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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (14 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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Cindy Claybourne. Se sentía lleno de compasión hacia ella y, para ser sincero, hacia sí mismo también. Recordó que uno de sus contratistas solía mencionar un viejo dicho: «Nunca comas en un sitio llamado Mamá, nunca juegues al poker con un tipo llamado Doc, y nunca te acuestes con una mujer que tenga más problemas que tú». Hasta hoy nunca había pensado que pudiera existir una mujer semejante. Pero ahora lo sabía. Al menos a él nunca se le había ocurrido levantar una mano para hacerle daño a su propia hija. Al menos no había sido él quien la abandonó. Había hecho todo lo que pudo excepto asesinar para recuperar a su pequeña. Así que no importaba cuánto dolor causara pensar en ella, se encontraba mejor que Cindy. Tal vez.

Habían llegado tan cerca. De qué, no estaba seguro. Del sexo, desde luego; no había advertido cuánto echaba de menos esa parte de su vida hasta que Cindy Claybourne despertó de nuevo su cuerpo. Pero habría sido más que eso, y cuando decidió entrar por la puerta de su casa, no era un revolcón lo que andaba buscando. No sólo un revolcón, al menos. Resultó que Cindy necesitaba un amigo mucho más que un amante. ¿Pero qué necesitaba Don? ¿Tenía Cindy razón? ¿Era el tipo de hombre cuya naturaleza era la de ser marido?

No según su ex esposa. Pensara lo que pensara Cindy, fuera lo que fuese lo que él había deseado inconscientemente cuando la condujo al sofá, estaba seguro de una cosa: no estaba preparado para volver a casarse. La última vez sólo había conseguido quedar reducido a la nada. No iba a sucederle de nuevo.

En el McDonald’s para autos, se le ocurrió que tal vez a la chica que había en su casa se le apeteciera también una cocacola, así que pidió un par de las grandes. Pensó en comprar también algo para comer, pero no tenía hambre. Todavía estaba digiriendo la cena de anoche, probablemente. Tal vez la chica tuviera hambre. Debería llevarle algo. Así que pidió un Big Mac y patatas fritas y sólo picoteó un par de camino a la casa Bellamy, y sólo porque el olor dentro de la camioneta era muy fuerte incluso con las ventanillas bajadas. Eso tenía que ser deliberado. Debían de haber descubierto un modo de ponerle a las patatas una droga del hambre que absorbías por la nariz.

Cuando llegó a la casa, el camión de Echando una Mano estaba ya allí de espaldas al porche, con una rampa extendida como un puente desde el porche al camión. Un par de tipos negros subían un sofá por la rampa, haciéndola botar. Sólo llegaban unas cuantas horas antes de tiempo. Volvieron a salir del camión cuando Don llegó a las escalinatas.

—Hola —dijo uno de ellos, que inmediatamente identificó como el conductor—. ¿Es usted el propietario?

—Mick los pone a trabajar a ustedes temprano —dijo Don.

—Sí, bueno, su esposa nos dijo que nos lleváramos lo que tuviera buena pinta mientras no fuera ninguna de sus herramientas.

¿Esposa? Don tardó un momento en advertir que no podían referirse a su ex esposa muerta. La chica sin techo debía de haberles dejado entrar. Le irritó que se atreviera a hacerse pasar por su esposa. Pero no había ningún motivo para aclararles el tema a estos tipos.

—Eso hizo, ¿eh?

—Qué bien se está cuando se tiene conexión de agua, ¿eh? Parece que les vendría bien una ducha a ambos.

El conductor mostró una sonrisa grande y dentuda. Sabía que había dejado a Don en ridículo, y Don no estaba del todo seguro de que lo hubiera hecho sin malicia. Pero no le importaba, sobre todo teniendo en cuenta que el comentario era cierto. Su venganza, si necesitaba alguna, fue la manera en que el conductor y su ayudante miraron las frías cocacolas que Don introdujo en la casa.

Fue el ayudante quien habló.

—¿Se las va a beber las dos?

—Sólo la mitad de ésta —respondió Don—. Ya me he bebido la otra mitad. ¿Dónde está mi «esposa»?

—En la cocina —dijo el ayudante—. Este trabajo da sed.

—Sí que es verdad —contestó Don—. Ojalá tuviera la conexión de agua, les ofrecería un poco.

—Es usted duro, tío —dijo el conductor.

Don le sonrió.

—Volveré con algo para ustedes. No sabía que iban a estar aquí, así que sólo traje algo para ella y para mí, ya saben cómo es. A menos que quieran terminar la mía. —Ofreció su cocacola medio vacía.

Los dos alzaron las manos, rechazándola.

—No, no, es broma, hombre.

—Les traeré algo. Lo que quieran.

—Nada, tío, estábamos bromeando.

Don se encogió de hombros y entró en la casa.

Hizo un rápido inventario en la sala de estar, puramente por costumbre: la gente de Echando una Mamo nunca se había llevado nada que necesitara, pero su nueva «esposa» complicaba las cosas. Todas sus herramientas estaban allí. Pero algo parecía fuera de lugar. Vaciló un momento. Tal vez no fuera en la sala de estar. ¿Algo que había visto fuera? Lo comprobaría más tarde. Llevó las dos cocacolas y la bolsa de comida a la cocina. Allí estaba ella, mirando las alacenas abiertas. En cuanto lo oyó, se dio la vuelta y dio un paso y tocó la enorme mesa.

—No sabía si quería que se llevaran esto —dijo—. Todas las demás cocinas tienen muebles baratos de ésos que compran los caseros, pero ésta puede que estuviera aquí cuando era una casa de verdad. Es sólida.

Era sólida, sí, pero no tenía otras virtudes para recomendarla. Plana como un tablón, eso era.

—La casa tiene que estar vacía —dijo Don—. Lo quiero todo fuera.

Le acercó la cocacola llena y la bolsa. Verla allí, rebuscando en las alacenas, «ayudando» con decisiones, le enfureció. Sabia, en el fondo de su mente, que su ira era completamente irracional. Que por lo que sabía ella había tenido a su alcance el contenido de todas las alacenas durante meses, tal vez años. Que se sentía furioso por su frustración por todo el asunto con Cindy. Porque durante unos minutos hoy había creído que tal vez estaba listo para empezar a buscar una esposa, pero la aventura había terminado en fracaso, y ahora esta mujer abandonada presumía de llamarse su esposa. Como si una esposa suya fuera a tener un aspecto tan desnutrido, tan desatendido.

Lo quiero todo fuera, había dicho, y ahora, con firmeza, añadió:

—Incluida usted.

Ella se retiró un paso de la mesa.

—¿No le alegra de que estuviera aquí para dejarlos entrar?

Bien podía decirle la verdad, por personal que fuera.

—No cuando les dice que es mi esposa. Mi esposa está muerta.

Ella lo miró con disgusto.

—Nunca les he dicho que fuera nada. Los encontré abriendo la puerta y mirando alrededor y llamando al señor Lark y les dije que pasaran y empezaran y no tocaran ninguna de las herramientas del señor Lark del salón de la entrada. Si el lugar estuviera más limpio tal vez habrían supuesto que soy su criada.

Naturalmente, eso era lo que había sucedido. Naturalmente, habían saltado a aquella conclusión. Se sintió avergonzado por su ira.

Ahora le pareció una estupidez. Sin embargo, algo quedó. Ella seguía intentando destruir su soledad. Si no podía tener a una mujer como Cindy Claybourne, ¿por qué tenía que soportar a una muchacha como ésta?

—Le he traído una hamburguesa y patatas fritas.

—No tengo hambre —dijo ella fríamente.

—Y una cocacola. Bébasela y márchese.

Se odió a sí mismo por ser tan grosero. Pero esto ya había llegado demasiado lejos.

—Muy amable por su parte —dijo ella. No había ningún rastro de ironía en su voz. Pero eso no significaba que no fuera igualmente sarcástica.

—Lo de «bébasela» fue amable por mi parte. La parte de «márchese» me convierte en un cabrón.

Bien podía ser sincero. Sabía que no estaba siendo noble.

Ella se encogió de hombros, se inclinó sobre el vaso, y Don vio el líquido marrón alzarse a través de la pajita. Después de sorber un momento, se irguió, tragando como si la cocacola fuera el elixir de la juventud.

—Ah, qué rica.

—Hace calor —dijo Don. Se volvió a mirar por la ventana, donde la luz del día asomaba a través de los tablones. Pensó en las brillantes ventanas de la casa de Cindy. La casa inmaculada, no habitada de Cindy. ¿Quién era en realidad el que carecía de hogar?

El propio Don nunca iba a estar aquí más que de acampada, sería un residente temporal, un obrero, un sirviente de la casa. Sólo la ley le daba derecho a expulsar a esta muchacha de su casa. Y nadie sabía mejor que Don lo injusta y arbitraria y cruel que a veces podía ser la ley. Don quería la casa para él solo porque eso era lo que quería y estaba dispuesto a emplear la ley para salirse con la suya no importaba si era a costa de otra persona. ¿En qué se diferenciaba entonces de su ex esposa?

Tal vez ella comprendió su silencio. Tal vez sintió su ambivalencia, su vergüenza al insistirle que se marchara.

—Escuche —dijo—, es su casa. Tiene trabajo que hacer.

Parecía comprensiva. Le estaba dando permiso para echarla. Pero eso no eliminaba el resquemor de saber que era el tipo de hombre dispuesto a hacerlo. Maldita fuera por obligarlo a descubrir ese tipo de cosas sobre sí mismo.

—No tiene ningún sitio adonde ir —dijo.

Ella se encogió de hombros.

Don pensó en las habitaciones vacías, pared tras pared, planta tras planta. Pensó en el trágico vacío de la casa de Cindy.

—No es que vaya a utilizar la mayor parte de este espacio.

Sabía que ella estaba utilizando psicología inversa con él, pero eso no significaba que no estuviese funcionando. No quería ser el tipo de hombre que expulsaba a la gente a la… bueno, no a la nieve, pero sí al otoño, al menos. A la calle. Pensó en lo que eso podía significar para una mujer. Sin dinero, sin ningún sitio donde alojarse. ¿No acababan un montón de estas muchachas dedicándose a la prostitución sólo para vivir? ¿Y luego a las drogas para poder vivir con lo que se habían convertido? ¿Quería esto sobre su conciencia? ¿No pudo aprovecharse de Cindy Claybourne cuando estaba tan vulnerable, pero podía enviar a esta chica a que fuera violada, quizá, sólo porque prefería estar solo?

—Sólo sería una molestia —dijo la muchacha.

—Sí, pero podría apartarse de mi camino mientras trabajo, si quisiera.

Sin embargo, supo incluso mientras lo decía que no lo haría. Lo que él hiciera la interesaría. Tendría que mirar. Se asomaría por encima de su hombro. Lo volvería loco. Tal vez podría darle algo de dinero para que se lavara, comprara ropa nueva, se buscara un apartamento, consiguiera un trabajo. Pero si lo hacía, no podría terminar la casa sin pedir un préstamo.

—Podría incluso ser útil de vez en cuando —dijo ella—. ¿Y si tiene que hacer un recado pero alguien viene a hacer una entrega o algo?

Ya estaba empezando. Ya intentaba encontrar una función en su vida.

—No puedo contratarla como ayudante. No tengo dinero para eso.

—Puedo apañármelas. Lo hice antes de que viniera.

¿Cómo se las apañaba? ¿Rebuscando en los cubos de basura? ¿O ya había timado a alguien? No sabía nada sobre ella. ¿En qué se estaba metiendo?

—Mientras no tenga que marcharme —dijo. Suplicando.

—Pero tiene que marcharse. —Ella tenía que comprenderlo—. Cuando venda la casa, no podrá estar aquí.

—Hasta entonces. Por favor.

La súplica en su voz le rechinó, le avergonzó. No podía soportar tener el futuro de alguien en las manos. Eso le hizo querer silenciarla para no tener que sentir su desesperación, su sumisión.

—No me pida eso. Mientras no me lo pida, intentaré convencerme para dejarla quedarse. Pero cuando empieza a suplicar sólo quiero ponerla de patitas en la calle.

Ella pareció asombrada, tal vez un poco aturdida.

—¿Por qué le molesta que se lo pida?

Porque me hace sentirme El Hombre, y no soy El Hombre, soy sólo un tipo corriente.

—Cállese y quédese. Escoja la cama en la que quiera dormir y dígale a los tipos de Echando una Mano que se la dejen.

Se sintió asqueado en el momento en que lo dijo. Había cedido a su propia debilidad y a la necesidad de ella, y probablemente debería sentirse virtuoso como buen cristiano, pero todo lo que podía pensar era que iba a tener a alguien detrás todo el día, observando todo lo que hacia, esperando que charlara o incluso fuera amable, cosas que estaban más allá de su habilidad. Quiso salir de la casa y no parar de andar. Llevaba sopesando esta idea desde que perdió la última esperanza de recuperar a su hija. El ansia de aislar el último vestigio de responsabilidad, de dejar de preocuparse por sí mismo, y salir a la calle hasta que alguien lo matara o se agotara y muriera de hambre o de frío, no le importaba de qué.

Al menos esta muchacha quería algo. Al menos quería quedarse en esta casa. ¿Qué quería Don? Estar solo. Ambos no podían tener lo que querían, y parecía completamente injusto que él, que quería mucho menos que ella, fuera quien no podía tenerlo. Que su propio sentido de la decencia hubiera sido empleado contra él. La gente sin sentido de la decencia nunca era explotada así. Si su ex esposa o los abogados de su ex esposa o los jueces de todos los tribunales en los que había apelado hubieran tenido sentido de la decencia… Pero no lo tuvieron. Sólo Don sufría aquella carga inconveniente.

Idiota, se dijo. Ahora te crees que eres la única persona decente del universo. Qué cretino.

Disgustado consigo mismo, Don salió de la cocina. Enloquecedoramente, ella lo siguió. Mientras recorrían el estrecho pasillo hacia la sala de estar, le preguntó:

—¿Puedo quedarme?

Increíble. ¿No estaba presente cuando le dijo que escogiera una cama? Don se detuvo y se volvió tan bruscamente a mirarla que casi chocó contra él.

—¿Qué? ¿No puede aceptar un sí por respuesta?

Esperaba alzarse sobre ella, pero tan de cerca se dio cuenta de que ella era más alta de lo que pensaba. Su coronilla le llegaba a la barbilla. Era de constitución tan delgada que producía la ilusión de ser pequeñita.

Lo miró fijamente a los ojos.

—Me llamo Sylvie Delaney —dijo.

¿Por qué necesito saber eso?, estuvo a punto de replicarle.

Pero la verdad era que sí que necesitaba conocer su nombre, aun-que sólo fuera por simple cortesía humana.

—Don Lark —dijo.

La mirada de ella no vaciló. Ojos castaños.

—Gracias por dejarme quedarme, Don Lark.

Su gratitud le hizo sentirse casi tan incómodo como su súplica.

—Déjeme en paz cuando esté trabajando. Y no toque mis herramientas. No toque nada.

Ella alzó las manos como si acabara de tocar uno de los quemadores del horno.

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