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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (26 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—Kitchener era soltero, pero dejó la mansión a su sobrino Toby. Ahora Aldrich, el hijo de Toby, administra el lugar, pero se está haciendo mayor.

Julie aparcó el coche en un amplio solar y caminaron hasta la entrada principal por un camino que atravesaba una rosaleda mal cuidada. Summer no disimuló su admiración cuando entraron en el vestíbulo principal, donde había una enorme araña de cristal y un imponente retrato al óleo de Kitchener; sus severos ojos grises imponían su voluntad incluso desde la superficie plana del lienzo.

Un hombre delgado y de pelo blanco, sentado a una mesa leyendo un libro, alzó la mirada y sonrió al ver a Julie.

—Hola, señorita Goodyear —dijo, y se levantó al instante—. Recibí su mensaje de que vendría por la mañana.

—Tiene muy buen aspecto, Aldrich. ¿Sigue con la mansión llena?

—El negocio no va mal —respondió Aldrich—. Tengo un par de huéspedes que han llegado hoy mismo.

—Le presento a mi amiga Summer Pitt; me ayuda en la investigación.

—Me alegro de conocerla, señorita Pitt. —Aldrich le tendió la mano—. Seguramente querrán comenzar a trabajar de inmediato, así que ¿por qué no me siguen hasta la parte de atrás?

Las llevó por una puerta lateral hasta un ala privada que incluía las dependencias de Aldrich. Atravesaron un salón lleno de objetos del norte de África y Oriente Próximo adquiridos por Kitchener durante sus años de servicio en la región. Aldrich abrió otra puerta y las hizo pasar a un despacho con las paredes tapizadas de madera. Summer se fijó en que había una pared ocupada por completo por archivadores de caoba.

—Creía que ya se sabía los archivos de tío Herbert de memoria —le comentó Aldrich a Julie con una sonrisa.

—Desde luego, he pasado mucho tiempo con ellos —admitió Julie—. Solo queremos repasar parte de su correspondencia personal de los meses anteriores a su muerte.

—La encontrará en el último archivador a la derecha. —Se volvió y se encaminó hacia la puerta—. Si me necesita, estaré en la mesa de la entrada.

—Gracias, Aldrich.

Las dos mujeres se apresuraron a buscar en el archivador. Summer se alegró al ver que la correspondencia era más personal e interesante que los registros del Museo de la Guerra. Leyó poco a poco docenas de cartas de los parientes de Kitchener, junto con lo que parecía una correspondencia interminable con los contratistas, a los que Kitchener presionaba para que completasen las reformas de Broome Park.

—Mira qué monada —dijo, y alzó una tarjeta con una mariposa dibujada a mano por la sobrina de tres años de Kitchener.

—El viejo general tragasables estaba muy unido a su hermana, sus hermanos y sus sobrinos —dijo Julie.

—Leer la correspondencia personal de alguien es una manera excelente de llegar a conocerle, ¿no? —comentó Summer.

—Sí. Es una pena que la carta manuscrita se haya convertido en un arte perdido en la era del correo electrónico.

Buscaron durante casi dos horas y de pronto Julie se irguió en la silla.

—Dios, no se hundió con el
Hamsphire
—exclamó.

—¿De qué hablas?

—De su diario —respondió Julie con los ojos muy abiertos—. Ten, mira esto.

Era una carta enviada por un sargento del ejército llamado Wingate y fechada unos pocos días antes del hundimiento del
Hamsphire
. Summer leyó con interés que el sargento se lamentaba por no poder acompañar a Kitchener en su viaje y deseaba toda la suerte al mariscal de campo en su importante misión. Una breve posdata le llamó la atención.

—«Posdata. Recibí su diario. Lo guardaré bien hasta su regreso» —leyó en voz alta.

—¿Cómo pudo pasárseme por alto? —se lamentó Julie.

—Es una carta de lo más inocente, escrita con muy mala letra —dijo Summer—. A mí me habría ocurrido lo mismo. Pero es un descubrimiento fantástico. Qué maravilla que su último diario todavía exista.

—Sin embargo, no está aquí ni en los archivos oficiales. ¿Cómo se llamaba ese soldado?

—Sargento Norman Wingate.

—Me suena, pero no consigo ubicarlo —dijo Julie, que se exprimía el cerebro.

Un chirrido sonó en la otra habitación y poco a poco ganó en intensidad. Miraron hacia la puerta y vieron que Aldrich entraba en el estudio empujando un carrito de té con una rueda defectuosa.

—Disculpen la interrupción. Pensé que tal vez les gustaría hacer una pausa y disfrutar de un té. —Les sirvió una taza a cada una.

—Es muy amable por su parte, señor Kitchener —dijo Summer al tiempo que aceptaba una taza de té caliente.

—Aldrich, ¿por casualidad recuerda un amigo de lord Kitchener llamado Norman Wingate? —preguntó Julie.

Aldrich se frotó la frente mientras sus ojos miraban el techo en un esfuerzo por recordar.

—¿No era uno de los guardaespaldas de tío Herbert? —preguntó.

—Eso es —dijo Julie; lo había recordado de pronto—. Wingate y Stearns eran los dos guardaespaldas armados que autorizó el primer ministro.

—Sí —asintió Aldrich—. El otro tipo... ¿ha dicho que se llamaba Stearns? Se ahogó en el
Hamsphire
con tío Herbert. Pero Wingate no. Creo que estaba enfermo y no hizo el viaje. Recuerdo que muchos años más tarde mi padre comía con él a menudo.

Al parecer se sentía un tanto culpable por haber sobrevivido al incidente.

—Wingate escribió que tenía el último diario del mariscal de campo en su poder. ¿Sabe si se lo dio a su padre?

—No, en ese caso estaría aquí con el resto de sus documentos. Estoy seguro. Es probable que Wingate lo conservase como un recuerdo del viejo.

Se oyó un timbre lejano en la otra parte de la casa.

—Hay alguien en recepción. Que disfruten del té —dijo, y salió del estudio.

Summer volvió a leer la carta y luego miró la dirección del remitente.

—Wingate le escribió desde Dover —dijo—. ¿Eso no está cerca de aquí?

—Sí, a unos quince kilómetros —respondió Julie.

—Quizá Norman tenga parientes en la ciudad que sepan algo.

—Es un disparo a ciegas, pero supongo que vale la pena intentarlo.

Con la ayuda del ordenador de Aldrich y la guía de teléfonos de Kent, confeccionaron una lista de todos los Wingate que vivían en la zona. Después se fueron turnando y llamaron a cada nombre de la lista con la esperanza de encontrar a un descendiente de Norman Wingate.

Sin embargo, las llamadas telefónicas no dieron ningún resultado. Al cabo de una hora, Summer colgó, tachó el último nombre de la lista y sacudió la cabeza.

—Más de veinte nombres y ni una sola pista —dijo, decepcionada.

—Yo lo más cercano que tengo es un tipo que cree que Norman es su tío abuelo, pero no dijo nada más —comentó Julie; consultó su reloj—. Supongo que es hora de ir al hotel. Podemos acabar con los archivos por la mañana.

—¿No nos quedamos en Broome Park?

—Reservé una habitación en un hotel de Canterbury, cerca de la catedral. Me pareció que te gustaría verla. Además —su voz se convirtió en un susurro—, aquí la comida no es demasiado buena.

Summer se echó a reír, se levantó y estiró los brazos.

—No se lo diré a Aldrich. Me pregunto si podríamos hacer un alto en el camino.

—¿Dónde? —preguntó Julie con cara de extrañeza.

Summer cogió la carta de Wingate y leyó la dirección del remitente.

—En el número catorce de Dorchester Lañe, Dover —contestó con una sonrisa.

El motociclista se puso un casco negro con visera oscura y luego espió desde la parte de atrás de un camión de jardinería. Esperó con paciencia a que Julie y Summer saliesen por la puerta principal de Broome Park. Con cuidado para que no le viesen, las observó subir al coche en el otro extremo del aparcamiento y dirigirse hacia la salida. Puso en marcha su Kawasaki negra, salió a la carretera y mantuvo una buena distancia entre su moto y el coche. Al ver que Julie giraba hacia Dover, dejó pasar unos cuantos coches, y después las siguió, siempre con el pequeño coche verde al alcance de la vista.

27

La Dover moderna es una bulliciosa ciudad portuaria muy conocida por el transbordador a Calais y los famosos acantilados de caliza blanca en la costa oriental. Entraron en el centro histórico y se detuvieron para pedir indicaciones. Encontraron Dorchester Lañe a unas pocas manzanas del muelle; era una tranquila calle residencial con casas pareadas construidas en la década de 1880. Aparcaron a la sombra de un imponente abedul y subieron los bien barridos escalones del número catorce. Tocaron el timbre y, tras una larga pausa, les abrió la puerta una joven despeinada de veintitantos años con un bebé dormido en los brazos.

—Oh, lamento mucho molestarla —susurró Julie—. Espero que no hayamos despertado al bebé.

La joven sacudió la cabeza y sonrió.

—Este pequeñín dormiría hasta en un concierto de U2.

Julie hizo las presentaciones.

—Buscamos información sobre un hombre que vivió en esta casa hace mucho tiempo. Se llamaba Norman Wingate.

—Era mi abuelo —respondió la chica—. Yo soy Ericka Norris. Wingate era el nombre de soltera de mi madre.

Julie miró a Summer y sonrió incrédula.

—Por favor, pasen —las invitó Norris.

Las llevó a una sencilla pero bien decorada sala y se sentó en una mecedora con el bebé dormido.

—Tiene una casa muy bonita —comentó Julie.

—Mi madre creció en esta casa. Creo que el abuelo la compró poco antes de la Primera Guerra Mundial. Mi madre vivió aquí la mayor parte de su vida porque ella y papá compraron la casa al abuelo.

—¿Su madre todavía vive?

—Sí, tiene noventa y cuatro años y sigue llena de vida. Desde hace unos meses vive en una residencia de ancianos donde recibe cuidados de enfermería. Insistió en que nos viniésemos aquí cuando el bebé estaba de camino. Al menos disponemos de más espacio.

—Quizá su madre pueda ayudarnos —señaló Julie—. Estamos buscando unos viejos registros de la guerra que tal vez su abuelo guardó en su poder.

Norris reflexionó un momento.

—Mamá acabó vendiendo todas las pertenencias de los abuelos. Sé que se desprendió de muchas de ellas a lo largo de los años. Pero quedan algunos libros viejos y fotos en la habitación del bebé; si quieren, pueden echarles un vistazo.

Las llevó escaleras arriba y entraron en una habitación pintada de azul claro con una cuna de madera junto a una pared. Dejó al bebé en la cuna con mucho cuidado y el pequeño soltó un suave quejido pero no se despertó.

—Aquí están las cosas de mi abuelo —susurró la joven, y se acercó a una estantería de madera.

Libros viejos encuadernados en tela llenaban los estantes, y también fotos en blanco y negro de hombres vestidos de uniforme. Julie cogió una de las fotos donde aparecía un joven soldado junto a Kitchener.

—¿Este es su abuelo?

—Sí, con lord Kitchener. ¿Sabía que fue comandante en jefe del ejército durante la guerra?

Julie sonrió.

—Sí. En realidad, esa es la razón por la que estamos aquí.

—El abuelo decía a menudo que podía haber muerto con Kitchener cuando su barco se hundió durante una travesía a

Rusia. Pero su padre estaba muy enfermo y Kitchener le excusó del viaje.

—Ericka, encontramos una carta de su abuelo en la que dice que Kitchener le envió su diario personal para que se lo guardase —explicó Julie—. Estamos intentando localizar ese diario.

—Si mi abuelo lo tenía, debería estar por aquí. Por favor, echen una ojeada.

Julie había leído otros diarios de Kitchener; siempre los escribía en cuadernos de tapas duras. Al mirar las estanterías, se quedó de piedra al ver un libro con una
encuadernación
similar en el estante más alto.

—Summer... ¿tú llegas a ese librito azul de ahí arriba? —preguntó, nerviosa.

Summer se puso de puntillas, cogió el libro y se lo entregó. El corazón de la historiadora se aceleró al ver que no había ningún título impreso en el lomo y la cubierta. Lo abrió despacio y buscó la página del título. Escrito con una letra muy pulcra ponía:

Diario de H H K

1 de enero de 1916

—¡Es este! —exclamó Summer.

Julie pasó la página y comenzó a leer las primeras entradas; describían los esfuerzos del autor por aumentar las compensaciones para los nuevos reclutas. No tardó en llegar a la última entrada, a mitad del libro, con fecha de 1 de junio de 1916. Luego cerró el diario y miró a Norris, ilusionada.

—Este diario ha sido buscado con ahínco por los historiadores de Kitchener —dijo en voz baja.

—Si significa tanto para usted, adelante, lléveselo —ofreció Norris, que señaló el libro como si no tuviese mayor importancia—. Nadie de por aquí va a leerlo en mucho tiempo —añadió con una sonrisa hacia el bebé dormido.

—Si alguna vez cambia de opinión, lo donaré a la colección Kitchener, en Broome Park.

—Estoy segura de que al abuelo le hubiera gustado enormemente saber que todavía hay personas que se interesan por Kitchener y la Gran Guerra, como solía llamarla.

Julie y Summer le dieron las gracias por el diario, luego bajaron la escalera y salieron de la casa.

—Desde luego tu parada en Dover ha resultado un inesperado golpe de buena suerte —comentó Julie con una sonrisa cuando subían al coche.

—La persistencia siempre lleva a la buena suerte —afirmó Summer.

Emocionada por el descubrimiento, Julie no se dio cuenta de que una moto negra las seguía desde Dorchester Lañe y por la carretera a Canterbury, siempre unos vehículos más atrás. Mientras Julie conducía, Summer ojeaba el diario y leía los pasajes más interesantes en voz alta.

—Escucha esto —dijo—. «3 de marzo. Recibí una carta inesperada del arzobispo de Canterbury reclamando que quería ver en privado el Manifiesto. El gato por fin ha escapado del saco, aunque no sé cómo. El difunto doctor Worthington me aseguró que mantendría el secreto en vida, pero quizá me falló en la muerte. No importa. Decliné la invitación del arzobispo, aun arriesgándome a su ira, con la esperanza de que el asunto se demore hasta el momento en que estemos de nuevo otra vez en paz».

—¿Has dicho el doctor Worthington? —preguntó Julie—. Era un arqueólogo de Cambridge muy conocido a finales del siglo pasado. Si la memoria no me falla, realizó varias excavaciones muy importantes en Palestina.

—Parece una conexión un poco extraña —opinó Summer; pasó unas cuantas páginas más—. Kitchener estaba en lo cierto en lo de que el arzobispo se enfadaría. Dos semanas más tarde escribió lo siguiente: «Esta mañana recibí la visita del obispo Lowery de Portsmouth, en nombre del arzobispo Davidson. Expresó con mucha elocuencia que desean enormemente que done el Manifiesto a la Iglesia de Inglaterra por el bien de toda la humanidad. No obstante, no supo explicar qué uso daría la Iglesia al documento. Desde el primer momento, puse mis esperanzas en una búsqueda benévola de la verdad. Ahora, por desgracia, es evidente que mi Iglesia reacciona con miedo y que la desaparición y el ocultamiento son sus objetivos principales. En sus manos, el Manifiesto podría desaparecer para la posteridad. Es algo que no puedo permitir, y así se lo dije al obispo Lowery, para su gran decepción. Aunque ahora no es el momento, creo que cuando este gran conflicto concluya, la presentación pública del Manifiesto ofrecerá una chispa de esperanza a la humanidad».

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