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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (37 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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—Creí que habías muerto ahí abajo —dijo ella—. ¿Qué explotó?

—No fue ninguna explosión. Ese túnel estaba a punto de desplomarse. Le di un empujoncito y no supo cuándo parar.

—Bueno. Supongo que por fin recibí un entierro decente.

Don se estremeció. Pensó en su cadáver tendido en aquel colchón cubierto ahora de vigas rotas y podridas y toneladas de tierra. Un entierro era un entierro, con o sin caja. Con o sin lápida.

—Lo que necesito es una ducha.

Pero cuando salió del cuarto de baño, no se dirigió al salón de baile para subir las escaleras y darse aquella ducha. En cambio, bajó al sótano. El polvo se había asentado sobre todo. Una fina capa cubría todo el sótano, incluso las vigas del techo. La luz era tenue por la tierra húmeda que salpicaba la bombilla. Se acercó a la caldera. La tierra brotaba de ambos lados como la lengua en la boca de un cañón. Tras la caldera, llegaba a su altura. Y la luz del día era visible arriba. El túnel se había desplomado por completo, y lo que él temía había sucedido: había una depresión en el patio trasero que marcaba dónde estaba el túnel. Si Lissy quería, podría colarse en la casa por esta abertura en los cimientos. Pero no creyó que fuera a hacerlo. La abertura no era tan alta. No sabría buscarla. Si no podía entrar por el extremo del túnel, asumiría que tenía que usar la puerta.

El extremo del enchufe de la alargadera aún asomaba del túnel. Lo desenchufó y empezó a tirar. Al principio cedió con facilidad. La tierra caída no estaba condensada, y pudo tirar del cable. Fue más difícil cuando éste se tensó y el peso de toda la tierra del túnel empezó a oponerse a él. Obstinado, tiró y tiró. Tenía la vaga idea de que no quería dejar un cable como pista que tentara a alguien a excavar, a descubrir el cadáver de Sylvie y perturbarlo. Hizo fuerza contra la resistencia del cable. Y entonces se soltó y él cayó de culo, como un bebé que empieza a andar. Se lastimó el coxis; sintió una puñalada de dolor al levantarse. Me estoy haciendo viejo, pensó. Lo que me hace falta ahora es romperme el coxis.

El resto del cable salió con facilidad. Encontró lo que había cedido.

El segundo cable se había soltado y sólo había tirado del primero. Bien, no importaba. Ninguna parte del cable enterrado era visible. No quedaba nada colgando.

Enrolló el cable y subió las escaleras. Sylvie no le estaba esperando. Pero oyó correr agua en la casa. Recogió la maza y la sierra. Estaban cubiertas de tierra. Las limpió en la puerta trasera. Ahora me vendrían bien las hermanas Extrañas para limpiarme las herramientas, pensó.

En el patio trasero, la depresión del túnel desplomado era sólo visible junto a la casa, donde había estado la entrada. El resto del túnel era tan profundo que la depresión no creaba una línea clara en el suelo.

Miró alrededor. ¿Podía verlo alguien desde las casas cercanas? Al cuerno si lo hacían. Se quitó la camisa y los pantalones y los arrojó al contenedor de basura. No había una lavandería automática en toda América que pudiera enfrentarse a toda esta suciedad sin estropearse. Sin embargo, podría limpiar sus zapatos. Se los quitó y los sacudió contra la pared de la casa hasta que sólo parecieron sucios en vez de cocidos. Los calcetines fueron a la basura con los pantalones y la camisa.

Incluso su ropa interior estaba marrón por el polvo que se había colado a través de sus vaqueros. Tenía también polvo en los pulmones. Tosería lodo durante una semana, estaba seguro. Echó de nuevo un vistazo alrededor por si había curiosos, no vio a nadie, y se quitó los calzoncillos y los tiró al contenedor de basura. Luego cogió la sierra, el cable y la maza y se metió en la casa. Tal vez he llevado esto de la limpieza demasiado lejos, pensó. Prefiero estar desnudo un minuto entero delante de Dios y todo el mundo antes que dejar mis ropas sucias en cualquier parte que no sea un contenedor de basura cerrado, o dejar mis herramientas en cualquier sitio que no sea el lugar adecuado. Imaginó a la policía llamando a la puerta con una orden de arresto por exhibicionismo. Tal vez llegaran al mismo tiempo que Lissy con su pistola.

Lissy. Si había albergado alguna ilusión de que la arrestaran, acababa de desaparecer. Su mejor prueba estaba ahora enterrada bajo toneladas de tierra. Se imaginó a la policía excavando con picos y palas, destrozando el cuerpo de Sylvie en el acto de descubrirlo. No, lo que pasara con Lissy sería privado. Sólo entre ellos tres.

Don dejó la sierra y el cable y la maza en su sitio, y luego buscó ropa limpia. Podía oír correr el agua. Sabía que Sylvie le había preparado la ducha. Sí que la necesitaba. Notaba la piel resquebrajarse mientras el polvo de yeso se secaba por todo su cuerpo.

Con las ropas en la mano, se volvió hacia las escaleras y allí estaba Sylvie, observándolo. Por instinto, se cubrió la entrepierna con la ropa.

—Oh, lo siento —dijo.

—Te he visto desnudo antes —comentó ella.

Él alzó las cejas.

—Te observaba todo el tiempo. Eras lo único interesante que pasaba en la casa, Don. No puedes reprochármelo.

Él se preguntó cómo lo había observado. ¿Con sus propios ojos, o usando de algún modo a la casa para que viera por ella? No comprendía cómo funcionaba esto entre una casa y el espíritu que la habitaba. La casa respondía ante ella, hacía lo que ella quería sin saber siquiera que lo quería. Veía lo que ella quería ver.

—Muy bien. Tú me has visto desnudo. Yo te he visto muerta. No tenemos secretos.

Ella se echó a reír.

Don corrió escaleras arriba. Todavía le dolía el coxis y tenía los músculos lastimados por todo el esfuerzo de los días pasados. Trabajar duro era bueno, pero no le había dado suficiente descanso a su cuerpo. Dejó la ropa en la tapa del retrete que no funcionaba y se metió en la ducha. Tuvo que enjabonarse tres veces antes de que por fin el agua fluyera limpia. Debía de llevar encima cinco kilos de tierra, por el denso lodo que se formó en el fondo de la bañera. Lo dejó correr por el desagüe y se enjabonó y se enjuagó por cuarta vez antes de descorrer la cortina de la ducha y encontrarse con Sylvie apoyada casualmente contra la puerta, mirándolo. Don sonrió y sacudió la cabeza, extendió la mano para coger la toalla, y se secó.

—Tienen leyes contra los mirones, ¿sabes?

—No soy una mirona. Soy una admiradora.

—Me parece muy bien. Siempre y cuando no señales y te rías.

Se puso la ropa. Trató de no mirarla mucho, porque si lo hacía, podía ver de algún modo el contorno de la puerta tras ella, a su través. Se estaba desvaneciendo demasiado rápido.

Sylvie, naturalmente, no trató de evitar la pregunta.

—¿Y si no estoy aquí cuando ella llegue?

—Sería una lata —dijo Don—. Esperemos que conduzca rápido.

—Cree en mí, Don. Manténme aquí.

—Tengo algo mejor que la fe. Te conozco. Te amo.

—¿Pero qué crees que es la fe?

En la puerta, él se inclinó para besarla. Pudo sentirla, sí, pero sólo débilmente. Como el recuerdo de un beso. Como una suave brisa. Empezó a llorar de nuevo.

—Maldición —dijo—. No soy un tipo llorón.

Ella le acarició la mejilla.

—Aún puedo sentir tus lágrimas.

—Esto me parece una tristeza de más, Sylvie. No sé. No sé.

—Estarás bien.

—No lo sé.

—Ahora tienes que dormir.

—¿Dormir? ¿Crees que voy a perder durmiendo el tiempo que nos queda juntos?

—Ella va a venir, Don. Y ahora mismo estás tan cansado que apenas puedes tenerte en pie. Mírate, encorvado como un viejo. ¿De qué nos servirá a ti o a mí que te caigas de agotamiento?

—¿Y si te has ido cuando despierte?

—No me habré ido, Don. Aunque me desvanezca, todavía estaré aquí. En la casa. Todavía estaré aquí.

—Ella tiene que verte, Sylvie. Tiene que enfrentarse a ti.

—Aguantaré. Soy más fuerte de lo que piensas. Tengo la fuerza de la casa para sostenerme, ¿no? Y tu fuerza para mantenerme real. Pero ahora tienes que dormir.

Ella tenía razón y Don lo sabía. Asintió, triste, y se encaminó a las escaleras.

—No, ahí abajo no —dijo ella—. No puedes dormir ahí abajo. ¿Y si se acerca en la oscuridad antes de que ninguno de los dos sepamos que está aquí, y te dispara a través de la ventana?

—No se me había ocurrido.

—Esto no es la televisión —dijo ella—. Los malos no se quedan ahí plantados y te lo cuentan todo para que los buenos tengan tiempo de llegar y te rescaten. Tan sólo disparan y te matan y se largan.

—No sé, incluso a los malos les gusta que alguien oiga su historia.

—Lo averiguaremos esta noche, ¿no? Ven, duerme en mi cama. En esta hermosa habitación que hiciste para mí.

—No sabía que era para ti hasta que estuvo terminada.

—No sabía que me amabas hasta que me la diste.

La ropa de cama llevaba diez años sin lavar, pero pareció bastante limpia cuando se tendió sobre la colcha. Todo lo que era de ella era suficientemente limpio para él. O tal vez estaba limpio de verdad. Como su ajado vestido. Tal vez la casa tenía poder para hacer también eso. Lo único que faltaba eran pétalos de rosa que marcaran su paso por la casa.

A pesar de todos los dolores y molestias, con la luz de la tarde entrando todavía por las ventanas, Don pensó que iba a tardar una eternidad en quedarse dormido, o que no iba a hacerlo. Pero en cuestión de minutos, notó que se desvanecía. Durante un momento pensó: ¿Es así como lo siente ella? ¿Se desvanece de esta forma? Pero supo que era lo contrario. Su cuerpo era pesado y real; era su consciencia la que se desvanecía. La consciencia de ella permanecería, encerrada en esta casa hasta que él la derribara y la liberara. Y eso era lo que haría. Le quedarían diez, veinte mil, tal vez un poco más, después de pagar al equipo de demolición. Eso era suficiente para una señal. Al final volvería a comprar con dinero en mano. Lo había hecho antes. Su vida no había acabado. Sólo lo parecía.

Ella seguía allí, sentada en el suelo, la espalda contra la pared.

—Sylvie —susurró él.

—¿No estás dormido todavía?

—Casi. Prométeme que me despertarás cuando llegue. No intentes enfrentarte a ella sola.

—Lo prometo. Ya he estado sola demasiado tiempo. La casa intentaba atraerme, convertirme en parte de las paredes, de las vigas. Nunca cedí. Supe que tenía que permanecer separada. Yo misma. Estaba esperando.

—¿A que volviera Lissy?

—No. A que llegaras tú.

Se arrastró el metro que la separaba de la cama y se inclinó hacia adelante con el rostro apenas a unos centímetros del de Don.

—Cuando Lissy estaba delante, los hombres siempre me ignoraban y la preferían a ella.

—Yo soy más listo que esos tipos —dijo él.

Y entonces se quedó dormido.

Sylvie lo estuvo mirando un rato, pero luego empezó a deambular por la casa. Como se desvanecía, sentía cada vez con más fuerza el tirón de la casa sobre ella. Ya podía oír sus pasos tanto desde abajo como desde arriba: sentía a través del suelo tanto como a través de sus propios pies.

Durante diez años no se había permitido querer nada. Ni la luz del sol, ni comida, ni amor, ni vida. Nada. No sabía que estaba muerta, pero al mismo tiempo sabía que se sentía así. Sólo cuando dejó de estar muerta, sólo en estas pocas semanas con Don Lark en la casa comprendió lo muerta que había estado. Perdida en su culpa, su vergüenza, su dolor, sus pérdidas. Ahora que había aprendido de nuevo a amar y esperar, ahora que ya no se sentía avergonzada o culpable, era esa misma alegría la que la estaba matando. Quien creó este universo, pensó, la cagó de veras. Si alguna vez tienes la oportunidad de crear otro, cambia un poco las reglas. Anima un poco a tus criaturas. Danos un respiro de vez en cuando.

Recorrió la casa, sintiéndose como un fantasma por primera vez. Podía sentir cómo la casa respondía ante ella. Las ventanas se sacudían a su paso. Las tablas crujían porque ella quería. Las puertas se abrían, se cerraban. Caminó entre las herramientas de Don como si fueran un campo de mariposas: se elevaron y se apartaron de su camino mientras caminaba entre ellas, y luego se posaron, justo donde estaban antes, cuando terminó de pasar. El tiro se abrió y el viento sopló por la chimenea porque ella quería resoplar. Podía sentir su propio corazón latiendo en las paredes. Esta casa era fuerte ahora. Don la había hecho fuerte. Así que cuando se desvaneciera en ella tendría verdadero poder. Poseería la casa.

Por favor, derríbala, Don. Por favor, no me dejes atrapada aquí, con vigas como esqueleto y una piel de listones y yeso. Las ventanas no son ojos. Este hueco bajo la escalera es precioso, pero no es mi corazón, no es mi corazón.

El cielo se oscureció en el exterior. Los árboles casi sin hojas silbaron con el viento que se levantaba. El frío arreció: ella sintió la bajada de la temperatura a través de la contracción de los listones de la casa. Llovería, soplaría el viento, las últimas hojas serían arrancadas de los árboles. La lluvia posiblemente se colaría en la casa a través de la depresión del césped, la nueva entrada al sótano. El barro se extendería por todo el suelo del sótano. El principio de la muerte. Podía sentirlo como una herida. No una herida seria todavía, pero se infectaría. Si quedaba sin atender, mataría a la casa. Ella no permitiría que Don la arreglara. No lo permitiría.

Y sin embargo sentía la necesidad de la casa de ser reparada, lo sentía como un hambre profunda, como sed, como una vejiga llena, como esos fuertes deseos. Cuando fuera engullida completamente por la casa, ¿tendría ella fuerza para decirle que no la reparara? ¿O las necesidades de la casa le serian propias, como la mayoría de la gente es incapaz de distinguir entre las necesidades de su cuerpo y las suyas propias? Como si su cuerpo fuera su esencia. Destrozaban sus vidas, todo por darle a su cuerpo lo que quería, pensando siempre que era lo que querían ellos. Luego contemplaban el desastre de sus vidas y se preguntaban qué les pareció tan importante de acostarse con aquella persona en ese momento; yacían en el hospital intubados y muriendo, preguntándose qué tenía cada nuevo cigarrillo para que les hubiese parecido más importante que la vida misma. Hace falta la muerte para despertarte, pensó. Y entonces es demasiado tarde. Cuando yo sea capturada por la casa, ¿recordaré lo que aprendí? Probablemente no. Seré otra vez mortal, y moriré cuando la casa muera, sin recordar jamás que sus deseos nunca fueron los míos. Mi amor por Don será un recuerdo lejano. Y él me olvidará también.

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