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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (23 page)

BOOK: El complot de la media luna
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Julie reconoció al autor como el arzobispo de Canterbury. En el margen advirtió una nota a mano que decía: «¡Nunca!». Estaba escrita con la letra de Kitchener.

La carta la dejó perpleja en varios sentidos. Sabía que Kitchener era un hombre religioso y practicante. Las investigaciones de Julie nunca habían revelado ningún conflicto entre Kitchener y la Iglesia de Inglaterra, y mucho menos con el jefe de la Iglesia, el arzobispo de Canterbury. Y esa referencia a un documento o Manifiesto... ¿qué podía ser?

Si bien la carta no parecía guardar ninguna relación con el Hampshire, era lo bastante intrigante como para despertar su interés. Hizo una fotocopia y luego continuó buscando en el archivo. Cerca del final encontró varios documentos relacionados con un viaje de Kitchener a Rusia, incluida una invitación formal del consulado ruso y un itinerario para su visita a Petrogrado. Los fotocopió también y después devolvió el archivador a Beatrice.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? —preguntó la bibliotecaria.

—No, solo alguna cosa aquí y allá.

—La clave para el descubrimiento de tesoros históricos es seguir rebuscando entre las piedras. Al final, acabas por llegar.

—Gracias por su ayuda, Beatrice.

Mientras salía del museo y se dirigía hacia su coche, Julie releyó la carta varias veces, luego fijó la vista en la firma del arzobispo.

—Beatrice tiene razón —murmuró—. Necesito rebuscar entre unas cuantas piedras más.

No tuvo que ir muy lejos. A menos de un kilómetro estaba el histórico Lambeth Palace. El conjunto de antiguos edificios de ladrillo se alzaba sobre la orilla del río Támesis y era la residencia histórica del arzobispo de Canterbury en Londres.

Lo que a Julie le interesaba especialmente era la biblioteca del palacio.

Sabía que el palacio no estaba abierto al público, así que aparcó en una calle cercana y fue hasta la entrada principal. Después de pasar el control de seguridad, se le permitió ir a la Gran Sala, un edificio gótico de ladrillos rojos y bordes blancos. En esa histórica estructura se hallaba una de las más antiguas bibliotecas de Gran Bretaña, y el depósito general de los archivos de la Iglesia de Inglaterra, que se remontaban al siglo
IX
.

Se acercó a la entrada y tocó el timbre. Esta vez un adolescente la acompañó hasta una pequeña pero moderna sala de lectura. Fue al mostrador de la bibliotecaria, rellenó dos peticiones de documentos y se las dio a una muchacha de pelo corto y rubio.

—Los documentos del arzobispo Randall Davidson de enero a julio de 1916 —leyó la muchacha con interés—, y cualquier archivo relacionado con el primer conde Horatio Herbert Kitchener.

—Comprendo que la última solicitud puede ser difícil, pero al menos quiero intentarlo —dijo Julie.

—Podemos realizar una búsqueda en nuestra base de datos —replicó sin entusiasmo la muchacha—. ¿Cuál es la naturaleza de su petición?

—Documentar una biografía de lord Kitchener —respondió Julie.

—¿Puedo ver su tarjeta de lectora?

Julie buscó en el bolso y le entregó la tarjeta; había utilizado los archivos de Lambeth en varias ocasiones. La muchacha copió el nombre y la información de contacto y luego miró el reloj de la pared.

—Me temo que no podremos encontrar estos documentos antes de la hora de cierre. Estarán a su disposición cuando la biblioteca abra el lunes.

Julie la miró con decepción; sabía que la biblioteca continuaría abierta una hora más.

—Muy bien. Volveré el lunes. Gracias.

La muchacha pelirroja conservó en la mano las tarjetas de solicitud hasta que Julie salió del edificio. Después llamó al adolescente.

—Douglas, ¿podrías ocuparte del mostrador por un minuto? —le preguntó en tono urgente—. Tengo que hacer una llamada telefónica importante.

22

Su verdadero nombre era Oscar Gutzman, pero todos le llamaban el Gordo. El motivo del apodo era evidente a primera vista. Pesaba más de ciento treinta kilos y medía un metro cincuenta de estatura, con lo que casi parecía tan alto como ancho. Con la cabeza afeitada y unas orejas muy grandes, parecía haberse escapado de un circo. Sin embargo, su aspecto ocultaba el hecho de que Gutzman era uno de los hombres más ricos de Israel.

Había crecido mendigando en las calles de Jerusalén, buscando monedas en las tumbas de las laderas con muchachos árabes huérfanos y alimentándose en los comedores de beneficencia de los cristianos. Su contacto con las diversas religiones y culturas de Jerusalén, junto con su habilidad para sobrevivir en las calles, le fueron de gran ayuda cuando se convirtió en empresario. A partir de una pequeña empresa de construcciones había llegado a ser el mayor constructor de hoteles de Oriente Próximo; se convirtió en un multimillonario que trataba de igual a igual con los poderosos de toda la región. Sin embargo, su pasión por las antigüedades superaba su ansia de dinero y éxito.

El acontecimiento que cambió su vida fue la muerte de su hermana menor, muy joven, en un accidente de tráfico ocurrido delante de una sinagoga. Gutzman, como tantos otros que habían sufrido una trágica pérdida, inició entonces una búsqueda personal de Dios. Solo que su búsqueda pasó de lo espiritual a lo tangible en el intento de demostrar las verdades de la Biblia a través de pruebas físicas. Su pequeña colección de antigüedades de los tiempos bíblicos creció exponencialmente con su riqueza, y lo que había sido un pasatiempo se convirtió en una pasión vital. Sus objetos —cientos de miles— estaban guardados en almacenes de tres países. Con casi setenta años, Gutzman dedicaba todo su tiempo y sus medios a su búsqueda personal.

Ridley Bannister entró en un hotel situado en la zona más lujosa de la playa de Tel-Aviv. El vestíbulo estaba decorado al estilo minimalista, con varias sillas de cuero negro que parecían incómodas sobre un suelo de azulejos blancos. Bannister consideró que era un diseño logrado, aunque por lo general detestaba ese estilo. El recepcionista le saludó con amabilidad cuando se acercó hasta él.

—Tengo una cita con el señor Gutzman. Me llamo Bannister.

Después de la llamada telefónica de confirmación, fue escoltado por un fornido guardia de seguridad hasta un ascensor particular y luego hasta el último piso. Al salir del ascensor, el Gordo en persona, con un gran puro en la boca, abrió la puerta del ático.

—Ridley, pasa, muchacho, pasa —le saludó Gutzman con voz jadeante.

—Tienes buen aspecto, Oscar —dijo Bannister al tiempo que le estrechaba la mano antes de entrar en el apartamento.

Bannister volvió a quedarse maravillado ante la vivienda de Gutzman; parecía más un museo que una residencia. Por todas partes había estanterías y urnas llenas de cerámicas, tallas y otras reliquias, todas de miles de años de antigüedad. Gutzman le llevó por un pasillo con el suelo de antiguos mosaicos romanos que habían pertenecido a un baño público de Cartago. Pasaron bajo un arco de piedra de las ruinas de Jericó y entraron en un gran salón con vistas a la arena de la playa Gordon de Tel-Aviv y, más allá, el resplandeciente Mediterráneo.

Bannister se sentó en una silla con gruesos cojines; le extrañó que en la residencia solo hubiera una criada. En anteriores visitas siempre había coincidido con una multitud de anticuarios que intentaban vender sus más valiosos objetos al rico coleccionista.

—El calor... cada vez me parece más opresivo —comentó Gutzman, que jadeaba por el recorrido desde la puerta. Se sentó en una silla—. Martha, sírvenos por favor algunas bebidas frescas —gritó a la criada.

Bannister sacó el pendiente del bolsillo y lo puso en la mano de Gutzman.

—Un regalo para ti, Oscar. Es de Tel Arad.

Gutzman observó el pendiente
y
una amplia sonrisa apareció en su rostro.

—Es muy bonito, Ridley, gracias. Tengo uno similar de Nahal Besor. Primitivo cananita, diría.

—Tienes razón, como siempre. ¿Es nuevo? —Bannister señaló un pequeño plato de cristal con el borde moldeado que se hallaba en la mesa de centro.

—Sí —respondió Gutzman con un brillo en los ojos—. Acabo de comprarlo. Hallado en Beth She'an. Cristal moldeado del siglo
II
, con toda probabilidad fabricado en Alejandría. Mira el pulido.

Bannister cogió el plato y lo observó con atención.

—Está muy bien conservado.

Martha les sirvió dos vasos de limonada y volvió a la cocina.

—Bueno, Ridley, ¿cuáles son los últimos rumores en el mundo de los descubrimientos arqueológicos legales? —preguntó Gutzman con una risita.

—Al parecer hay pocos proyectos nuevos para trabajos de campo durante el próximo año. El Museo de Israel patrocinará una excavación en las costas de Galilea en busca de un asentamiento primitivo, y la Universidad de Tel-Aviv ha aprobado nuevos trabajos de exploración en Megido. La mayoría de las inversiones académicas se centran en la continuación de los proyectos que ya están en marcha. Por supuesto, tenemos además todas las excavaciones patrocinadas por grupos teológicos extranjeros, pero, como sabemos, pocas veces son importantes.

—Quizá, pero al menos muestran más imaginación que las instituciones académicas —opinó Gutzman con desprecio.

—He examinado dos lugares que creo que podrían interesarte. Uno está en Beit Jala. Si la tumba de Betsabé existe, creo que tiene que estar allí, en la ciudad donde nació, que entonces se llamaba Giloh. He redactado un resumen del lugar y el plan de excavación.

Gutzman le hizo un gesto para que continuase.

—El segundo lugar está cerca de Gibeon. Hay una probabilidad de demostrar que el palacio del rey Manasés se halla allí. Hace falta más documentación, pero creo que tiene gran potencial. Como en anteriores ocasiones, puedo conseguir los documentos necesarios para la excavación con los auspicios de la Iglesia anglicana, si tú estás de acuerdo en patrocinarla.

—Ridley, siempre me has pasado hallazgos muy interesantes, y he disfrutado mucho colaborando con tus excavaciones. Pero me temo que mis días de patrocinar excavaciones han acabado.

—Siempre has sido muy generoso, Oscar —afirmó Bannister; tuvo que controlar su furia por perder el apoyo del que había sido su benefactor durante años.

Gutzman miró por la ventana con expresión distante.

—He gastado la mayor parte de mi fortuna personal coleccionando objetos que apoyen las narraciones de la Biblia. Poseo ladrillos de adobe que se dice pertenecieron a la Torre de Babel. Tengo piedras que quizá soportaron el Templo de Salomón. Tengo un millón de objetos de los tiempos bíblicos. Sin embargo, hay un elemento de duda en todos y cada uno de mis objetos.

Sufrió un súbito ahogo y comenzó a toser y a jadear en busca de aire, hasta que se calmó con un sorbo de limonada.

—Oscar, ¿necesitas ayuda?

El Gordo sacudió la cabeza.

—El enfisema avanza cada día —jadeó—. Los doctores no son muy optimistas.

—Tonterías. Eres tan fuerte como David.

Gutzman sonrió y después se levantó poco a poco. El acto pareció darle nuevas fuerzas, caminó con paso firme hasta un armario, y volvió con un pequeño plato de vidrio.

—Echa un vistazo a esto —dijo.

Bannister cogió el plato y descubrió que en realidad eran dos platos pegados con un documento en medio. Lo sostuvo a la luz, y vio que el documento protegido era un trozo de papiro rectangular con una escritura horizontal.

—Un buen ejemplo de escritura copta —dijo.

—¿Sabes qué pone?

—Soy capaz de entender algunas palabras, pero sin mis materiales de referencia estoy un tanto perdido —reconoció Bannister.

—Es un informe del capitán del puerto de Cesarea. Detalla la captura de una nave pirata por una galera romana. Los piratas tenían en su posesión armamentos de un centurión romano que pertenecía a la
Scholae Palatinae
.

—Cesarea —dijo Bannister con las cejas enarcadas—. Tengo entendido que entre los objetos robados allí hace poco se encontraban algunos papiros. Además del robo hubo un asesinato.

—Sí, algo muy desafortunado. El documento data con toda claridad de principios del siglo
IV
—continuó Gutzman, sin hacer caso de la deducción.

—Interesante —dijo Bannister, de pronto incómodo con su anfitrión—. ¿Y el significado?

—Creo que ofrece una posible confirmación de la existencia del Manifiesto, junto con una importante pista sobre el destino de la carga.

El Manifiesto. De eso se trataba, pensó Bannister. El viejo chivo estaba a punto de encontrarse cara a cara con la Parca y se jugaba la última carta en el intento desesperado de encontrar una prueba divina antes de que se le agotase el tiempo.

Bannister se rió para sus adentros. Se había embolsado gran cantidad de dinero de Gutzman y de la Iglesia de Inglaterra investigando la leyenda del Manifiesto. Quizá aún quedaba algo por ganar.

—Oscar, tú sabes que he buscado a fondo aquí y en Inglaterra y no he encontrado nada.

—Tiene que haber otro camino.

—Ambos llegamos a la conclusión de que es probable que ya no exista, si es que alguna vez existió.

—Eso fue antes de esto. —Gutzman tocó el plato de vidrio—. Llevo demasiado tiempo en este juego. Intuyo que aquí hay un vínculo. Es real y lo sé. He decidido dedicar todos mis recursos y mi persona a esto y nada más.

—Es una pista atrayente —admitió Bannister.

—Esta será la culminación de la búsqueda de mi vida —dijo el Gordo con voz cansada—. Confío en que puedas ayudarme a alcanzarla, Ridley.

—Puedes contar conmigo.

Martha apareció de nuevo, esta vez para recordarle a Gutzman que tenía una cita con el médico. Bannister se despidió y salió del apartamento. Al dejar el hotel, pensó en el papiro y se preguntó si las suposiciones de Gutzman podían ser ciertas. Debía admitir que el viejo coleccionista conocía a fondo el tema. Lo que preocupaba a Bannister era encontrar la manera de sacar tajada de la búsqueda del Gordo. Sumido en sus pensamientos, no advirtió la presencia de un joven con un mono azul que esperaba junto a su coche.

—¿Señor Bannister? —preguntó el joven.

—Sí.

—Tengo una carta para usted, señor —dijo, y entregó a Bannister un sobre largo.

Bannister subió a su coche y cerró las puertas antes de abrir la carta. Sacudió el sobre para vaciar el contenido, y no pudo hacer otra cosa que menear la cabeza cuando un billete de avión de primera clase a Londres cayó en su regazo.

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