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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (24 page)

BOOK: El complot de la media luna
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23

—¡Summer! ¡Aquí!

Summer, que acababa de bajar del tren de Great Yarmouth con una bolsa de viaje al hombro, tuvo que recorrer varias veces con la mirada el atestado andén hasta que por fin vio a Julie agitando las manos en el aire.

—Gracias por venir a buscarme —dijo mientras saludaba a la historiadora con un abrazo—. Creo que no habría conseguido salir de aquí —añadió, admirada por la impresionante arquitectura de la Liverpool Street Station, en el noroeste de Londres.

—En realidad es de lo más sencillo —respondió Julie con una sonrisa—. Basta con seguir a las otras ratas fuera del laberinto.

Dejaron atrás varios andenes, atravesaron el enorme vestíbulo de la terminal y llegaron a un aparcamiento cercano. Allí subieron a un Ford verde que parecía un insecto grande.

—¿Qué tal el viaje a Yarmouth? —preguntó Julie cuando circulaban entre el tráfico londinense.

—Horrible. Pillamos un frente de tormentas cuando dejamos Scapa Flow y vientos huracanados durante todo el viaje por el mar del Norte. Todavía estoy un poco mareada.

—Supongo que debería estar agradecida de haber podido volar desde Escocia.

—Bueno, ¿cuáles son las últimas novedades acerca del misterio del hundimiento del Hampshire? —preguntó Summer—. ¿Has establecido algún vínculo con lord Kitchener?

—Solo unos pocos cabos sueltos, y muy tenues en el mejor de los casos. Consulté la investigación oficial del Almirantazgo sobre el hundimiento del crucero, pero no era más que un Libro Blanco que echaba la culpa a una mina alemana. También analicé la afirmación de que el IRA había colocado una bomba en el barco, pero no merece credibilidad.

—¿Alguna posibilidad de que los alemanes colocasen la bomba?

—En los archivos alemanes que se conocen, no hay ninguna indicación al respecto, así que también es poco probable. Creían que una mina del U-75 causó el hundimiento. Por desgracia, el capitán del submarino, Kurt Beitzen, no sobrevivió a la guerra, y por lo tanto no tenemos ningún relato alemán del acontecimiento.

—Ese es un callejón sin salida. ¿Y cuáles son los cabos sueltos? —preguntó Summer.

—Repasé a fondo algunos de mis documentos sobre Kitchener y sus archivos de guerra. Encontré dos documentos que se salían de lo común. A finales de la primavera de 1916, Kitchener hizo una petición especial al ejército para que le asignasen, por una razón no especificada, dos guardaespaldas armados. En aquellos tiempos los guardaespaldas eran una rareza, reservados quizá solo para el rey. El otro artículo es una extraña carta que encontré en sus archivos militares.

Se detuvo ante un semáforo en rojo y aprovechó para coger una carpeta en el asiento trasero y darle a Summer la fotocopia de la carta del arzobispo Davidson.

—Como he dicho, son dos cosas poco sólidas que quizá no signifiquen nada.

Summer leyó la carta y frunció el entrecejo.

—El Manifiesto al que se refiere... ¿es un documento de la Iglesia?

—No tengo ni idea —respondió Julie—. Por eso nuestra primera parada serán los archivos de la Iglesia de Inglaterra en Lambeth Palace. Pedí consultar los archivos personales del arzobispo con la esperanza de que pudiéramos conseguir algo más sustancial.

Cruzaron el río Támesis por el puente de Londres y entraron en Lambeth; Julie aparcó el Ford verde cerca del palacio. Summer admiró la belleza del antiguo edificio que se hallaba frente al río, con el palacio de Buckingham en la otra orilla.

Fueron a la Gran Sala, desde donde las acompañaron hasta la sala de lectura de la biblioteca. Cuando entraron, Summer se fijó en un hombre delgado y apuesto que les sonrió desde una fotocopiadora.

La bibliotecaria tenía una pila de carpetas preparadas cuando Julie se acercó a la mesa.

—Aquí tiene los archivos personales del arzobispo. Me temo que no tenemos nada relacionado con lord Kitchener —dijo la joven.

—De acuerdo —dijo Julie—. Gracias por la búsqueda.

Las dos mujeres fueron a sentarse a una mesa, se repartieron las carpetas y comenzaron a revisar los documentos.

—El arzobispo era un escritor prolífico —comentó Summer, impresionada por la cantidad de material.

—Eso parece. Esta es solo la correspondencia de la primera mitad de 1916.

Summer se fijó de nuevo en el hombre junto a la fotocopiadora, que recogió unos cuantos libros y se sentó a una mesa detrás de ella. Su olfato detectó un olor a colonia con un ligero toque a almizcle pero agradable. Al echar una mirada rápida por encima del hombro, vio que llevaba un anillo de oro de aspecto antiguo en la mano derecha.

Fue pasando las cartas deprisa; la mayoría no eran más que áridos comentarios referentes a los presupuestos y la política dirigidos a los obispos subordinados de Inglaterra, junto con sus respuestas. Después de una hora, las dos mujeres habían examinado la mitad de las pilas.

—Aquí hay una carta de Kitchener —anunció Julie de pronto.

Summer la miró inquieta a través de la mesa.

—¿Qué dice?

—Parece la respuesta a una carta del arzobispo, porque está fechada solo unos días más tarde. Es corta, así que te la leeré:

Excelencia:

Lamento no poder cumplir con su reciente petición. El Manifiesto es un documento de importantes consecuencias históricas. Exige que se haga público cuando la paz reine de nuevo en el mundo. Me temo que, en sus manos, la Iglesia enterrará la revelación con el propósito de proteger las actuales afirmaciones teológicas.

Le pido que llame a la retirada a sus subordinados, que continúan persiguiéndome a todas horas.

Su obediente servidor.

H. H. Kitchener

—¿Qué puede ser ese Manifiesto? —preguntó Summer.

—No lo sé, pero está claro que Kitchener tenía una copia y la consideraba importante.

—Es obvio que también la Iglesia.

Summer oyó que el hombre detrás de ella carraspeaba y luego se inclinaba hacia su mesa.

—Discúlpeme por escuchar, pero ¿ha dicho usted Kitchener? —preguntó con una sonrisa encantadora.

—Sí —respondió Summer—. Mi amiga Julie está escribiendo una biografía del mariscal de campo.

—Me llamo Baker —mintió Ridley Bannister, y gracias a las presentaciones supo cómo se llamaban ellas—. ¿Puedo sugerir que el Museo de la Guerra tal vez cuente con mejores fondos sobre los documentos históricos de lord Kitchener?

—Es muy amable por su parte, señor Baker —respondió Julie—, pero ya he realizado una búsqueda exhaustiva en sus archivos.

—¿Qué la trae entonces aquí? —preguntó—. Nunca hubiese esperado que la influencia de un héroe militar llegase hasta la Iglesia de Inglaterra.

—Solo busco la correspondencia que mantuvo con el arzobispo de Canterbury —respondió ella.

—Entonces este es el lugar indicado —asintió Bannister con una gran sonrisa.

—¿Qué investiga usted? —le preguntó Summer.

—Me lo tomo como un pasatiempo. Estoy investigando las ubicaciones de unas cuantas viejas abadías que fueron destruidas durante la purga de monasterios de Enrique VIII. —Levantó un libro polvoriento titulado
Planos de las abadías de la vieja Inglaterra
, y de nuevo miró a Julie.

—¿Ha descubierto algún secreto sobre Kitchener?

—Ese honor pertenece a Summer. Ayudó a demostrar que el barco en el que viajaba lo hundieron con un explosivo colocado a bordo.

—¿El
Hampshire
? Creía que se había demostrado que había chocado con una mina alemana.

—El boquete indica que la explosión se originó dentro del barco —dijo Summer.

—Quizá el viejo rumor de que el IRA colocó una bomba a bordo fuera verdad.

—¿Conoce esa historia? —preguntó Julie.

—Sí —contestó Bannister—. El
Hampshire
fue enviado a Belfast para unas reparaciones a principios de 1916. Algunos creen que alguien colocó una bomba dentro del barco que detonó meses más tarde.

—Parece saber mucho del
Hampshire
—comentó Summer.

—Me apasiona la historia de la Primera Guerra Mundial —declaró Bannister—. ¿Adónde las llevará su investigación a partir de aquí?

—Iremos a Kent para echar otra ojeada a los documentos personales de Kitchener que se guardan en Broome Park —contestó Julie.

—¿Han visto su último diario?

—Vaya, no —dijo Julie, sorprendida por la pregunta—. Siempre se lo ha dado por perdido.

Bannister consultó su reloj.

—Oh, miren qué hora es. Me temo que debo marcharme ya mismo. Ha sido un placer conocerlas —dijo, se levantó y se inclinó un poco a modo de saludo—. Que su búsqueda del conocimiento histórico sea recompensada con plenitud.

Devolvió el libro a la bibliotecaria, y les hizo un gesto de despedida al salir de la sala de lectura.

—Un tipo muy guapo —comentó Julie con una sonrisa.

—Sí —convino Summer—. Parece saber mucho sobre Kitchener y el
Hampshire
.

—Es verdad. No creo que muchas personas sepan que el último diario de Kitchener se perdió.

—¿Pudo haberse hundido con el barco?

—Nadie lo sabe. Anotaba sus comentarios en pequeños libros encuadernados que abarcaban el período de un año. Sus escritos de 1916 no se han encontrado, pero siempre se ha dado por supuesto que se los llevó con él en el
Hampshire
.

—¿Qué opinas del comentario del señor Baker acerca de que el IRA pudo haber puesto una bomba en el
Hampshire
?

—Es una de las muchas afirmaciones descabelladas que surgieron después del hundimiento para la que no he hallado ninguna justificación histórica. Es difícil creer que el
Hampshire
llevase una bomba a bordo durante seis meses. El IRA, o los Voluntarios Irlandeses, como se los conocía entonces, no podían saber con tanta antelación que Kitchener iría en ese barco. En realidad, no se convirtieron en un grupo militante hasta el levantamiento de Pascua, en abril de 1916, mucho después de que el
Hampshire
dejase Belfast. Más revelador aún es que nunca reivindicaron el naufragio.

—Entonces creo que lo mejor será que sigamos buscando —dijo Summer, que abrió una nueva carpeta con las cartas del arzobispo.

Trabajaron durante una hora hasta que las pilas se redujeron al mínimo. Al acercarse al final de la última carpeta, Summer de pronto se irguió; estaba leyendo una breve carta de un obispo en Portsmouth. La leyó por segunda vez y luego se la pasó a Julie.

—Mira esto —le pidió.

—«El paquete ha sido entregado y el mensajero despachado —leyó Julie en voz alta—. El objeto de interés dejará de ser un motivo de preocupación dentro de setenta y dos horas». Firmado, obispo Lowery, Diócesis de Portsmouth.

Julie dejó la carta y dirigió a Summer una mirada vacía. —Me temo que no veo la relevancia. —Mira la fecha.

Julie miró la parte superior de la carta. —Dos de junio de 1916. Tres días antes del hundimiento del
Hampshire
—dijo, sorprendida.

—Al parecer, la trama se complica —opinó Summer en voz baja.

24

En cuanto salió de la biblioteca, Ridley Bannister cruzó los patios de Lambeth Palace hasta un pequeño edificio de ladrillo adyacente a las residencias principales. Abrió una puerta sin ningún rótulo y entró en una oficina atestada, donde un puñado de guardias de seguridad observaban las pantallas de vigilancia o trabajaban en los ordenadores de mesa. Sin hacer caso de la mirada curiosa de un hombre que estaba sentado cerca de la puerta, Bannister continuó hasta un despacho privado que había al fondo y entró.

Sentado a un escritorio, un hombre de ojos de halcón y pelo grasiento miraba en la pantalla de su ordenador una transmisión de vídeo en directo. Bannister vio las figuras de Summer y Julie sentadas en la sala de lectura. El hombre levantó la cabeza y lo taladró con la mirada.

—Vaya, Bannister, aquí está. Se suponía que debía hablar conmigo antes de que llegasen las señoras. Ahora ha descubierto su fachada.

Bannister se sentó en una silla de madera de cara a la mesa.

—Lo siento, amigo, olvidaron llamarme esta mañana en el Savoy. Quería darle las gracias por los billetes de avión. Me alegra que esta vez haya recordado enviarme billetes de primera clase.

El jefe de seguridad del arzobispo de Canterbury apretó los dientes en una mueca de disgusto.

—¿Ha hecho una purga de los archivos antes de que se los diesen a las mujeres? —preguntó, con un gesto hacia la pantalla del ordenador.

—Los he revisado, Judkins —respondió Bannister, que se quitó una pelusa de la americana—. No hay nada acusador en esos archivos.

El rostro de Judkins se encendió.

—Tenía órdenes de revisar y limpiar esos archivos.

—¿Órdenes? ¿Ha dicho órdenes? ¿Acaso, sin saberlo, he sido reclutado para el ejército privado del arzobispo?

Los dos hombres se habían caído mal desde el instante en que se conocieron, y con el tiempo la cosa había ido a peor. Pero Judkins era el contacto que habían asignado a Bannister, y ninguno de los dos podía hacer gran cosa al respecto. El arqueólogo le presionaba hasta donde podía sin poner en peligro sus arreglos contractuales con la Iglesia.

—Es un empleado del arzobispo y obedecerá sus peticiones como corresponde —afirmó el jefe de seguridad, con furia en los ojos.

—No soy nada de eso —replicó Bannister—. Soy un simple mercenario de la verdad histórica. Si bien es verdad que el arzobispo contrata mis servicios de vez en cuando, no tengo ninguna obligación de seguir órdenes ni de inclinarme en la dirección del estimado arzobispo.

Judkins contuvo la respuesta y miró en silencio a Bannister mientras esperaba a que le bajase la presión sanguínea. Cuando su rostro perdió por fin el color rojo, habló en un tono de respeto.

—Aunque desde luego esa no hubiese sido mi elección, el arzobispo ha decidido contratar sus servicios para que le informe y aconseje sobre los descubrimientos históricos, en particular en Oriente Próximo, que puedan tener relación con la doctrina de la Iglesia. Este supuesto Manifiesto, y su anterior asociación con la Iglesia, ha sido considerado sumamente peligroso. Nosotros, quiero decir, el arzobispo necesita saber por qué esa historiadora de Cambridge está investigando los archivos del arzobispo Davidson y si hay un riesgo para la Iglesia.

Bannister esbozó una sonrisa ante la forzada deferencia de Judkins.

—Julie Goodyear es una historiadora de Cambridge que ha escrito varias biografías excelentes sobre figuras importantes del siglo
XIX
. En la actualidad está escribiendo una biografía sobre lord Kitchener. Por lo visto, la señorita Goodyear y la muchacha estadounidense, Summer Pitt, han descubierto que el barco de Kitchener, el
Hampshire
, fue destruido por una explosión interior. Parecen creer que ahí podría haber una remota conexión con el difunto arzobispo Davidson.

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