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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (25 page)

BOOK: El cero y el infinito
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Gletkin no le dejó tiempo para completar su pensamiento:

—¿Y después de esa preparación teórica, vino la instigación directa del hecho?

Labio Leporino no contestó, limitándose a parpadear ante la luz.

Gletkin aguardó unos segundos la respuesta. También Rubashov levantó la cabeza sin proponérselo. Pasaron unos segundos más, durante los cuales sólo se escuchó el ligero zumbido de la corriente eléctrica, y después llegó la voz incolora y fría de Gletkin:

—¿Habrá necesidad de refrescarle un poco la memoria?

Gletkin pronunció esta frase como sin darle importancia, pero el joven se estremeció como si le hubiesen dado un latigazo; se pasó la lengua por los labios y en sus ojos apareció la imagen de un puro terror animal. Luego dijo con su agradable voz:

—La instigación no fue hecha aquella noche, sino a la mañana siguiente, durante un tête-à-tête entre el ciudadano Rubashov y yo.

Rubashov sonrió. El aplazamiento de la imaginaria conversación hasta el día siguiente era indudablemente un refinamiento de la mise en scène de Gletkin, porque la idea de que el viejo Kieffer hubiese escuchado con júbilo mientras estaban dando instrucciones a su hijo para cometer un asesinato por medio de veneno era una historia inverosímil aun para la psicología de un Neanderthal... Rubashov se olvidó del shock que acababa de recibir, y se volvió hacia Gletkin, preguntándole, mientras parpadeaba dolorosamente:

—¿Es exacto que el acusado tiene derecho a hacer preguntas durante un careo?

—Tiene usted ese derecho —le contestó Gletkin.

Rubashov se volvió hacia el joven, y le dijo, mirándolo a través de los lentes:

—Si mal no recuerdo, ¿usted acababa de terminar sus estudios en la Universidad cuando vino a verme con su padre?

Ahora que por primera vez hablaba directamente a Labio Leporino, la confianza y la esperanza aparecieron en su cara. Hizo un signo afirmativo.

—Eso es, entonces, exacto —continuó Rubashov—, y si recuerdo bien, la intención era que usted empezase a trabajar con su padre en el Instituto de Investigaciones Históricas. ¿Llegó usted a hacerlo?

—Sí —contestó Labio Leporino, y agregó después de un momento de vacilación: —Allí estuve hasta el arresto de mi padre.

—Lo comprendo —dijo Rubashov—. Ese suceso hizo imposible su permanencia en el Instituto, y tuvo que buscar un medio de ganarse la vida... —Hizo una pausa, se volvió a Gletkin, y continuó—: Lo cual demuestra que en la época de esa entrevista ni él ni yo pudimos haber previsto su futura ocupación, y, por tanto, la instigación al envenenamiento es una imposibilidad lógica.

El lápiz de la secretaria se detuvo de pronto. Rubashov adivinó, sin mirarla, que había cesado de tomar notas, y que había vuelto su puntiaguda cara de ratón hacia Gletkin. Labio Leporino miró también a éste, lamiéndose el labio superior, pero sus ojos no demostraban alivio, sino más bien azoramiento y temor. El momentáneo sentimiento de triunfo de Rubashov se desvaneció, y tuvo la extraña sensación de haber perturbado la buena marcha de una ceremonia solemne. La voz de Gletkin sonó aun más fría y correcta que de costumbre al preguntar:

—¿Tiene usted que hacer alguna otra pregunta?

—Eso es todo por el momento —contestó Rubashov.

—Nadie ha asegurado que sus instrucciones fuesen un asesinato por medio del veneno —afirmó Gletkin con calma—. Usted dió la orden para llevar a cabo el asesinato, dejando la elección del medio al agente. —Se volvió a Labio Leporino preguntando—: ¿No es así?

—Sí —contestó Labio Leporino, y su voz traslucía una especie de alivio.

Rubashov recordaba que el acta de acusación decía en términos expresos "instigación al asesinato por medio de veneno", pero de pronto todo el asunto le fue indiferente. Que el joven Miguel hubiese realizado en verdad el loco atentado, o planeado algo parecido; que la confesión entera le hubiera sido dictada, o solamente partes de ella; todo ofrecía ahora únicamente un interés de procedimiento legal; no tenía influencia alguna frente al delito que se le atribuía. Lo esencial era que esa desgraciada figura representaba las consecuencias de su lógica, hecha carne. Los papeles se habían cambiado, y no era Gletkin, sino él, quien estaba tratando de embrollar un caso claro con argucias de leguleyo. El acta de acusación, que hasta ahora le había parecido tan absurda, en realidad unía (aunque de manera torpe y desmañada) los eslabones que faltaban, transformándola en una cadena perfectamente lógica.

Y más aún, había un punto en que a Rubashov le parecía que había cometido una injusticia.

Pero estaba demasiado agotado para traducirlas en palabras.

—¿Tiene usted alguna otra pregunta que hacer? —dijo Gletkin.

Rubashov contestó que no con la cabeza.

—Puede usted retirarse —indicó Gletkin a Labio Leporino. Tocó un timbre, y entró un guardia de uniforme que le puso las esposas al joven Kieffer; éste, antes de que se lo llevaran, volvió los ojos a Rubashov, tal como acostumbraba hacer al final de los paseos en el patio. Rubashov sintió su mirada como una carga; se quitó los lentes, los frotó en la manga y desvió los ojos.

Cuando Labio Leporino se retiró, casi lo envidiaba. La voz de Gletkin le raspó los oídos, precisa y con nueva brutalidad:

—¿Admite usted ahora que la confesión de Kieffer concuerda con los hechos en sus puntos esenciales?

Rubashov tenía que mirar otra vez a la lámpara. En sus oídos resonaba un zumbido continuo, y la luz flameaba, caliente y roja, a través de las delgadas membranas de los párpados. Pero no obstante, la expresión "puntos esenciales" no se le escapó, pues con esa frase Gletkin tendía el puente sobre la grieta de la acusación, y abría la posibilidad de cambiar la "instigación al asesinato por medio del veneno" por "instigación al asesinato" simplemente.

—En los puntos, esenciales, sí —admitió Rubashov.

Los puños de Gletkin crujieron, y hasta la secretaria se movió en la silla. Rubashov se dió cuenta de que acababa de pronunciar la sentencia definitiva, y de que había sellado su confesión de culpabilidad. ¿Cómo podrían entender jamás, aquellos hombres de Neanderthal, lo que él, Rubashov, consideraba como delito o como verdad, según sus propios patrones?

—¿Le molesta la luz? —le preguntó Gletkin súbitamente.

Rubashov sonrió. Gletkin pagaba en efectivo. Ésa era la mentalidad de un Neanderthal. Y a pesar de eso, cuando la luz se hizo un poco menos intensa, Rubashov se sintió aliviado y hasta algo inclinado a sentir una especie de agradecimiento. Aunque todavía haciendo guiños, pudo entonces mirar a Gletkin a la cara y volvió a ver la ancha cicatriz en el cráneo afeitado.

—...exceptuando un punto que considero esencial —terminó Rubashov.

—¿Cuál? —preguntó Gletkin, que otra vez se puso tieso y correcto.

"Ahora se figura que me refiero al tête-à-tête con el muchacho, que nunca tuvo lugar" —pensó Rubashov—. "Eso es lo que le importa a él: poner los puntos sobre las íes, aunque los puntos parezcan borrones. Pero, desde su punto de vista, puede tener razón..."

—El punto que me interesa —dijo en voz alta— es éste. Es cierto que, de acuerdo con las convicciones que tenía en aquel tiempo, hablé de la necesidad de acudir a la acción violenta; pero al decir eso me refería a la acción política, v no al terrorismo individual.

—¿De manera que prefería la guerra civil? —preguntó Gletkin.

—No. Acción de masas —contestó Rubashov.

—La cual, como usted sabe muy bien, conduce inevitablemente a la guerra civil. ¿Es ésa la distinción a la que da usted tanto valor?

Rubashov no contestó. Ése era indudablemente un punto que hacía un momento le parecía muy importante, y que, de pronto, también le era indiferente. De hecho, si la oposición podía conseguir la victoria sobre la burocracia del Partido y su enorme aparato, sólo por medio de la guerra civil, ¿por qué era preferible a echar veneno en el refrigerio del Número Uno, cuya desaparición hubiera ocasionado el colapso en forma más rápida y menos sangrienta? ¿Por qué razón el asesinato político es menos honorable que las matanzas políticas en masa? Ese desgraciado muchacho había tergiversado evidentemente su intención, pero ¿no habría quizás más consistencia en su equivocación que la que había existido en su propia conducta durante los últimos años?

"Todo aquel que combate una dictadura tiene que aceptar la guerra civil como un medio de derribarla, y el que se asuste de la guerra civil más vale que abandone la oposición y acepte la dictadura."

Estas simples sentencias, que él había escrito hacía muchos años en una polémica contra los "moderados", encerraban su propia condenación. No se sentía en estado de continuar su discusión con Gletkin, y la sentencia de su completa derrota le llenaba de una sensación de alivio, al cesar la obligación de continuar el combate, abandonando la carga de su responsabilidad. Le volvió el estado de somnolencia de antes; sentía el martilleo en la cabeza sólo como un eco lejano, y por unos segundos le pareció que detrás del escritorio se sentaba, no Gletkin, sino el propio Número Uno, que lo miraba con aquella extraña e irónica comprensión del último apretón de manos de despedida.

Le vino a la memoria una inscripción que había leído en la puerta del cementerio de Errancis, donde yacían Robespierre, Saint-Just y otros dieciséis camaradas decapitados. Consistía en una sola palabra:

DORMIR

A partir de ese momento, los recuerdos de Rubashov se hicieron otra vez imprecisos.

Probablemente se quedó dormido unos minutos o quizás segundos; pero esta vez no recordó haber soñado. Gletkin debió haberlo despertado para firmar la declaración alargándole su propia lapicera, la cual, según observó con ligero disgusto, estaba aún tibia por su permanencia en el bolsillo. La secretaria había cesado de escribir, y reinaba un completo silencio en la habitación, mientras que la lámpara, interrumpido su zumbido, daba solamente una luz normal, más bien pálida, al aparecer la aurora en la ventana.

Rubashov firmó.

Todavía continuó el sentimiento de alivio e irresponsabilidad, aunque se había olvidado de la causa; después, borracho de sueño, levó la declaración en que confesaba haber incitado al joven Kieffer a asesinar al jefe del Partido. Durante unos segundos tuvo la sensación de que todo aquello no era más que una farsa grotesca, y sintió un impulso de tachar su firma y romper el documento; luego todo le volvió a la memoria, se frotó los lentes con la manga y le alargó el papel a Gletkin.

La primero que recordó después fue que nuevamente iba por el pasillo, escoltado por el gigante que lo había conducido al despacho de Gletkin hacía un tiempo inconmensurable. Pasó medio dormido delante de la peluquería y de la escalera de caracol y se acordó de sus temores de antes al llegar a aquel sitio, sorprendiéndose un poco de sí mismo y sonriendo vagamente en la distancia. Luego oyó la puerta de la celda cerrarse detrás de él, de golpe, y se dejó caer en el camastro con una sensación de deleite físico; vió la luz grisácea del amanecer en el hueco de la ventana, con el familiar trozo de periódico, y se quedó dormido.

Cuando se abrió nuevamente la puerta de la celda, aún no era día claro; a lo sumo podría haber dormido una hora. Pensó al principio que le llevaban el desayuno, pero afuera estaba, en lugar del viejo carcelero, el gigante guardia de uniforme. Y Rubashov comprendió que tenía _que volver a Gletkin para que continuara el interrogatorio.

Se frotó la frente y el cuello en el lavabo con agua fría, se puso los lentes, y otra vez emprendió la marcha por los pasillos. Sus pasos vacilaban ligeramente, sin que se diese cuenta de ello, cuando pasaron por la peluquería y la escalera de caracol.

4

De ahí en adelante, el velo de niebla que cayó sobre la memoria de Rubashov se hizo más espeso, y después no pudo recordar sino fragmentos de su diálogo con Gletkin, que duró varios días con sus noches, con cortos intervalos de una hora o dos. Ni aun podía decir exactamente cuántos días y noches habían sido, pero sería poco más o menos una semana. Rubashov había oído hablar de este procedimiento de completo aniquilamiento físico del acusado, durante el cual dos o tres magistrados se turnaban para que el interrogatorio fuese continuo. Pero la diferencia del método de Gletkin era que éste no quería ser relevado nunca y se exigía a sí mismo tanto como pedía de Rubashov, privándole de este modo del último resorte psicológico: la piedad hacia el maltratado, la superioridad moral de la víctima.

Después de cuarenta y ocho horas, Rubashov había perdido el sentido del día y de la noche, y si luego de una hora de sueño el gigante lo sacudía para despertarlo, ya no podía discernir si la luz gris que entraba por la ventana era la de la aurora o la del crepúsculo. El pasillo, con la peluquería, la escalera de caracol y las puertas cerradas, estaba siempre iluminado por la luz pálida de las lámparas eléctricas. Si durante un interrogatorio la ventana se iba iluminando gradualmente hasta que Gletkin apagaba la lámpara, era de día. Si iba oscureciendo poco a poco y Gletkin encendía la lámpara, era de noche.

Cuando Rubashov sentía hambre durante un interrogatorio, Gletkin mandaba buscar té y sándwiches para él. Pero pocas veces tenía apetito, o más bien dicho, sentía con frecuencia mucha debilidad y le parecía que tenía un hambre espantosa, pero cuando veía el alimento delante de él, le daban náuseas. Gletkin nunca comía en su presencia, y Rubashov, por alguna razón inexplicable, se sentía humillado al pedir alimentos. Todo lo que se relacionaba con las funciones físicas del organismo era humillante para Rubashov delante de Gletkin, quien nunca daba señales de fatiga, ni bostezaba, ni fumaba, y que siempre se sentaba tieso detrás de la mesa, en la misma posición correcta, con el mismo uniforme planchado y los mismos puños que crujían. La peor degradación que sufría Rubashov era cuando se veía obligado a pedir permiso para ir al retrete, adonde lo conducía el guardia gigante, que se quedaba esperando fuera. Una vez Rubashov se quedó dormido dentro, con la puerta cerrada, y desde entonces tenía que dejarla siempre entreabierta.

Durante los interrogatorios, su condición era unas veces apática, mientras que otras sentía un desvelo forzado y vidrioso; una vez estuvo del todo inconsciente, y con frecuencia se sentía a punto de volver a estarlo, pero un sentimiento de orgullo lo salvaba en el último minuto. Entonces encendía un cigarrillo, parpadeaba un poco, y seguía el interrogatorio.

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