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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (14 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—¡Creo que ese es su taxi! —gritó.

El conductor asintió, y sujetó con fuerza el volante. No podía hacer nada para salir de aquel atasco, y maldijo nervioso a los demás vehículos mientras pasaban los segundos. Por fin, al ver una brecha en el carril en dirección contraria, se coló por allí, avanzó una manzana y volvió al carril derecho. El tráfico avanzó, y en cuanto giró por Caddesi, pisó el acelerador a fondo y enfiló la autovía como un piloto de Fórmula 1.

La autovía trazaba una curva por el límite oriental de Topkapi, junto a la orilla del Bósforo. El tráfico era fluido mientras la carretera giraba al norte y luego al oeste, a lo largo del Cuerno de Oro, el brazo de mar que dividía el sector europeo de Estambul. Pitt tenía la atención puesta en una gran draga verde que removía las aguas de la orilla. El taxi se acercó al puente de Gálata, que atravesaba el Cuerno de Oro y comunicaba con el barrio de Beyoglu, cuando de pronto se encontró con un tremendo atasco de coches y autobuses que apenas se movían. El taxista salió de Caddesi a la primera oportunidad y se dirigió hasta el muelle del transbordador que había cerca de la base del puente.

—El muelle de Bogaz Hatti en
Eminönü
—anunció el chófer—. El siguiente transbordador zarpa de allí —añadió con un gesto—. Si se dan prisa, podrán cogerlo.

Pitt le pagó el viaje, añadió una generosa propina, y a continuación miró a un lado y a otro y bajó del vehículo. No vio rastro del coche naranja, y más tranquilo escoltó a Loren hasta la taquilla.

—Eres incapaz de mantenerte apartado del agua, ¿verdad? —comentó Loren, con la mirada puesta en los grandes transbordadores amarrados.

—Pensé que un relajante paseo por el Bósforo nos sentaría de maravilla.

—La verdad es que suena tentador —admitió Loren, dispuesta a disfrutar de las vistas—. Siempre y cuando estemos solos y el plan incluya la comida.

—La comida está garantizada. Y creo que hemos perdido a nuestros amigos —respondió Pitt con una sonrisa.

Compraron los billetes, fueron hasta uno de los muy concurridos muelles y subieron a uno de los modernos transbordadores. Se sentaron junto a una ventana. Tres toques de bocina anunciaron la partida antes de que recogiesen la pasarela.

El coche naranja frenó con un chirrido de neumáticos y dos de sus ocupantes se bajaron de un salto. Pasaron junto a la taquilla en una desesperada carrera hasta el muelle y no pudieron hacer otra cosa que mirar impotentes cómo el transbordador se alejaba por el estrecho. Mientras intentaba recuperar el aliento, el hombre de las gafas de sol se volvió hacia el iraní.

—Consigue una lancha —ordenó—. ¡Ya!

El estrecho del Bósforo, treinta y dos kilómetros de longitud y una anchura que en pocas ocasiones supera los mil seiscientos metros, es una de las vías de agua más transitadas y que ofrece las mejores panorámicas. Divide el corazón de Estambul, y ha sido una ruta comercial histórica, utilizada en la Antigüedad por los griegos, los romanos y los bizantinos. En los tiempos modernos, se ha convertido en la principal salida para las embarcaciones de Rusia, Georgia y otros países que bordean el mar Negro. Buques cisterna, cargueros y portacontenedores surcan continuamente la angosta vía de agua que separa el continente europeo del asiático.

El transbordador navegaba hacia el norte a velocidad de crucero; el irregular horizonte de Estambul discurría con suavidad bajo un cielo azul sin una nube. El barco no tardó mucho en pasar por debajo del puente del Bósforo y luego del puente Fatih Sultán Mehmet, dos imponentes puentes colgantes que se elevaban muy altos sobre el estrecho. Pitt y Loren bebían té mientras contemplaban el paso de las otras embarcaciones y las edificaciones de las colinas. La atestada orilla se convirtió poco a poco en una hilera de majestuosas mansiones, embajadas y antiguos palacios sobre un fondo de bosques.

La nave realizó varias escalas antes de aproximarse casi a la vista del mar Negro.

—¿Quieres subir a la cubierta superior para disfrutar mejor del panorama? —preguntó Pitt.

Loren sacudió la cabeza.

—Demasiado viento para mi gusto. ¿Qué tal otro té?

Pitt aceptó de inmediato. Fueron al bar y pidieron dos tés. De haber subido a la cubierta superior, Pitt quizá hubiese visto la pequeña lancha rápida, con tres hombres a bordo, que surcaba el estrecho a gran velocidad en dirección al transbordador.

El ferry no tardó en girar hacia la costa europea, donde amarró junto a otros dos transbordadores más pequeños en el puerto de Sariyer. El antiguo pueblo de pescadores conservaba el histórico encanto turco de muchas localidades del Bósforo que poco a poco iban siendo ocupadas por jubilados ricos.

—Se supone que aquí hay varios restaurantes de pescado muy buenos —dijo Loren, que leía una guía turística—. ¿Qué te parece si desembarcamos para comer?

Pitt estuvo de acuerdo, y enseguida se unieron a los turistas apiñados frente a la pasarela para desembarcar. El muelle estaba cerca de una colina bastante alta, y el pueblo se extendía por la zona llana de la derecha. La calle principal acababa en un parque pequeño en primera línea de mar. Pitt se fijó en el parque porque en ese momento un viejo
Citroën
Traction Avant atravesó el césped.

Pasaron por el pequeño mercado de pescado y se entretuvieron mirando cómo descargaban cajones de lubinas de una barca. Pasaron por delante de varios restaurantes y se decidieron por uno que estaba al final de la calle. Una alegre camarera con el pelo negro y largo los condujo hasta una mesa en la terraza, al borde mismo del agua, y después se apresuró a ofrecerles los habituales meze, pequeños platos de diversas especialidades turcas servidos como aperitivos.

—Tienes que probar los calamares —dijo Loren, y metió un trozo de carne gomosa en la boca de Pitt.

Pitt aprovechó para morderle un dedo.

—Un buen acompañamiento con el queso blanco —comentó en cuanto tragó el trozo de calamar frito.

Disfrutaron de la comida sin prisa, observando el tráfico marítimo en el estrecho y el bullicio turístico en los restaurantes contiguos. Pitt acabó su plato y se disponía a coger la copa de agua cuando de pronto Loren le aferró el brazo.

—¿Te has tragado una espina? —preguntó Pitt al ver que su mujer apretaba los labios.

Loren sacudió la cabeza y aflojó la presión.

—Hay un hombre en la calle, junto a la puerta. Es uno de los que estaban anoche en la furgoneta.

Pitt bebió un sorbo de agua y volvió despreocupadamente la cabeza hacia la entrada del restaurante. Vio a un hombre de piel oscura y camisa azul muy cerca de la puerta. No alcanzaba a verle el rostro porque el hombre miraba hacia la calle.

—¿Estás segura? —preguntó Pitt.

Loren advirtió que el hombre los miró un momento a través de la ventana y luego volvió a girarse. Miró a su marido con expresión de miedo y asintió.

—Tiene los mismos ojos —respondió.

Pitt pensó que ese perfil le resultaba conocido, y la reacción de Loren le convenció de que no se equivocaba. Tenía que ser el hombre al que Pitt había golpeado en la parte trasera de la furgoneta.

—¿Cómo han podido seguirnos hasta aquí? —preguntó Loren, con la voz un poco ronca.

—Fuimos los últimos en subir al transbordador, debían de estar lo bastante cerca para vernos embarcar —razonó Pitt—. Probablemente nos siguieron desde otra embarcación. Recorrer los restaurantes que hay cerca del muelle no puede haberles llevado mucho tiempo.

Aunque por su actitud parecía tranquilo, Pitt estaba muy preocupado por la seguridad de su esposa. La noche anterior, los ladrones de Topkapi habían demostrado que no tenían ningún reparo en asesinar. Solo había una razón para que se hubieran tomado el trabajo de seguirlos hasta allí: la represalia por haberles desbaratado el robo. De pronto la amenaza formulada por la mujer en la cisterna no parecía en absoluto baladí.

Se acercó la camarera para retirar los platos y preguntarles si tomarían postre y café. Loren comenzó a negar con la cabeza, pero su marido dijo:

—Sí, por supuesto. Tomaremos
baklava
de postre y dos cafés.

La camarera se marchó deprisa a la cocina, y Loren miró a su marido con expresión de reproche.

—Soy incapaz de comer un solo bocado más. Y menos ahora —añadió echando un vistazo a la puerta.

—El postre es para él, no para nosotros —explicó Pitt en voz baja—. Haz como si fueses al lavabo, y espérame junto a la cocina.

Loren respondió en el acto. Fingió susurrarle algo al oído y luego se levantó con calma y enfiló el corto pasillo que llevaba a los lavabos y la cocina. Pitt advirtió que el hombre se ponía en tensión al ver que Loren se levantaba y que de nuevo se tranquilizaba al ver que la camarera les servía los postres y el café. Con mucho disimulo, dejó sobre la mesa liras turcas más que suficientes para pagar la cuenta, y a continuación clavó el tenedor en la porción de
baklava
. Miró hacia la puerta y vio que el hombre de la camisa azul se volvía de nuevo hacia la calle. De inmediato, dejó el tenedor y se levantó de la mesa.

Loren esperaba al final del pasillo cuando Pitt apareció, la cogió de la mano y la llevó a la cocina. El cocinero y el pinche detuvieron sus tareas y los miraron sorprendidos cuando Pitt los saludó con una sonrisa y pasó entre los fogones con Loren pegado a él. La puerta trasera daba a un pequeño callejón que giraba hacia la calle principal. Llegaron a la esquina y se disponían a alejarse del restaurante cuando Loren le apretó la mano.

—¿Y si tomamos ese trolebús?

Un viejo trolebús descubierto que servía para llevar a los locales y a los turistas de un extremo al otro del pueblo avanzaba lentamente en su dirección.

—Subamos por el otro lado —respondió Pitt.

Cruzaron la calle y se apresuraron a subir al trolebús. No había ningún asiento libre, así que tuvieron que permanecer de pie cuando el vehículo pasó delante del restaurante. El hombre de la camisa azul continuaba apostado junto a la puerta y observó el paso del trolebús. Pitt y Loren se volvieron e intentaron ocultarse detrás de otro pasajero, pero apenas los tapaba. El hombre se quedó atónito al ver la blusa roja de Loren y luego se giró y acercó el rostro a la ventana del local. Pitt vio su expresión de sorpresa mientras miraba cómo el trolebús se alejaba. Echó a correr detrás del vehículo al tiempo que sacaba un móvil del bolsillo y marcaba un número.

Loren miró a su marido con expresión de disculpa.

—Lo siento, creo que me ha visto.

—No importa. —Pitt intentó disipar su inquietud con una sonrisa llena de confianza—. Es una ciudad pequeña.

El trolebús hizo una breve parada en el mercado de pescado, donde se bajaron la mayoría de los pasajeros. Al ver que el perseguidor se hallaba a una manzana de distancia, Pitt y Loren se sentaron y agacharon la cabeza mientras el trolebús reanudaba la marcha.

—Creo que antes vi a un policía cerca del muelle —dijo Loren.

—Si no está, quizá podamos tomar otro transbordador.

El trolebús recorrió otra manzana y se acercó a la parada final, cerca del muelle de los transbordadores. Las ruedas del viejo vehículo todavía giraban cuando Pitt y Loren se apearon de un salto y salieron disparados hacia el muelle. Sin embargo, esta vez fue Pitt quien sujetó a Loren de un brazo y se detuvo.

Delante de ellos el muelle estaba desierto; el siguiente transbordador no zarpaba hasta al cabo de media hora. Pero lo que a Pitt le preocupó fue la aparición de dos hombres cerca de la entrada. Uno era el iraní de la mezquita Azul y el otro, su amigo de las gafas de sol.

—Creo que lo mejor será buscar otro medio de transporte —dijo Pitt, y guió a Loren en la dirección opuesta.

Fueron a paso rápido hasta la calle, por donde en ese momento pasaba un Peugeot descapotable de los años sesenta seguido por un grupo de locales que se encaminaban al parque, en primera línea de mar. Pitt y Loren se acercaron a los turcos e intentaron mezclarse con ellos para que les sirviesen de pantalla. El intento fracasó en cuanto el hombre de la camisa azul del restaurante apareció en la calle. Llamó a gritos a sus compañeros del muelle y señaló en dirección a Pitt.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Loren al ver que los hombres del muelle se dirigían hacia ellos.

—Continúa caminando —respondió Pitt.

Sus ojos se movían en todas direcciones en busca de alguna vía de escape, pero la única opción inmediata era seguir avanzando entre la multitud. Llegaron con el grupo al parque y se encontraron con que en el césped había coches antiguos aparcados en dos hileras irregulares. Pitt vio que muchos de los relucientes vehículos eran
Citroën
y Renault fabricados en los cincuenta y sesenta.

—Debe de ser un encuentro de un club de coches franceses —comentó.

—Ojalá pudiéramos verla con calma —dijo Loren, que no dejaba de mirar por encima del hombro.

Cuando el grupo que los rodeaba comenzó a dispersarse por el parque, Pitt llevó a Loren hacia unos cuantos espectadores en primera fila. Los aficionados se habían reunido alrededor de la estrella de la muestra, un resplandeciente Talbot-Lago, de principios de los cincuenta, cuya carrocería era una creación del diseñador italiano Ghia. Mientras se abrían paso hasta el fondo del grupo, Pitt se volvió para observar a los perseguidores.

Los tres hombres acababan de entrar en el parque a paso rápido. Estaba claro que el tipo de las gafas de sol era el jefe. Ordenó de inmediato a los otros dos que fueran cada uno por un lado del parque mientras él se dirigía hacia los coches, en el centro.

—No creo que podamos salir por donde entramos —dijo Pitt—. Vamos a intentar llevarles la delantera. Quizá por el otro extremo del parque podamos salir a la calle principal y allí tomar un taxi o el autobús.

—A estas alturas no me opondría a que robáramos un coche —afirmó Loren con tono grave.

Caminó deprisa, zigzagueando entre los coches expuestos, con Pitt un par de pasos más atrás. Intentaban en lo posible que la gente los tapase, pero a medida que avanzaban el público menguaba. No tardaron en llegar al último coche, un descapotable de dos puertas fabricado después de la guerra y pintado de color plata y verde. Pitt se fijó en el hombre mayor que estaba sentado al volante pegando un cartel de
SE VENDE
en el parabrisas.

—Aquí se acaba la protección —le dijo a Loren—. Vayamos rápido hacia los árboles.

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