El cuerpo de la casa (17 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

BOOK: El cuerpo de la casa
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Cerró la puerta, subió a la camioneta y arrancó. Al principio pensó en ir a casa de Cindy. ¿Pero qué conseguiría con eso? O bien sabía la amenaza del anterior dueño, o no. O se sentiría avergonzada por su casi resbalón o no. Ninguna posible reunión tendría un resultado feliz para ninguno de los dos.

Así que condujo. Llegó a algunas de las zonas nuevas alrededor de los lagos situados al norte y el oeste de la ciudad. Casas para médicos y abogados, ejecutivos y vendedores de coches. Casas grandes, en enormes solares boscosos, diseñados para tener grandes vistas y también para ofrecerlas. Desde la carretera por donde transitaba la gente corriente, esta casa parecía una mansión de la época de la esclavitud, y aquélla una mansión federal, y esta otra un capricho hollywoodiense, y aquélla escapada de la parte más fea de los años cincuenta. El gusto y e1 dinero no tienen nada que ver. Ni la contención. Ni siquiera la decencia común. Yo construía sus casas, pensó Don. Trataba con todas mis fuerzas de complacerlos. Excelencia que ellos no entendían y querían pagar. Construí sus casas con la misma meticulosidad con que esperaba que ellos realizaran sus operaciones, o atendieran sus casos legales, o lo que fuera. ¿Era el único al que le importaba tanto? ¿El único que quería hacer un buen trabajo aunque no quedara a la vista?

Llegó a la carretera del lago Brandt, y luego tomó la desviación izquierda hacia Lawndale. Se detuvo en Sam’s y bajó y llamó al abogado desde una cabina. Reconoció el nombre del bufete cuando la recepcionista lo mencionó. No tenían la mejor reputación del mundo en la ciudad, pero la extorsión era una nueva especialidad para ellos.

—Está con un cliente —dijo la recepcionista.

—Levántese de su silla, y dígale que o bien habla conmigo por teléfono o habla conmigo en persona dentro de diez minutos.

—No respondemos a amenazas, señor.

—Dice mucho sobre su empresa que tengan una política al respecto —dijo Don—. No me haga perder el tiempo, llamo desde una cabina.

El abogado sólo tardó un momento en ponerse al teléfono.

—La mayoría de la gente pide cita —dijo el abogado.

—Lo que usted y su cliente están haciendo es extorsión.

—No, no lo es —respondió el abogado—. Es un aviso.

—Pero si le doy veinte mil dólares, el problema desaparece.

—Le ahorrará a todo el mundo un montón de tasas legales innecesarias y costas de juicio. Se llama acuerdo prejudicial.

—Entonces a cambio recibo una escritura de renuncia que especifica la cantidad que les he pagado.

—No.

—Entonces vaya a juicio, y declararé su falta de disposición a tener un documento legal con la cantidad de dinero acordada entre nosotros.

—Eso es asunto privilegiado.

—No hay ningún privilegio porque no es usted mi abogado —dijo Don—. Estaré en su despacho a las ocho y media de la mañana. El cheque estará a nombre de su cliente.

—Tendrá que ser en efectivo.

—De eso nada. Una vez más, me alegrará declarar ante el tribunal que su cliente no quería dejar un rastro de papel.

—En efectivo o no hay trato.

—Estaré allí a las ocho y media con el cheque bancario. Usted tendrá preparada la escritura de renuncia especificando la cantidad de dinero y no hará ninguna declaración sobre ningún tipo de relación entre la señorita Claybourne y yo. O puede preparar el litigio.

—Al parecer no sabe usted lo que implica un juicio de este tipo, señor Lark, o no hablaría tan a la ligera de meterse en uno.

—Me gasté un cuarto de millón de dólares en gilipollas como usted, intentando recuperar a mi hija. Y otros gilipollas que eran aún más gilipollas que usted consiguieron impedirme recuperarla hasta que mi ex esposa consiguió matarlas a ambas. ¿De qué cree exactamente que tengo miedo ahora?

—Tiene miedo de que Cindy Claybourne pierda su empleo.

—En realidad no.

—¿Entonces la caballerosidad ha muerto?

—No, pero no tengo miedo de que pierda su empleo. Su cliente y usted se equivocaron de objetivo. La señorita Claybourne y yo hemos perdido todo lo que teníamos que perder. Usted no tiene poder más que para importunarnos.

—¿Entonces por qué accede a pagar los veinte mil?

—Porque si no resuelvo este asunto ahora mismo, probablemente acabaré perdiendo el control y matando a alguien.

—¿Ahora quién es el extorsionador?

—Sí, eso es, estoy intentando obligarle a aceptar los veinte mil dólares que me exigió. A las ocho y media de la mañana. El cheque a nombre de su cliente. La escritura de renuncia. Ninguna mención a la señorita Claybourne ni a nada indebido.

—Sólo aceptaré dinero en efectivo.

—Bien. Llevaré también un dólar en efectivo. El cheque o el dólar. Usted decide. Le veré por la mañana.

Colgó. Estaba temblando tanto como Ryan Bagatti antes. Sabía que no servía de nada ponerse duro con un abogado. Tan sólo te sonreían y pensaban en nuevas formas de convertir tu vida en un infierno. Pero la vida de Don ya era un infierno. Los abogados habían perdido su última ventaja sobre él.

Fue al banco donde tenía su dinero y retiró los veinte mil dólares en forma de cheque bancario. En la parte inferior escribió: «Para escritura de renuncia de la casa Bellamy y todos los asuntos relacionados». Luego cogió el cheque, lo dobló, se lo guardó en el bolsillo de la camisa y regresó a la casa.

La puerta principal estaba cerrada, tal como la había dejado. Naturalmente. Sylvie no tenía llave.

No tenía llave, pero había dejado entrar a los tipos de Echando una mano.

No. Debía de haberse olvidado de echar la llave. Eso fue la mañana de la firma, después de todo. Dejó la puerta sin cerrar.

Vale, así que tal vez la cerró con llave. Ella la había abierto con una ganzúa, eso era todo. No es que hubiera pagado a Lowe's por una cerradura perfecta o algo así. Probablemente ella era una ladrona, y así se ganaba el dinero para mantener la drogadicción que no tenía.

Pensó en los agujeros de los tornillos que faltaban en la puerta. Esta casa iba a afectarle muy pronto.

Sacó el cheque del bolsillo, lo puso bajo el destornillador que había usado con los anaqueles de la cocina, y luego, con la palanqueta en la mano, subió al piso de arriba y derribó la pared de yeso y listones hasta que quedó cubierto de polvo blanco y sudor.

Había sido un día caluroso. El agua no podía estar tan fría. Se dirigió al cuarto de baño, se quitó la ropa, sacudió tanto polvo como pudo dentro de la bañera, y luego se metió en la ducha y se enjuagó. El agua corría clara ahora, pero eso sólo aumentó su parecido con un arroyo de montaña. La soportó cuanto pudo, luego la cerró y se quedó allí tiritando y escurriéndose hasta que quedó lo más seco posible. Sólo entonces recordó que no estaba solo en la casa. No había visto a Sylvie desde que regresó de su llamada telefónica y el banco, así que se había olvidado de ella. Pero no podía desfilar desnudo por la casa. Tampoco podía volver a ponerse aquella ropa cubierta de polvo de escayola. Así que llegó a un compromiso. Volvió a ponerse los calzoncillos y llevó abajo el resto de la ropa.

Naturalmente, ella se encontraba en la entrada para verlo bajar las escaleras.

—El agua está bastante fría, ¿verdad? —dijo.

Pasó junto a ella sin decir palabra. La furia de sus enfrentamientos con Bagatti y el abogado aún lo afectaba, y quiso sacudirla y gritarle que le permitiera algo de intimidad. En cambio, se dirigió a su maleta y sacó lo que ahora eran sus ropas más limpias. Tenía que hacer la colada, no había duda.

—¿Para qué vino ese tipo? —dijo Sylvie—. Sí que se largó a toda prisa. Pero claro, usted también lo hizo después.

Don no le debía ninguna explicación. Sobre todo cuando se esforzaba por no estallar de furia. Así que le dio la espalda y enganchó los pulgares en el elástico de sus calzoncillos y dijo:

—Me estoy cambiando. Prefiero hacerlo solo, pero parece que no puedo hacer nada a solas en esta casa.

Entonces se quitó los calzoncillos y se dio la vuelta. Ella se fue. Por fin.

Se vistió con unas ropas bastante malolientes, incluso para él. Eran casi las siete, y aunque aún había luz, pronto oscurecería. Sacó de la maleta todo menos la ropa sucia y salió de la casa. Esta vez no se molestó en cerrar la puerta. De esta forma no tendría que preguntarse cómo la abría ella, si descubría que había dejado entrar a otra persona en su ausencia.

Cuando un grupo de ropa estuvo lavada y seca, cogió un par de calzoncillos, unos calcetines, y unos pantalones y una camisa, entró en el cuarto de baño de la lavandería, y se cambió. Luego salió y metió toda la ropa sucia que había llevado puesta en una de las lavadoras.

Una mujer de mediana edad y aspecto cansado con el uniforme a cuadros de un supermercado era la única persona de la lavandería, y al parecer le irritó ver a un hombre meter ropa interior y calcetines con vaqueros y una camisa roja.

—¿No le ha dicho nunca nadie que separe lo blanco y lo de color? —preguntó.

—Lo hicieron, pero Estados Unidos ya ha superado eso —respondió él. Cuando ella entendió que él la había malinterpretado deliberadamente, rezongó un poco y lo dejó en paz. Ojalá un poco de antipatía funcionara tan bien con Sylvie.

Cuando todo estuvo limpio y seco, eran casi las diez. Se detuvo en Pie Works y compró una pizza y se la llevó a la casa Bellamy. Era tarde para él, la casa estaba oscura, y ni siquiera estaba seguro de tener hambre, sólo sabía que tenía que comer para poder seguir trabajando mañana. Entró, encendió la lámpara portátil del salón, y se dispuso a depositar la pizza sobre el banco de trabajo cuando vio el cheque. Lo había dejado doblado, bajo el destornillador. Ahora estaba desplegado, sin nada encima. Parecía que Sylvie era incapaz de dejar de fisgonear. Y ni siquiera tenía la decencia de ocultar el hecho volviendo a doblar el cheque y poniéndole encima el destornillador.

Veinte mil dólares. Ahora tendría que rehacer su presupuesto. Pero ya podía darle vueltas y más vueltas, no habría suficiente dinero. Tendría que pedir un préstamo después de todo. Pero no hasta casi el final. Para comprar las encimeras y los pasamanos, la alfombra y los apliques de las ventanas. Veinte mil dólares. Era la historia de amor más cara de la que había oído hablar en la que no se no incluía sexo.

¿Por qué lo estoy haciendo?

No por Cindy. No hay nada de caballeroso en esto. Sólo estoy comprando mi salida de una condena a muerte. Estoy de verdad dispuesto a matar a alguien. Les estoy pagando para que salgan de mi vida y así no tener que matar a nadie.

Se sentó en el camastro a comer la pizza de manera tan mecánica como si estuviera clavando puntillas. Oyó los pasos delatores en la escalera. Ella hacía otra incursión en su territorio. Parecía decidida a no aprender.

Pero en vez de gritarle tan sólo cerró la caja de la pizza y la deslizó por el suelo. La caja se detuvo en la puerta entre el salón y la entrada. La vio aparecer tras ella, mirándolo con gravedad.

—Nada especial, sólo pepperoni y salchicha —dijo él—. Ya he comido bastante.

—Gracias.

—Sí, sí.

—¿Por qué no puedo decir gracias y usted dice no hay de qué como una persona normal?

—¿Por qué no puedo…?

Don pretendía decir: Por qué no puedo decirle que me deje en paz y que se marche como una persona normal.

—¿Por qué no puede qué?

—Termine la pizza, todavía está caliente.

—No, gracias —dijo ella—. No tengo hambre.

—Entonces no se la coma.

—Sólo he bajado a decirle que lo siento.

—¿El qué?

—Querer ver siempre lo que hace. No puedo evitarlo, en esta casa no ha pasado nada desde hace mucho tiempo.

—Tendría que vender entradas.

—Y el trabajo que hace usted es un poco peligroso, ¿no? Es como si estuviera tirando abajo la casa.

—Es bastante seguro.

Sobre todo si te mantienes apartada mientras yo trabajo.

—No, quiero decir, peligroso para la casa. Es como si la estuviera descuartizando, ¿sabe?, como a un caballo. La corta y la hierve para venderla para que hagan pegamento y fertilizantes.

—Sé lo que es descuartizar, gracias.

—¿No le está haciendo daño?

—Los listones y el yeso no son nada. Hay que desprenderlos para poder iniciar la reconstrucción. Pondré nuevos pernos entre las vigas para poder poner clavos donde se puedan, no sé, colgar cuadros o lo que sea. Y para dar salida a los cables de televisión y los interruptores de la luz. Luego pondré pladur y quedará como nueva. Mejor.

—No sé cómo podría quedar mejor que nueva —dijo ella—. Entonces era tan hermosa.

—Usted no estaba allí.

—¿Pero no lo puede sentir, aquí en la casa? ¿Cómo él la amaba?

—¿Quién?

—El doctor Bellamy. La compró para su esposa. Lo busqué en la biblioteca, cuando era estudiante. En eso me licencié, ¿sabe? Bibliotecaria. Iba a aceptar un trabajo en Providence, Rhode Island. Estaba a punto de obtener mi doctorado.

—¿Y?

—Oh, descubrí todo tipo de cosas maravillosas sobre los Bellamy. Estaban tan enamorados, y eran importantes es la vida en Greensboro. Veladas, fiestas, bailes. No pasaba un mes sin alguna mención a él o a su esposa o su casa en el periódico.

—¿Alguna foto? —preguntó Don.

—Algunas muy bonitas. Cuando eran jóvenes. Y más tarde también, cuando ya eran maduros. Ninguna de cuando eran viejos. Cuando murieron publicaron fotos de su juventud. Creo que es como todo el mundo pensó de ellos toda su vida. Siempre jóvenes.

—Me refiero a alguna foto de la casa. Para ayudarme con mi renovación.

—No. Excepto la fachada, pero creo que eso no ha cambiado mucho.

—Supongo que no. No hay ningún añadido obvio, al menos.

—Lamento no poder ayudarle.

—No, está bien. No voy a restaurarla de todas formas, sólo pensé que si había algún detallito especial o algo… No importa.

—Hay todo tipo de cosas maravillosas en esta casa —dijo ella—. Pero la casa conserva sus secretos. —Entonces su rostro se ensombreció—. Lamento haber estado molestándolo. Sé que le vuelve loco, pero parece que no puedo impedirlo. Mi antigua compañera de piso, Lissy, solía hacerme eso. Se colocaba detrás de mí mientras estaba estudiando o algo. Y de repente yo sentía que estaba allí y casi me daba un ataque al corazón.

—Bueno, nunca me ha hecho eso a mí.

—Pues claro que no, pero sabe, mirar por encima del hombro… es algo que te vuelve loco.

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