Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
Los minutos parecían eternos mientras los tres supuestos ladrones de tumbas se acercaban. Sophie sujetó la linterna al cañón del Tavor, y luego permaneció completamente quieta: los hombres pasaron a un par de metros de distancia. Le hizo un gesto a Dirk y se levantó. Se colocó detrás de los hombres, encendió la linterna y gritó en árabe:
—¡Alto! ¡Manos arriba!
Los tres hombres se volvieron y se quedaron de piedra ante la súbita emboscada; la linterna de Sophie les alumbraba la cara. Dos de los hombres, cada uno de ellos armado con un
AK-74
que apuntaba al suelo, le lanzaron una mirada amenazadora. Uno de ellos era bajo, iba mal vestido y tenía los párpados caídos; Sophie reconoció a Hassan Akais; el soplón estaba en lo cierto. El segundo iba igual de desastrado y tenía una nariz prominente y torcida. Sin embargo, fue al ver al tercer hombre cuando Sophie sintió que un escalofrío le recorría la espalda. El jefe del trío, que la miraba con ojos inquisidores, tenía una profunda cicatriz en el lado derecho de la mandíbula. Era el mismo hombre que la había fulminado con la mirada en Cesarea y que había dirigido el asalto que había concluido con el asesinato del detective Holder.
Al reconocerle, las manos de Sophie temblaron y el rayo de luz de la linterna osciló alrededor del rostro del terrorista. Al notar su titubeo, Akais levantó rápidamente el arma y apuntó a Sophie. Cuando su dedo alcanzó el gatillo, una sonora detonación rompió el silencio del cementerio. Una mancha roja apareció en la muñeca del pistolero: una bala de nueve milímetros le había atravesado el antebrazo.
El hombre hizo una mueca de dolor, soltó el gatillo y se sujetó el brazo que sangraba con la mano libre. Miró desconcertado a Sophie, hasta que vio a Dirk unos pasos por detrás, a un lado, con los brazos extendidos y sujetando una pistola automática con ambas manos.
—Arrojen las armas o la próxima vez apuntaré un poco más alto —ordenó Dirk.
El otro árabe, de barba larga y desordenada, se apresuró a arrojar su
AK-74
, pero el hombre herido no se movió. Miró a Dirk con odio. Entonces, de pronto, su rostro se suavizó, y apretó los dientes en una mueca de desafío mientras su mirada iba más allá del hombro de Dirk.
—Mucho me temo que los que vais a arrojar las armas vais a ser vosotros —dijo una dura voz femenina desde la oscuridad—. Y levantad las manos donde pueda verlas.
Dirk se volvió hacia la voz: una mujer de pelo corto se hallaba detrás mismo de Sophie y apuntaba una pistola a su cabeza. Vestía prendas oscuras informales y llevaba unas gafas de visión nocturna sobre la frente. Dirk intuyó otra presencia; estiró un poco el cuello y vio la sombra de otro hombre que le apuntaba a la cabeza.
Sophie le lanzó una mirada de disculpa mientras dejaba el Tavor en el suelo. Sin otra elección, Dirk sonrió con candor a la mujer turca, y después arrojó la pistola a una tumba cercana.
Dirk y Sophie fueron llevados a punta de pistola colina arriba y por un angosto pasaje. Como los terroristas árabes que los seguían, se quedaron estupefactos al ver la enorme cantera que los esperaba al otro lado, ahora iluminada por el pálido resplandor de varias linternas. Sophie había estado varias veces en la caverna de Sedecías, y encontrar otra cantera igual de grande debajo del Monte del Templo la dejó perpleja. Su asombro se convirtió en miedo cuando vio el cuerpo ensangrentado de al-Jatib, que yacía boca abajo junto a una de las linternas. Su miedo aumentó al reconocer al jefe terrorista árabe.
—El tipo alto... dirigió el ataque a Cesarea —susurró a Dirk.
Dirk asintió; había comprendido que ese contingente tan bien armado iba en busca de algo más importante que una vieja tumba. El jenízaro los empujó hacia un pequeño saliente de piedra, donde se sentaron, siempre con un arma apuntándolos, cerca del palestino muerto.
Maria recogió las pesadas mochilas de los tres árabes.
—¿Aquí está todo? —preguntó a Zakkar.
—Sí, los veinticinco kilos, con mechas y detonadores —respondió el árabe. Miró hacia el alto techo—. ¿Pretende volar la Cúpula de la Roca?
Maria le miró con frialdad.
—Sí, y también la mezquita al-Aqsa. ¿Algún problema?
El árabe sacudió la cabeza.
—Provocará una ira enorme en nuestras tierras. Pero quizá sea para mayor bien de Alá.
—Será para un bien mayor —le cortó Maria.
Se arrodilló, realizó un rápido inventario de los explosivos, y volvió a levantarse. Al ver que Sophie y Dirk observaban sus movimientos, su rostro se agrió.
—Ha estado a punto de poner en evidencia nuestra misión —reprochó a Zakkar.
—Son policías arqueólogos, persiguen a los ladrones de tumbas —explicó el árabe; no dijo que ya conocía a Sophie y a Dirk—. Era una vigilancia al azar. ¿Por qué no los matamos ahora mismo? —Hizo un movimiento de cabeza en dirección a la pareja.
—¿Ha dicho arqueólogos israelíes? —Maria pensó en sus palabras—. No, no los mataremos. Morirán «accidentalmente» en la explosión —añadió con una sonrisa perversa—. Serán unos chivos expiatorios perfectos.
Hizo un gesto al jenízaro para que se acercara, y luego se volvió otra vez hacia Zakkar.
—Que dos de sus hombres monten guardia. —Miró su reloj—. Es hora de colocar los explosivos; quiero que estallen a la una.
Recogió una linterna mientras el jenízaro levantaba dos de las mochilas. Zakkar habló con sus dos hombres, luego cogió la otra mochila y la linterna, y siguió a Maria, que se alejaba por uno de los túneles.
—La destrucción de la Cúpula desatará un horrible derramamiento de sangre —susurró Sophie a Dirk.
—¡Silencio! —gritó el árabe barbudo, que apuntó su arma en dirección a Sophie.
Su compañero, el hombre herido llamado Akais, se sentó en una roca cercana sujetándose el brazo. La bala no había alcanzado ninguna arteria importante; la
kufiya
, bien envuelta alrededor del brazo, contenía el flujo de sangre. Aunque había subido la colina sin problemas y había entrado en la cantera por su propio pie, estaba sufriendo los efectos de la pérdida de sangre.
En algunos momentos miraba a Dirk con furia y después sus ojos adquirían una expresión distante.
Dirk observó la cantera con atención; buscaba una manera de huir sin recibir una bala en la espalda. Pero parecía haber muy pocas posibilidades. Se fijó en el palestino muerto y tomó nota de las dos linternas restantes. Una estaba en el suelo, cerca del muerto, a unos tres metros de Dirk. El pistolero barbudo caminaba alrededor de la otra linterna, colocada sobre una roca al otro lado de la caverna.
Dirk llamó la atención de Sophie y con un movimiento despreocupado señaló hacia el guardia barbudo. Después se pasó el dorso de la mano por la boca y susurró:
—La linterna... ¿Puedes apagarla?
Sophie miró la linterna y al guardia, y asintió con un leve movimiento y una mirada firme. Luego observó con atención las paredes de la caverna examinando las marcas de escoplo que alcanzaba a ver en la penumbra. En una pared, más allá del guardia, encontró lo que buscaba: una marca irregular a partir de la cual inventaría una historia.
Miró ese punto como si la tuviera fascinada hasta que el guardia advirtió su mirada y se volvió para ver qué le llamaba tanto la atención. Sin dejar de mirar la pared, Sophie se levantó con cuidado y dio un paso adelante.
—No se mueva —ordenó el árabe, que se volvió hacia ella.
Sophie hizo lo posible por no prestarle atención y no recibir un tiro.
—Esta cantera tiene dos mil años de antigüedad y se halla justo debajo de la Cúpula de la Roca —murmuró—. Creo que allí hay una señal del Profeta.
El guardia la miró con suspicacia, y después miró a Dirk. El ingeniero de la NUMA le respondió con la expresión más despistada y desinteresada de que fue capaz. El árabe cogió la linterna y retrocedió despacio hacia la pared, con el fusil de asalto apuntando a la pareja. Al llegar a la pared, echó varios vistazos rápidos a la piedra tallada. Un par de incisiones paralelas recorrían la superficie a la altura de los ojos, y entre las incisiones se veía una marca borrosa hecha con carbonilla. El pistolero lo miró sin entender qué podía representar, y a continuación miró a Sophie.
—Sí, sí que lo es —añadió la muchacha, y dio otro paso adelante.
Al ver que el guardia no reaccionaba, continuó caminando hacia él a un paso cauteloso.
—Cualquier treta, y su amigo será el primero en morir —dijo el árabe, con el arma apuntando a Dirk. Luego se volvió y gritó a su compañero—: Hassan, mantente alerta.
El pistolero herido asintió lentamente con la cabeza.
—Bien, enséñemelo —dijo el guardia a Sophie al tiempo que se apartaba de la pared.
Sophie llegó a la pared y colocó una mano en la piedra, cerca de las incisiones y la marca. Había visto incisiones similares en las paredes de la caverna de Sedecías; sabía que solo eran marcas preliminares en una laja de piedra caliza que por alguna razón no llegaron a cortar. Los desvaídos rastros de carbonilla seguramente no eran más que una señal numérica o de ubicación de la piedra no utilizada. Sin embargo, ella le sacó jugo.
—Como su huella en la piedra sagrada de la Cúpula, creo que este podría ser un indicio de la partida de Mahoma en su Viaje Nocturno —explicó, en una referencia a la visita de Mahoma a los cielos montado en un corcel alado—. Con esta luz apenas se ve. ¿Me presta la linterna?
En ningún momento miró al guardia, fingió estar absorta en las marcas de la pared mientras extendía una mano hacia él. El hombre reaccionó por instinto, le pasó la linterna y desvió el cañón en su dirección. Sophie cogió la linterna y alumbró la pared; su mirada continuaba clavada en la marca de carbonilla.
—Mire esto de aquí —dijo en voz baja, y con la mano libre señaló la piedra. Su otra mano se deslizó hacia la base de la linterna, donde sus dedos buscaron el interruptor. Cuando su índice lo encontró, apagó la linterna y se quedó quieta.
Con el resplandor amarillo de la linterna lejana seguía siendo bien visible para el árabe. Este comenzó a gruñir una orden, pero se interrumpió al advertir un súbito movimiento con el rabillo del ojo.
Dirk había estado esperando ese momento. En el instante en que la linterna de Sophie se había apagado, él había saltado de la piedra. Sabía que las balas llegarían de inmediato, así que dio dos pasos y se lanzó hacia la luz.
Le salió bien. El pistolero barbudo movió el arma y disparó al instante. Pero Dirk ya había chocado contra el suelo, y las balas silbaron muy por encima de su cabeza. Con un brazo extendido mientras caía, aferró la linterna con una mano. No se molestó en buscar el interruptor, simplemente golpeó la linterna contra el suelo y destrozó el cristal y la bombilla.
La caverna quedó sumida en una oscuridad total, que se vio rota muy pronto por los fogonazos que salían del fusil de asalto del árabe. El furioso pistolero disparó varias ráfagas en dirección a Dirk, y las detonaciones resonaron como un trueno por toda la cantera mientras las balas rebotaban en las paredes de piedra caliza.
Los disparos apuntaban a la última posición de Dirk, pero él ya se había alejado de la linterna y se movía por el suelo como un cangrejo hacia el pasaje de entrada. Después de avanzar unos seis metros, se detuvo, y dio la vuelta palpando el suelo con las manos. Los disparos habían cesado y él había encontrado lo que buscaba: el cadáver del palestino. O, mejor dicho, el pico que yacía junto a los pies del muerto.
Un tenso silencio reinó en la caverna. El olor a pólvora flotaba en el aire. El pistolero árabe, convencido de que había matado a Dirk, se volvió y disparó hacia el punto donde Sophie había estado momentos antes. Pero con el resplandor de los fogonazos vio que la muchacha ya no estaba allí.
La astuta Sophie, rozando la pared con una mano para guiarse, había corrido hacia el pistolero y lo había dejado atrás mientras disparaba a Dirk. Cuando los disparos cesaron, Sophie se detuvo, con la linterna todavía en la mano, y deseó con toda su alma que el corazón no le latiese tan fuerte.
—Hassan, ¿tienes una linterna? —gritó el árabe.
El pistolero herido recuperó poco a poco los sentidos y se levantó tambaleante.
—Estoy aquí, junto a la entrada. No dispares en esta dirección —suplicó con voz débil.
—¿La linterna? —gritó su compañero.
—Está en mi mochila, pero no la encuentro —respondió Akais, que buscaba alrededor de sus pies.
—Las mochilas se las han llevado los otros —dijo el otro, furioso.
Dirk aprovechó la distracción de la conversación para acercarse y atacar. Con el pico al hombro, avanzó hacia la entrada y hacia la voz del pistolero herido. Estaba débil, así que sería el más fácil de derribar. Con un poco de suerte, Dirk podría cambiar el pico por un fusil de asalto y dispararle antes de que el otro se diese cuenta de lo que sucedía.
Cuando la conversación cesó, Dirk se hallaba todavía a un par de metros del hombre herido. Tendría que golpear a ciegas; no podía revelar su posición. Deslizó un pie hacia delante con el mayor sigilo posible y después otro. Pero a pesar de su debilidad, Akais detectó una presencia cercana.
—¿Salaam? —preguntó de pronto.
La voz sonó cerca, lo bastante cerca, se dijo Dirk, como para decidirse a golpear. Había dado otro paso adelante y levantado el pico cuando una linterna apareció de pronto al otro lado de la caverna. Al girarse vio a Maria con una linterna en una mano y una pistola en la otra. Miró a Dirk y movió la pistola a la izquierda, hacia el corazón de Sophie, que seguía agachada contra la pared solo unos metros más allá.
—O sueltas el pico o la mato —dijo la turca.
Sophie miró a Dirk con desesperación cuando él dejó caer el pico al suelo a regañadientes. Sus ojos muy abiertos y llenos de miedo fue lo último que vio antes de que Hassan descargase un golpe con la culata de su fusil en la nuca de Dirk y él cayese al suelo sumergido en un mar de tinieblas.
Un taxi blanco destartalado entró en el aparcamiento de tierra y se detuvo junto al coche de Sophie. Sam Levine pagó enseguida al taxista y salió del coche. Mientras el taxi se perdía en la noche. Sam llamó a Sophie. No le sorprendió que no contestase; le envió un mensaje de texto diciéndole dónde estaba. Tampoco recibió respuesta, así que fue hacia el cementerio; sabía que su jefa solía desconectar el móvil durante una operación de vigilancia.