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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (37 page)

BOOK: El complot de la media luna
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María no hizo caso de la pregunta.

—¿Pudo ampliar la abertura alrededor del acueducto? —preguntó a su vez.

—Sí, hice lo que me pidió. Amplié la abertura y después cavé un par de metros en la ladera. La entrada está bien camuflada con arbustos.

—Excelente. —María metió la mano en la mochila y sacó un sobre lleno de dinero israelí. Cuando deslizó el grueso sobre por encima de la mesa, al-Jatib abrió mucho los ojos—. Hay una gratificación por el trabajo bien hecho.

—Le estoy muy agradecido —dijo el palestino al tiempo que se apresuraba a guardarse el sobre en el bolsillo.

María se acabó la taza de té.

—Ahora nos mostrará el lugar —dijo.

Al-Jatib consultó su reloj con preocupación.

—No tardará en oscurecer, pero esta noche habrá una luna muy brillante.

Entonces vio la mirada fría y decidida de María y se apresuró a dar marcha atrás.

—Por supuesto, si ese es su deseo —tartamudeó—. ¿Tiene coche?

El palestino pagó la cuenta, y el trío salió a la calle y se dirigió hacia el coche de alquiler. María, siguiendo las indicaciones de al-Jatib, rodeó el extremo sur de la Ciudad Vieja y después giró al norte, hacia el valle de Kidron. El palestino la guió hasta el borde de un viejo cementerio musulmán, donde María ocultó el coche detrás de un almacén de piedra al que le faltaba poco para venirse abajo.

Sus sombras desaparecieron en el crepúsculo mientras el jenízaro sacaba del maletero del coche un pico y una bolsa con linternas. María y él siguieron al palestino cuando saltó un murete y avanzó por el cementerio polvoriento. El lugar estaba desierto a esa hora tardía, pero el grupo se mantuvo en la remota sección occidental, bien lejos de una mezquita que se hallaba en el centro y de una carretera lateral al este. El jenízaro hacía lo posible por ocultar el pico debajo del brazo mientras caminaba.

Al este se elevaba el Monte de los Olivos, dominado por un gran cementerio judío y varias iglesias y jardines. En lo alto de una ladera, al oeste, se hallaba la imponente muralla de piedra que rodeaba la Ciudad Vieja. Por encima de la muralla se encontraba el Monte del Templo, que los musulmanes llaman al-Haram ash-Sharif, el Noble Santuario. En el centro del terreno sagrado se levantaba la Cúpula de la Roca, una gran estructura que albergaba la piedra donde Abraham preparó el sacrificio de su hijo. En la tradición islámica, dicha piedra se consideraba también el punto de partida de Mahoma en su visita al cielo durante su Viaje Nocturno, señalado por la huella de su pie en la piedra. María solo alcanzaba a ver la parte superior de la gran cúpula dorada del templo musulmán, de un color marrón arce a la luz del crepúsculo.

Al-Jatib llegó a la sencilla lápida de un emir musulmán muerto en el siglo
XVI
y giró hacia la izquierda. Caminó hasta el final de una hilera de tumbas y comenzó a trepar por la rocosa ladera que subía abruptamente hacia la Ciudad Vieja. María cogió una linterna de la mochila pero no la encendió, avanzó dando tumbos entre las rocas y la maleza hasta llegar a una pequeña plataforma. Al-Jatib había aflojado el paso.

—Estamos cerca —susurró el palestino.

Encendió su linterna y continuaron subiendo, hasta que por fin se detuvieron junto a un par de arbustos. María, que jadeaba por el esfuerzo, vio que los arbustos estaban muertos, con las raíces hundidas en un pequeño montículo de tierra. Detrás de los arbustos secos había un montón de piedras bien dispuestas.

—Está aquí detrás —explicó al-Jatib; enfocó la luz hacia las plantas. Se volvió y miró intranquilo arriba y abajo de la ladera para asegurarse de que nadie los observaba—. De vez en cuando pasan patrullas de seguridad por esta zona —advirtió.

Maria sacó las gafas de visión nocturna y observó el entorno con atención. Los cercanos sonidos de la ciudad bajaban al valle, y un manto de luces brillaba por las colinas circundantes. Pero en el cementerio no había un alma.

—Por aquí no hay nadie —confirmó.

Al-Jatib asintió, después se arrodilló y comenzó a apartar las piedras. Cuando apareció una pequeña abertura, Maria ordenó al jenízaro que le ayudase. Los dos hombres no tardaron en despejar una entrada que dejaba a la vista un angosto pasillo de casi un metro cincuenta de altura. Después de quitar todas las piedras, el palestino se levantó y descansó.

—El acueducto era bastante pequeño —dijo a Maria al tiempo que juntaba las manos para mostrarle el diámetro—. Tuve que cavar mucho para ampliarlo.

Maria miró al hombre pero no sintió ninguna compasión; pensaba en la historia de la construcción original. La abertura del acueducto encontrada en la colina no era más que la salida de una obra de ingeniería mucho más complicada. Casi dos mil años antes, los ingenieros romanos al servicio de Herodes habían construido una serie de acueductos desde las lejanas colinas de Hebrón que suministraban agua potable a la ciudad y a la Fortaleza Antonia, edificada en el lugar del Monte del Templo. «Los acueductos eran construidos a mano por obreros que se hallaban en mejores condiciones físicas que el regordete palestino que tengo delante», pensó la joven.

Apuntó la linterna a la boca del pasaje y la encendió. La luz reveló un angosto túnel que se adentraba un metro y medio en la ladera. Al fondo, vio que el acueducto asomaba a nivel del suelo y se adentraba en el muro de piedra. El túnel estaba bien excavado, y María tuvo la certeza de que al-Jatib había trabajado con habilidad.

—Ha hecho un buen trabajo —dijo al hombre, y apagó la linterna. Cogió el pico de manos del jenízaro y se lo entregó al palestino—. Necesito que cave un metro más.

El bien pagado ladrón de reliquias asintió bien dispuesto; esperaba recibir una gratificación adicional y sentía curiosidad por la tarea encomendada. Cogió la linterna que le ofrecía el jenízaro, gateó hasta el fondo del túnel y comenzó a cavar en la pared rocosa. El jenízaro se acercó y, con las manos enguantadas, fue apartando la tierra suelta y los cascotes que se amontonaban alrededor de los pies de al-Jatib.

Mientras Maria hacía guardia cerca de la entrada, el palestino trabajó sin parar durante casi veinte minutos y consiguió avanzar casi un metro más. Con la respiración agitada, descargó otro fuerte golpe en la ladera y notó una extraña ligereza a través del mango del pico. Al retirar la herramienta, vio que había hecho un agujero que daba a un espacio abierto detrás de la pared de tierra. El palestino, sorprendido, levantó la linterna. Solo vio una negra extensión vacía a través del pequeño agujero, pero se quedó atónito al sentir la corriente de aire fresco que pasaba a través.

Con energías renovadas, atacó con furia la barrera y en cuestión de minutos abrió un agujero del tamaño de un hombre. Apartó los escombros, pasó por la abertura con la linterna en alto y entró en una amplia caverna con el techo muy alto.

—Alabado sea Alá —exclamó, tiró el pico a un lado y observó las paredes a lo lejos.

La luz de las linternas las hacía brillar con un color blanco alabastro y revelaba incluso hileras de marcas de escoplo. El ojo experto de al-Jatib vio que se trataba de piedra caliza, y las marcas indicaban los lugares donde habían cortado y retirado los grandes bloques.

—Una cantera como la cueva de Sedecías —dijo cuando Maria y el jenízaro entraron con otro par de linternas.

—Sí —asintió Maria—. Solo que esta se perdió en la historia cuando destruyeron el Segundo Templo.

Debajo de los muros de la Ciudad Vieja, a poco más de un kilómetro de distancia, había otra caverna enorme, abierta por los esclavos que cortaban bloques de piedra caliza para los muchos proyectos de construcción de Herodes el Grande. Llevaba el nombre del último rey de Judea, que al parecer la había utilizado como escondite para huir de los ejércitos de Nabucodonosor.

Gracias a la luz de las tres linternas, vieron que la cantera se abría en múltiples pasajes, como los dedos de una mano en la oscuridad. Al-Jatib miró el túnel más grande, que se extendía en dirección este hasta donde alcanzaba la vista.

—Este túnel debe de pasar por debajo de Haram ash-Sharif —dijo, intranquilo.

Maria asintió con un gesto.

—¿Y la Cúpula de la Roca? —La voz del palestino reflejó su nerviosismo.

—La piedra sagrada de la Cúpula se halla sobre una base de roca, pero el túnel principal pasa por debajo de la estructura. Otro túnel se dirige hacia la mezquita al-Aqsa y a otros puntos de la zona. Eso suponiendo que los planos de Soleimán sean correctos, como lo han demostrado hasta el momento.

El palestino se puso pálido; el entusiasmo inicial había sido barrido por el miedo.

—No deseo caminar por debajo de la roca sagrada —dijo en un tono solemne.

—No será necesario —replicó Maria—. Su trabajo ha terminado.

Metió la mano en la riñonera, sacó una pistola Beretta y apuntó al atónito palestino.

A diferencia de su hermano, Maria no sentía entusiasmo ni emoción al quitarle la vida a una persona. De hecho, no sentía nada en absoluto. Matar a alguien era el equivalente emocional a cambiarse los calcetines o a comer un plato de sopa. Estaban en diferentes extremos de la escala psicopática, producto de una infancia de sufrimientos y homogeneidad genética, pero ambos se habían convertido en asesinos implacables.

La pistola disparó dos veces y dos balas atravesaron el pecho de al-Jatib mientras el eco de las detonaciones resonaba con fuerza en la caverna. El ladrón de reliquias cayó de rodillas, una momentánea mirada de incomprensión apareció en sus ojos, y se desplomó muerto. Maria se acercó con calma, sacó el sobre con el dinero del bolsillo y se lo guardó en la riñonera. Luego consultó su reloj.

—Nos queda menos de una hora para que entreguen los explosivos —dijo al jenízaro—. Vamos a explorar la cantera y a seleccionar los lugares donde los pondremos.

Pasó por encima del cadáver, recogió la linterna del palestino, y se adentró deprisa en la oscuridad.

45

Eran casi las diez cuando Sophie entró en un pequeño aparcamiento de tierra fuera de la muralla nordeste de la Ciudad Vieja y aparcó detrás de una tienda de ropa cerrada. Al otro lado de la carretera, bajando una colina, se hallaba el extremo norte del cementerio musulmán, que se extendía al sur por una garganta que formaba parte del valle de Kidron. Apagó el motor y se volvió hacia Dirk, que la miraba desde el asiento del copiloto.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —preguntó—. La mayoría de las operaciones nocturnas son un aburrimiento total.

Dirk sonrió.

—No soy de los que desperdician la oportunidad de dar un paseo con una chica bonita a la luz de la luna.

Sophie contuvo la risa.

—Eres el único que conozco capaz de ver algo romántico en una vigilancia.

Sin embargo, tuvo que admitir que ella sentía lo mismo. Habían disfrutado de una cena íntima en un tranquilo café armenio junto a la Puerta de Jaffa, y a medida que avanzaba la noche había sentido un deseo cada vez mayor de cancelar la vigilancia e invitarle a su apartamento. Apartó esa idea porque sabía que la perspectiva de obtener una información útil sobre los asesinos del agente Holder era mucho más importante.

—No es propio de Sam llegar tarde —comentó después de consultar su reloj y echar un vistazo por la ventanilla.

Un minuto más tarde sonó su móvil y ella respondió en hebreo.

—Era Sam —dijo después de colgar—. Ha tenido un accidente de tráfico.

—¿Está bien?

—Sí. Por lo visto una camioneta que llevaba a peregrinos cristianos se saltó una curva y chocó contra él. El está bien, pero su coche está destrozado. Cree que unos pocos turistas mayores podrían estar heridos, así que tardará en organizar las cosas. No cree que llegue aquí hasta dentro de una hora.

—Supongo que podemos comenzar sin él —dijo Dirk; abrió la puerta y salió del coche.

Sophie le siguió. Abrió el maletero, sacó unos prismáticos de visión nocturna y se los colgó al cuello. Luego se inclinó para abrir una maleta de cuero que había en el fondo del maletero. Contenía un fusil de asalto Tavor TAR-21. Lo cargó, accionó el cerrojo para meter una bala en la recámara y se colgó el arma al hombro.

—Ya veo que esta vez irás armada hasta los dientes —comentó Dirk.

—Después de lo de Cesarea, más me vale —dijo ella en un tono decidido.

—Si sospechas que están implicados los contrabandistas libaneses, ¿por qué no dejas que el Shin Bet se ocupe de la vigilancia?

—Lo pensé —admitió ella—, pero ese soplo no es muy de fiar. Lo más probable es que nos las veamos con un grupo de ladrones adolescentes, y quizá ni siquiera aparezcan.

—Por mí perfecto. —Dirk le guiñó un ojo y la cogió de la mano.

Cruzaron la carretera y bajaron por el terraplén que llevaba hasta el cementerio. Sophie se detuvo y barrió el terreno con los prismáticos.

—Deberíamos bajar un poco más —susurró.

Bajaron otra docena de metros y se detuvieron en un pequeño altozano que ofrecía una vista despejada de casi todo el cementerio. Las lápidas musulmanas resplandecían blancas a la luz de la luna cual dientes dispersos sobre una manta de color arena. Sophie se sentó en un saliente de piedra y observó la zona baja con los prismáticos de visión nocturna. Al otro lado de la pared occidental vio unos cuantos chicos que jugaban al fútbol, pero el cementerio parecía desierto. Estaba estudiando el este cuando sintió que el cuerpo de Dirk se deslizaba junto al suyo y un brazo le rodeaba la cintura. Bajó los prismáticos despacio.

—Me estás distrayendo de mi trabajo —protestó ella sin convicción, luego le rodeó la nuca con la mano y le besó con pasión.

Permanecieron abrazados durante varios minutos, hasta que el débil sonido de unos pasos interrumpió su intimidad. Sophie se apresuró a mirar colina abajo.

—Tres hombres con mochilas muy grandes —susurró—. Dos de ellos parecen llevar palas, o quizá sean armas, no estoy segura. —Dejó los prismáticos y miró colina arriba—. Necesitamos a Sam —protestó.

—Todavía tardará media hora en llegar —dijo Dirk después de consultar su reloj.

El sonido de los pasos de los tres hombres se oía con mayor claridad a medida que se acercaban al centro del cementerio. Sophie desenfundó su pistola Glock y se la dio a Dirk.

—Los detendremos —susurró—. Después llamaré a la policía de Jerusalén para que se los lleve.

Dirk asintió, cogió la pistola y verificó la carga. Dejaron su punto de observación y bajaron despacio por la ladera. Intentaban que las lápidas más grandes los taparan, y así poco a poco avanzaron hacia la derecha. Al acercarse a una tumba elevada que les ofrecía cobijo, se colocaron detrás y se arrodillaron, a la espera.

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