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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (20 page)

BOOK: El complot de la media luna
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Maria asintió.

—Hemos recibido la transferencia del jeque —dijo, y le mostró el recibo del banco.

—¿Veinte millones de euros?

—Sí. ¿Cuánto le prometiste al muftí?

—Le dije que esperábamos doce millones. Le daremos catorce y nos quedaremos el resto, como antes.

—¿Por qué tanta generosidad? —preguntó Maria.

—Es importante mantener su confianza. Además, me permitirá tener mayor influencia a la hora de decidir en qué se gasta el dinero.

—Supongo que ya tienes una estrategia...

—Por supuesto. Los sobornos a jueces y abogados se llevarán una buena parte; hemos de tener la seguridad de que el Partido de la Felicidad, con el muftí Battal como cabeza de lista, participará en las próximas elecciones presidenciales. El resto de los fondos se emplearán en los gastos habituales de la campaña electoral: mítines, promoción, publicidad y recaudación de fondos.

—A la vista de cómo exprime a las mezquitas, sus arcas deben de estar llenándose muy deprisa, por no mencionar su creciente popularidad.

—El mérito es nuestro —afirmó Celik con orgullo.

Encontrar al líder islámico que le serviría para conseguir sus objetivos, y ganarse su confianza, le había llevado años. El muftí Battal tenía la combinación necesaria de ego y carisma para dirigir el movimiento, pero era maleable a los designios de Celik. Gracias a la muy bien orquestada campaña de sobornos y amenazas por parte de Celik, Battal había consolidado el apoyo de los grupos fundamentalistas islámicos por toda Turquía y poco a poco lo había transformado en un movimiento nacional. Celik, trabajando siempre entre bambalinas, se disponía a convertir el movimiento religioso en una fuerza política. Era lo bastante listo para saber que sus aspiraciones toparían con la resistencia de algunos sectores, por eso había enganchado su carro al líder populista.

—Según los comentarios de la prensa, la gente sigue muy indignada por el asalto de Topkapi —dijo Maria—. Lo consideran una tremenda afrenta a los fieles musulmanes. Seguro que la popularidad del muftí sube uno o dos puntos.

—Ese era el objetivo —replicó Celik—. Debo ocuparme de que haga una declaración pública condenando a los ladrones como sacrílegos —añadió con una sonrisa burlona.

Se acercó al escritorio y se fijó en las monedas que había en una caja junto a una pila de revistas y una carta náutica. Maria había robado aquellos objetos del despacho del doctor Ruppé cuando visitaba el museo fingiendo ser una turista.

—Un tanto arriesgado volver a la escena del crimen, ¿no? —preguntó Celik.

—No era la Cámara Privada de Topkapi. Me dije que había una posibilidad remota de que nuestra segunda bolsa con las reliquias de Mahoma hubiese acabado allí, hasta que me enteré de lo contrario por la policía. Entrar en ese despacho resultó de lo más sencillo.

—Además de las monedas, ¿hay algo interesante? —preguntó su hermano; había sacado una moneda del recipiente y la estaba admirando.

—Una caja de cerámica de Iznik. Según una nota del arqueólogo, data del reinado de Soleimán, como las monedas. Al parecer todo proviene de un pecio descubierto por el estadounidense.

El interés de Celik se reflejó en su rostro.

—¿Un pecio otomano? Quiero saber más.

Llamaron a la puerta del despacho y un segundo más tarde se abrió y apareció un hombre fornido que vestía un traje oscuro. Tenía la piel clara y unos ojos grises y fríos que sin duda conocían muy bien el lado oscuro de la vida.

—Sus visitantes han llegado —anunció con voz áspera.

—Hazlos pasar —le ordenó Celik—, y vuelve con otro jenízaro.

La palabra «jenízaro» tenía siglos de antigüedad y denominaba a los guardias personales y las tropas de élite de los sultanes otomanos. Un detalle curioso era que los primeros jenízaros que estuvieron al servicio del palacio islámico no eran musulmanes sino cristianos del área de los Balcanes. Reclutados en la niñez, los educaban y preparaban como sirvientes, guardaespaldas, e incluso como comandantes del ejército al servicio del imperio del sultán.

Los jenízaros de Celik eran cristianos reclutados en Serbia y Croacia, y la mayoría de ellos habían pertenecido a comandos militares. Sin embargo, Celik los había contratado estrictamente en calidad de guardaespaldas y mercenarios.

El jenízaro se retiró y al poco volvió con un compañero que escoltó a tres hombres hasta el interior del despacho. Se trataba de los asesinos que habían perseguido a Pitt y a Loren en el Bósforo. Entraron con recelo y evitaron el contacto visual directo con Celik.

—¿Eliminasteis a los intrusos? —preguntó Celik sin un saludo.

El más alto de los tres, el de las gafas de espejo, habló en nombre del grupo.

—Al parecer, ese tal Pitt y su esposa advirtieron nuestra presencia y escaparon en un transbordador a Sariyer. Volvimos a encontrarlos, pero consiguieron huir.

—O sea que fracasasteis. —Las palabras de Celik pendieron en el aire como el hacha del verdugo—. ¿Dónde están ahora, Farzad?

El hombre sacudió la cabeza.

—Dejaron el hotel. No sabemos si siguen en la ciudad.

—¿ Qué hay de la policía? —le preguntó Celik a su hermana.

—No nos han notificado nada —contestó Maria.

—Ese Pitt... o es un hombre muy afortunado o tiene muchos recursos.

Celik se acercó al escritorio y cogió una moneda de oro.

—Sin duda volverá al barco naufragado. Un pecio otomano. —Enfatizó la última palabra. Se acercó a Farzad para mirarle a los ojos—. Me has fallado una vez. No toleraré una segunda.

Se apartó y se dirigió a los tres hombres.

—Se os pagará por vuestro trabajo. Podéis recoger la paga a la salida. Cada uno de vosotros deberá permanecer oculto hasta que se os llame para el próximo proyecto. ¿Está claro?

Los tres hombres asintieron en silencio. Uno de los jenízaros abrió la puerta, y se apresuraron a salir.

—Un momento —gritó Celik de pronto—. Atwar, quiero hablar contigo. Vosotros dos podéis iros.

El hombre de la camisa azul se quedó donde estaba mientras Farzad y el iraní abandonaban la habitación. El primer jenízaro cerró la puerta y se situó detrás de Atwar. Celik se acercó al iraquí.

—Atwar, permitiste que ese Pitt te dejara fuera de combate durante el robo en Topkapi. Como resultado, perdimos el manto sagrado del Profeta, que ya teníamos en nuestro poder. Y ayer permitiste que se escapase de nuevo...

—Nos pilló a todos por sorpresa —tartamudeó Atwar, que miró a Maria en busca de apoyo.

La joven permaneció en silencio mientras Celik abría un cajón y sacaba una cuerda de arco de noventa centímetros de longitud. Como sus antepasados otomanos, era su arma favorita para las ejecuciones.

—A diferencia de Farzad, tú me has fallado dos veces —dijo Celik. Hizo un gesto al jenízaro.

El guardia dio un paso y sujetó a Atwar por detrás con un abrazo de oso para impedirle cualquier movimiento de los brazos. El iraquí intentó resistirse, pero el jenízaro era mucho más fuerte.

—¡Fue culpa de ella! —gritó, con un movimiento de cabeza hacia Maria—. Nos ordenó que secuestráramos a la mujer. Nada de esto habría ocurrido si la hubiésemos dejado ir.

Celik no hizo caso de la acusación y se acercó poco a poco hasta quedar a unos centímetros del rostro del hombre, que no paraba de forcejear.

—Ya no volverás a fallarme —le susurró al oído.

Pasó la cuerda alrededor del cuello de Atwar y la apretó girándola con un cilindro de madera lacada.

Atwar gritó, pero su voz no tardó en apagarse a medida que la cuerda se apretaba alrededor de su garganta. Su rostro adquirió un color azulado y los ojos parecían a punto de salirse de las órbitas mientras Celik continuaba aumentando la presión de la cuerda. Una mirada de deleite perverso apareció en sus ojos, fijos en el rostro del moribundo. Mantuvo la cuerda apretada hasta mucho después de que el cuerpo de su víctima quedase inerte, como si quisiera disfrutar del momento. Por fin aflojó el garrote, pero se tomó su tiempo para quitarlo de la garganta de Atwar antes de devolverlo al cajón.

—Esta noche lleva el cuerpo mar adentro y arrójalo al agua —le ordenó al jenízaro.

El guardia asintió y sin demora arrastró el cadáver fuera del despacho.

Después de aquel asesinato, Celik parecía mucho más animado, y comenzó a pasearse por la habitación cargado de energía. Volvía a tener la moneda de oro en la mano y la acariciaba como si fuese el juguete de un niño.

—No deberías haber contratado a esos imbéciles para hacer nuestro trabajo —le reprochó a Maria—. Mis jenízaros podrían haberlo hecho sin ningún problema.

—Nos sirvieron bien en el pasado. Además, como tú mismo acabas de demostrar, son prescindibles.

—No podemos cometer errores en nuestro avance —afirmó Celik—. Las apuestas son demasiado altas.

—Yo dirigiré en persona la próxima operación. ¿Estás seguro de que quieres que sea en Jerusalén? No me parece que los beneficios justifiquen el riesgo.

—Tiene el potencial para crear un gran impacto unificador. Además, incitar un poco más el miedo a los sionistas nos vendrá muy bien para conseguir otros veinte millones de euros de nuestros patrocinadores árabes. —Celik detuvo sus andares por la habitación y miró a su hermana—. Soy consciente del peligro. ¿Estás decidida a realizar la tarea?

—Por supuesto —respondió Maria, sin pestañear—. Mi contacto en Hezbollah ha llegado a un acuerdo con un profesional que me ayudará en la misión por un precio correcto. Si surge alguna dificultad, están dispuestos a asumir la responsabilidad.

—¿Hezbollah no se ha opuesto a la naturaleza de la misión?

—No les di todos los detalles —contestó Maria con una sonrisa astuta.

Celik se acercó a su hermana y le acarició la mejilla.

—Siempre has demostrado ser el mejor compañero que puede pedir un hombre.

—Tenemos un destino —afirmó Maria, como un eco de las palabras dichas antes por su hermano—. Cuando nuestro bisabuelo fue enviado al exilio por Atatürk en 1922, acabó el primer imperio otomano. El abuelo y nuestro padre vivieron marginados y no consiguieron hacer realidad su sueño de la restauración. Pero, por la gracia de Alá, un nuevo imperio está ahora al alcance de nuestras manos. No podemos hacer otra cosa que actuar, por el honor de nuestro padre y de todos los que le precedieron.

Celik permaneció en silencio, con lágrimas en los ojos, y apretó tanto la moneda de oro que el puño le tembló.

II.

EL MANIFIESTO
.

19

El sumergible amarillo limón se deslizó bajo las aguas de la piscina lunar y enseguida desapareció de la vista. El piloto descendió sin demora; no quería permanecer cerca de la nave nodriza mientras las fuertes corrientes rivalizaban con un viento de fuerza siete.

Las frías aguas frente a las islas Oreadas, al nordeste de Escocia, pocas veces estaban calmas. Los frentes de tormenta del Atlántico norte castigaban las rocosas islas con olas imponentes mientras un viento huracanado parecía soplar sin descanso. Pero a treinta metros por debajo de las aguas tempestuosas, los tres pasajeros del sumergible se olvidaron muy pronto del mal tiempo que reinaba en la superficie.

—Me daba un poco de miedo el descenso, pero es mucho más tranquilo que el cabeceo del barco —dijo Julie Goodyear desde el asiento trasero.

La historiadora de la Universidad de Cambridge, en su primera inmersión, había estado intentando no vomitar desde que había subido a bordo del
Odin
, el barco de investigación de la NUMA en Scapa Flow, tres días antes.

—Señorita Goodyear, le garantizo que disfrutará tanto de esta inmersión que no querrá volver a aquella bañera —replicó el piloto con acento texano.

Jack Dahlgren, un hombre de ojos color acero y bigote en forma de herradura, movía los mandos del sumergible con la precisión de un cirujano para controlar el descenso.

—Tal vez sí. A no ser que me entre claustrofobia... —dijo Julie—. No entiendo cómo ustedes dos pueden encerrarse aquí tan a menudo.

Aunque Julie era alta, Dahlgren y la mujer que ocupaba el asiento del copiloto le sacaban unos centímetros. Summer Pitt se volvió para dirigirle una sonrisa de ánimo.

—Si fijas la vista en el mundo exterior —dijo, y señaló hacia delante—, te olvidarás de lo apretujada que estás aquí dentro.

Con su largo cabello pelirrojo, sus brillantes ojos grises y su metro ochenta de altura, Summer era una mujer muy atractiva incluso vestida con un mono de inmersión manchado de grasa. La hija del director de la NUMA, y hermana melliza de Dirk, estaba muy acostumbrada a los espacios pequeños. Empleada como oceanógrafa de la agencia, pasaba muchas horas estudiando el fondo marino desde el reducido espacio de los sumergibles.

—¿Qué tal si ilumino un poco las cosas? —dijo Dahlgren, que levantó la mano y apretó un par de interruptores por encima de su cabeza. Un juego de faros dobles iluminó el mar verde oscuro que los rodeaba.

—Esto está mejor —afirmó Julie, que ahora podía ver a unos trece metros de distancia—. No tenía idea de que podríamos ver tan lejos.

—Estas aguas son muy claras —señaló Summer—. Hay mucha más visibilidad que la que teníamos en Noruega. —Summer y la tripulación del
Odin
acababan de regresar de un proyecto de tres semanas frente a la costa noruega, donde habían estado controlando los cambios de temperatura en el mar y su impacto en la vida marina.

—Estamos a cincuenta metros de profundidad —anunció Dahlgren—. Debemos de andar cerca del fondo.

Ajustó los tanques de lastre del sumergible para obtener una flotación neutra cuando el fondo de arena apareció debajo de ellos. Conectó el motor eléctrico, dio marcha adelante y efectuó una ligera corrección del rumbo con la mirada puesta en el girocompás.

—Estamos muy abajo, y la corriente todavía nos empuja con una fuerza de dos nudos —señaló, al notar la presión contra el casco exterior del sumergible.

—No me gustaría bucear aquí —comentó Summer.

Avanzaron un poco y vieron un largo objeto cilíndrico por la ventanilla de babor.

—Una chimenea —dijo Dahlgren cuando pasaron por encima del enorme tubo.

—Qué grande... —exclamó Julie, emocionada—. Estoy acostumbrada a ver las chimeneas en proporción al barco, en viejas fotografías en blanco y negro.

—Al parecer se hundió con mucha fuerza —opinó Summer al ver que un extremo del cilindro oxidado estaba aplastado.

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