El complot de la media luna (15 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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Cogió la mano de su esposa y juntos echaron a correr a través del último tramo de césped. Una densa fila de árboles rodeaba el parque, y Pitt estaba seguro de que por el oeste llegarían a la carretera de la costa.

No habían recorrido más de veinte metros cuando lo que vieron delante los obligó a detenerse en seco. Más allá de los árboles se alzaba un muro de piedra que cerraba la zona sur del parque. Como medida adicional para impedir la entrada de intrusos, la parte superior del muro estaba tachonada con afilados fragmentos de vidrio. Pitt sabía que ni siquiera ayudándole conseguiría que Loren escalase el muro con presteza y escapase de los perseguidores, y mucho menos que no acabase sangrando en el intento.

Se volvió y localizó de inmediato a los tres hombres. Seguían avanzando entre los coches; en cualquier momento convergerían en el lugar donde ellos se encontraban. Pitt tiró de la mano de Loren y la guió de nuevo hacia la hilera de vehículos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Loren, cada vez más asustada.

Pitt la miró con un destello malévolo en los ojos.

—Como dijo Monty Hall, es hora de negociar.

12

—¿Tiene la transmisión Cotal? —preguntó Pitt.

El hombre de barba se inclinó para abrir la puerta del conductor.

—Por supuesto —respondió con claro acento estadounidense—. ¿Conoce bien los Delahaye? —Se le iluminó el rostro al ver al hombre alto de pelo oscuro y a su atractiva esposa.

—Soy un viejo admirador de la marca —dijo Pitt—, y en particular de los vehículos con carrocería artesanal.

—Este es un cupé descapotable, modelo 135, de 1948; la carrocería es del taller de Henri Chapron, en París.

El gran descapotable de dos puertas era de líneas limpias pero sólidas, propias de los diseños sencillos de las fábricas de coches poco después de la Segunda Guerra Mundial. Loren admiró la llamativa combinación de la pintura verde y plata, que conseguía que el vehículo pareciese todavía más grande.

—¿Lo restauró usted mismo? —preguntó.

—Sí, soy minero de profesión. Encontré el coche en una vieja dacha, en Georgia, cuando trabajaba en un proyecto en la costa del mar Negro. Estaba en bastante mal estado pero entero. Lo traje a Estambul y un carrocero me ayudó a restaurarlo. No tiene la calidad necesaria para participar en un concurso de coches clásicos, pero está muy bien. Sabían cómo exprimir la máxima potencia del motor de seis cilindros, así que corre como un demonio. —Le tendió la mano a Pitt—. Por cierto, me llamo Clive Cussler.

Pitt le estrechó la mano, le dijo cómo se llamaba y le presentó a Loren.

—Es una belleza —comentó Pitt; su mirada, sin embargo, estaba puesta en la concurrencia. El hombre de las gafas de sol le observaba desde cinco coches más allá y avanzaba sin prisa en su dirección. Vio a los otros dos más lejos, acercándose por los flancos—. ¿Por qué lo vende? —preguntó al tiempo que hacía un sutil gesto a Loren para que se acercase a la puerta del pasajero.

—Me voy a Malta por una temporada y allí no tengo donde guardarlo —respondió el hombre con una mirada de desilusión. Cuando vio que Loren abría la puerta del pasajero, sonrió. Un perro salchicha negro y castaño que dormía en el asiento la miró enfadado, luego saltó del coche y se acercó a su dueño. Loren se sentó en el asiento tapizado en cuero, y saludó a Pitt con la mano—. Este coche le va de maravilla —añadió Cussler, utilizando los encantos del vendedor.

Loren le devolvió la sonrisa.

—¿Le parecería bien que diéramos una vuelta por el parque para probarlo? —preguntó.

—Por supuesto, encantado. La llave está puesta. —Cussler miró a Pitt—. ¿Sabe cómo funciona la transmisión Cotal? Solo necesita utilizar el embrague para arrancar y frenar.

Pitt asintió y sin perder un instante se sentó al volante, a la derecha. Giró la llave de contacto y oyó complacido que el motor arrancaba en el acto.

—No tardaremos —le dijo al hombre al otro lado de la ventanilla.

Arrancó marcha atrás y a continuación giró hacia el final de la hilera de coches en exposición con la esperanza de eludir al hombre de las gafas de sol. El perseguidor apareció por detrás del último coche y vio a Pitt al volante justo cuando el Delahaye avanzaba hacia él. Pitt pisó el acelerador con suavidad para evitar que los neumáticos traseros patinasen en el césped mojado. El de las gafas de sol titubeó y luego le gritó que se detuviese. Pitt no hizo el menor caso. Los neumáticos tocaron el pavimento, el viejo cupé ganó velocidad de inmediato y el hombre se quedó atrás.

Pitt oyó más gritos y a continuación la advertencia de Loren. El ladrón de la camisa azul que los había espiado en el restaurante acababa de aparecer entre la hilera de coches diez metros por delante.

—¡Tiene un arma! —gritó Loren mientras el coche se acercaba a él.

Pitt vio que el hombre había sacado un arma y que intentaba disimularla apoyándola contra el muslo. Permanecía cerca de la parte de atrás de un Peugeot familiar con revestimiento de madera, a la espera de que el Delahaye pasase por delante.

Con el motor revolucionado al máximo, Pitt acercó la mano a la pequeña palanca de cambios montada en el salpicadero y puso segunda. Unos pocos metros más adelante, el hombre de la camisa azul levantó la mano que empuñaba la pistola.

—¡Agáchate! —gritó Pitt, y pisó el acelerador a fondo.

El motor, alimentado por tres carburadores, respondió con toda su potencia y Pitt y Loren dieron una sacudida hacia atrás contra el asiento. La súbita aceleración desconcertó al pistolero, que se apresuró a apuntar al parabrisas. Pitt se negó a darle una oportunidad.

Giró el volante a la derecha y apuntó el estilizado morro del Delahaye en línea recta al sorprendido pistolero. Como el Peugeot le impedía apartarse a un lado, solo le quedaba un movimiento. Desistió de intentar un disparo certero y retrocedió a la carrera para no convertirse en un adorno del capó.

El guardabarros delantero del Delahaye rozó el parachoques del Peugeot y luego atrapó la pierna del pistolero y lo embistió. Consiguió efectuar dos disparos antes de desplomarse junto al Peugeot y comenzar a retorcerse de agonía. Los dos disparos fueron altos: uno atravesó la capota de lona y el otro se perdió en el aire.

Pitt se apresuró a girar el volante para no chocar contra los otros coches. El Delahaye derrapó en la hierba y a punto estuvo de llevarse por delante la camioneta de un campesino cargada con melones. Los visitantes, atónitos, se apartaron de su camino mientras Pitt tocaba el claxon para avisarles del peligro. Echó un vistazo al retrovisor y vio que el hombre de las gafas de sol y el iraní se acercaban al pistolero caído, pero ninguno de los dos llevaba armas a la vista.

Loren se asomó desde debajo de la guantera; estaba blanca como la nieve. Pitt le hizo un guiño para tranquilizarla.

—Ese tipo tenía razón —dijo con una ligera sonrisa—. Es un demonio.

Pitt hizo como si supiese hacia dónde se dirigía y en cuanto salió del parque giró a la izquierda por la carretera principal, rumbo al sur a lo largo del Bósforo, hacia Estambul. Los pistoleros no titubearon en iniciar la persecución y se apropiaron de la camioneta del campesino a punta de pistola. Cargaron primero al compañero herido y después salieron a toda velocidad del parque. Los melones volaron como balas de cañón cuando giraron para seguir a su presa.

A pesar de los años del Delahaye, Pitt y Loren contaban con ventaja. El origen del vehículo francés eran las carreras, y había competido con éxito en las pruebas de Le Mans antes de la guerra. Ocultos bajo la elegante carrocería, fabricada para los parisinos ricos y famosos, había unos motores de gran rendimiento. La suspensión dura y el motor de altas revoluciones, para los estándares de los años cincuenta, daban a Pitt la oportunidad de conducir a gran velocidad. Sin embargo, la carretera estrecha y sinuosa y el tráfico de la tarde eran factores en contra.

Pitt entraba en las curvas con el acelerador pisado a fondo al tiempo que sacaba el máximo provecho de la transmisión Cotal. Gracias al embrague electromagnético, la transmisión le permitía cambiar de marcha moviendo únicamente la pequeña palanca montada en el salpicadero. Estaba muy versado en la conducción de coches antiguos, él mismo tenía su propia colección en un hangar aeronáutico cerca de Washington. Era una pasión cercana a su amor por el mar, y se dio cuenta de que estaba disfrutando mucho, no de las circunstancias sino de llevar al viejo Delahaye al límite de su rendimiento.

Loren no dejaba de vigilar a través del parabrisas trasero del descapotable mientras zigzagueaban en una S muy cerrada. Advirtió que su marido miraba el salpicadero con el entrecejo fruncido.

—¿Pasa algo?

—El indicador de combustible está casi a cero —respondió—. Me temo que queda descartado un viaje de prueba hasta Estambul.

El aumento del tráfico comenzó a recortarles la ventaja, y en un tramo recto de la carretera Loren vio que la camioneta se les acercaba a gran velocidad.

—Necesitamos encontrar un lugar muy concurrido y darles esquinazo —comentó.

No tenían muchas opciones: la carretera atravesaba una zona donde solo había soberbias mansiones. El número de coches continuó aumentando a medida que se acercaban a la ciudad de Buyukdere, y Pitt adelantó a los vehículos más lentos a la primera oportunidad. La camioneta había acortado poco a poco la distancia hasta ponerse a unos cuatrocientos metros; solo había un puñado de coches entre los dos.

Pitt consideró la posibilidad de entrar en la populosa ciudad, pero el tráfico lento taponaba la arteria de acceso. Dejó atrás la salida y continuó por la carretera, que de pronto cruzaba una vía de agua por un largo puente. Aprovechó que no venían coches por el carril contrario para acelerar a fondo y adelantar a una hilera de vehículos que circulaban a marcha lenta detrás de un camión. Había conseguido rebasar a la mayoría cuando salió del puente, y siguió por un tramo que pasaba por la versión turca de Embassy Row, donde numerosos consulados extranjeros ocupaban opulentas residencias veraniegas a lo largo de la costa del Bósforo.

—¿Qué tal le va a nuestra camioneta? —preguntó Pitt con la mirada fija en la carretera.

—Acaba de adelantar al camión; está a poco menos de un kilómetro —respondió Loren antes de que los vehículos que los seguían desaparecieran detrás de una curva.

El Delahaye verde y plata pasó como un rayo por delante de los jardines de la residencia de verano de la embajada inglesa y de pronto Pitt se vio obligado a reducir y pisar el freno a fondo. Delante, un camión semirremolque maniobraba sin éxito para entrar en un camino particular y cerraba el paso en los dos carriles.

—¡Apártate! —gritó Loren sin poder controlarse.

El camionero no la oyó, aunque tampoco hubiese servido de nada. Con toda tranquilidad, echó el camión un poco adelante para un segundo intento y no hizo el menor caso de los bocinazos de los coches atascados.

Pitt observó la carretera en busca de una salida y solo encontró una. Cambió de marcha, aceleró y entró por una verja abierta en una finca rodeada por un muro. El pavimento dio paso a la grava cuando entraron en una vieja mansión que una vez había sido propiedad de la familia real danesa. Un camino circular dividía el inmenso jardín antes de pasar por delante de la escalinata de la residencia principal, color salmón.

Un jardinero que se ocupaba de los rosales en la isla central los miró incrédulo cuando el viejo coche deportivo francés apareció ante sus ojos; por un momento tuvo la impresión de que se trataba de uno de los anteriores propietarios. Observó con curiosidad cómo el Delahaye reducía la velocidad y, en lugar de continuar hasta la escalinata, acababa aparcando detrás de un espeso seto. Unos segundos más tarde comprendió el motivo.

Precedida por el violento chirrido de los neumáticos, la vieja camioneta cruzó la verja de entrada. El conductor tomó la curva a una velocidad excesiva, y la parte trasera de la camioneta golpeó contra un pilar. El impacto hundió el guardabarros trasero izquierdo. Los pocos melones que quedaban en la caja salieron disparados y se estamparon contra el pilar, dejando un rastro de pegajosa pulpa naranja deslizándose hacia el suelo.

El conductor recuperó el control en el acto y avanzó hacia el Delahaye, aparcado detrás del seto y con el motor al ralentí. Pitt se había parado allí para servir de cebo, pues no quería que la camioneta se detuviera y taponase la salida. Pisó el embrague y luego el acelerador a tope, y los neumáticos traseros levantaron una nube de polvo y gravilla cuando el coche salió disparado. La camioneta avanzaba muy rápido, pero Pitt consiguió llegar a la parte semicircular del camino que trazaba una curva por delante de la casa. Siguió acelerando mientras giraba a la izquierda para dejar atrás la mansión y entrar en la curva opuesta.

En la camioneta, una docena de metros atrás, el iraní se asomó por la ventanilla del pasajero con una Glock automática en la mano y abrió fuego contra el coche francés. Debido al ángulo de la curva, se vio obligado a poner el arma por delante del parabrisas para apuntar, sin demasiado éxito. Unos cuantos proyectiles atravesaron el maletero del Delahaye, pero los pasajeros y el motor salieron indemnes.

Pitt derrapó con el coche por la segunda curva y pisó el acelerador solo lo imprescindible para mantener la velocidad. En el borde exterior de la curva había una gran estatua de Venus con un brazo en dirección al cielo.

—¡Cuidado! —gritó Loren cuando el Delahaye derrapó hacia la estatua de mármol.

Pitt sujetó con firmeza el volante y pisó el acelerador un poco más. Las balas silbaron por encima de la capota mientras el coche seguía deslizándose hacia el borde del camino y la imponente estatua. Los neumáticos mordieron la grava suelta a medida que el impulso del coche levantaba los guijarros. Loren se sujetó al asiento con todas sus fuerzas al ver que el morro del Delahaye pasaba por encima de la hierba en un avance imparable hacia la escultura de mármol. Pero en el último momento los neumáticos traseros encontraron agarre y el morro del coche eludió la estatua por los pelos y volvió al camino. Pitt y Loren oyeron un fuerte chirrido cuando el guardabarros trasero rozó el pedestal de Venus y cesó en cuanto los cuatro neumáticos estuvieron en la grava.

—Le has arrancado el brazo —comentó Loren, que miraba la estatua a través del parabrisas trasero.

—Espero que el propietario de este coche tenga un seguro a todo riesgo —dijo Pitt sin mirar atrás.

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