si no me hubieran asesinado y tú no hubieras perdido a Nellie, y el precio de hacerlo fuera que no nos hubiéramos conocido nunca y no nos hubiéramos amado…

Don no tuvo que contestar. Ambos sabía que lo aceptarían en un instante.

—Eso no significa que esto no sea real —dijo Sylvie—. Sólo porque nuestras vidas podrían haber seguido otro camino. Un camino mejor. Eso no significa que no nos amemos ahora. Quiero decir, fue así, y no podemos cambiar esto por lo otro, así que…

Ella no fue capaz de encontrar un modo de terminar lo que estaba diciendo, así que él la besó y resolvió ese pequeño problema. Todo lo que pudiera resolver con un beso era capaz de hacerlo. El problema era que se trataba de una lista muy pequeña de problemas muy menores.

—Si alguien lo sabe, será Gladys —dijo—. Tuvo poder para sacar a esas dos ancianas de aquí. Para mantenerlas fuera todo este tiempo. Si hay algún modo de conservarte con vida pero fuera de esta casa…

—No lo hay —respondió Sylvie—. Ni siquiera pudo llevarlas más allá de la cochera. ¿Qué podrá hacer por mí?

—Eso es sólo un cuento de viejas, ¿no? —dijo Don—. Pero te digo una cosa: todo lo que dijeron ha resultado ser cierto. No voy a cometer el error de subestimar a esas ancianas.

—¿Crees que ya habrán terminado la comida que les llevaste?

—Tenías que recordarme la comida.

—Entonces ve a comer. Y cuando vuelvas, mira a ver si te dejan entrar y te dan algunas respuestas. Aunque la respuesta sea que no hay nada que puedas hacer por mí, al menos lo sabremos.

Don se detuvo en la puerta.

—¿De verdad crees que Dios tiene algo que ver con esto? —preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—Quiero decir, la religión trata de la vida y la muerte y el bien y el mal, ¿no?

—Supongo que sabemos que hay vida después de la muerte —dijo ella.

—Pero la voluntad de Dios y todo eso… No veo cómo puede tener nada que ver con esto.

—No sé, Don. No era creyente.

—A mí me educaron así, pero cuando Nellie murió decidí que era la prueba que necesitaba de que Dios no existe o de que si existía no le importábamos nada.

Incluso mencionar a Nellie hizo que las lágrimas le asomaran a los ojos y tuvo que deglutir con fuerza.

—Pero ahora estás aquí. Estás aquí. Un espíritu, viva cuando tu cuerpo está muerto. ¿Dónde encaja Dios en esto? ¿Está ahí fuera en alguna parte, trabajando para que a la larga, a la larga muy larga, todo salga bien?

—No lo creo —dijo ella—. Quiero decir, tal vez esté ahí fuera —se acercó a él, le tocó el pecho, justo por encima de la caja torácica, sobre el corazón—. O tal vez esté aquí dentro. Haciendo que todo salga bien.

Don sacudió la cabeza.

—No creo que Dios esté aquí dentro. —Le apartó la mano del pecho y la besó—. Pero tú sí.

Se dirigió al coche y sintió que las piernas se le aflojaban, como si fueran de goma. Se sentía un poco mareado. O tenía mucha hambre o estaba enamorado. Una buena hamburguesa con queso resolvería esa cuestión.

19

Respuestas

Si la idea era hacer las paces con las hermanas Extrañas, Don tenía todavía un largo camino por delante. Y el comienzo sería aquel jardín cubierto de hojas.

No había ningún coche en su garaje. En cambio, contenía el grupo más limpio de herramientas de jardinería que Don había visto jamás. ¿Qué hacían, lavarlas con friegaplatos después de cada uso? Cada herramienta tenía un estante propio o un gancho para aguantarla en la pared. Nada tocaba el suelo. El único signo de que no mantenían el garaje según sus criterios normales eran un par de telarañas, pero tan nuevas que ni siquiera tenían bolsas de huevos ni más de un par de cadáveres de bichos. Si estas señoras se hubieran quedado en la mansión Bellamy, nunca se habría deteriorado.

El rastrillo estaba colgado en la pared. Don lo cogió, se lo cargó al hombro y se lo llevó al patio delantero. A su cuerpo no le gustó rastrillar, no hoy, no después de los esfuerzos de ayer, pero perseveró y después de un rato molestias y dolores remitieron y se convirtieron en el trance del trabajo. Ya tenía callos en las manos. Le sentaba bien saber que el trabajo había formado su cuerpo. Cuando era contratista general, y construía casa tras casa, el verdadero trabajo físico era sólo un hobby para él, como dedicarse a la marquetería en el garaje. No tenía callos entonces. Los últimos años, antes de que su esposa lo abandonase, incluso había empezado a criar barriguita. También eso había desaparecido. No tenía los músculos construidos de un culturista. Tenía el cuerpo que formaba el trabajo honrado, y había aprendido a reconocerlo en otros hombres, y a respetarlo. Y a gustarle el suyo. Se sentía bien en esta piel.

Terminó el trabajo. Las hojas quedaron apiladas en la acera. Se apoyó un momento en el rastrillo, y la puerta principal se abrió. No sólo una rendija, y no sólo para cerrarse de golpe en su cara. Miz Judea y Miz Evelyn estaban allí, esperándolo. Saludó.

—Tengo que guardar este rastrillo.

Ellas cerraron la puerta mientras él rodeaba la casa para ir al garaje.

Sin saber cómo se las apañaban para que sus herramientas estuvieran tan perfectamente limpias, Don se contentó con quitar todas las hojas que quedaban en el rastrillo antes de volver a colgarlo en su sitio. Usó ese puñado de hojas para eliminar las telarañas. Luego lanzó las hojas por encima del seto a su propio patio. Allí había espacio de sobra para las arañas. No necesitaban perturbar la perfección del garaje de las hermanas Extrañas.

La puerta trasera estaba entornada, esperándolo.

Entró. Miz Judea, con aspecto muy cansado y anciano, fregaba lentamente los recipientes de plástico que contenían la comida que Don les había comprado.

—¿Estaba buena? —le preguntó.

Ella tan sólo lo miró tristemente y continuó fregando.

Miz Evelyn llegó desde la sala de estar, con un plato de galletas.

—Lo tenía preparado para usted en la salita, pero entonces recordé que no le gusta a usted entrar allí cuando está sucio de trabajar.

A Don le rompió el corazón verla caminar como una anciana, pasito a pasito, equilibrando el plato en una mano.

—Oh, señoras —dijo—. Lamento muchísimo haberlas metido en todo esto.

Miz Evelyn negó con la cabeza.

—Todo empezó antes de que usted naciera.

En el fregadero, Miz Judea empezó a tararear una melodía que Don no reconoció. Al principio se preguntó por qué cantaba esta canción en este punto de la conversación; entonces se dio cuenta de que no estaba prestando ninguna atención a lo que decían. Tarareaba porque le apetecía.

—Muchas gracias por recoger nuestras hojas —dijo Miz Evelyn.

—Tenía un motivo.

—Oh, y por el almuerzo también. A Gladys le gustó. Echa de menos la comida de los supermercados. ¿Puede creérselo?

—Demasiado vinagre en todo —dijo Miz Judea. Así que estaba escuchando.

—Tal vez así evitan que se ponga mala en el expositor —dijo Don.

—Tal vez no saben cocinar —repuso Miz Judea—. Gladys no distinguiría una buena comida aunque le mordiera el culo.

—Vamos, vamos, Judy, no hables así de tu querida prima —dijo Miz Evelyn.

—Zorra hambrienta —dijo Miz Judea.

—Es la casa la que tiene hambre, Judy, y lo sabes.

Miz Judea asintió.

—Estoy cansada.

Miz Evelyn se volvió hacia Don para explicarse.

—La casa es muy fuerte ahora.

—Me desperté soñando con ella —dijo Miz Judea—. Cinco veces en la noche. Soñé que había un baile allí. Lo vi bailar a usted, joven. Con una garza.

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