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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (23 page)

BOOK: El cero y el infinito
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Gletkin seguía leyendo, inflexiblemente y con mortífera monotonía. ¿Creería en realidad lo que estaba leyendo? ¿No se daba cuenta de lo absurdo del texto? Había llegado a la época en que Rubashov presidía el trust del aluminio, y empezó a leer estadísticas que demostraban la espantosa desorganización de esa rama de la industria que se había desarrollado demasiado aprisa; la serie de obreros víctimas de accidentes, y el crecido número de aeroplanos que se habían destrozado a causa del material deficiente. Todo esto era consecuencia del diabólico sabotaje de Rubashov. La palabra "diabólico" se repetía varias veces en el texto, entre términos técnicos y columnas de cifras.

Por unos segundos, Rubashov llegó a suponer que Gletkin se había vuelto loco, pues esa mezcla de lógica y disparates recordaba la metódica locura de los esquizofrénicos. Pero el acta de acusación no había sido redactada por Gletkin, quien solamente la leía y también la creía, o por lo menos la consideraba posible...

Rubashov volvió la cabeza hacia la secretaria que estaba en el rincón menos alumbrado. Era pequeña, delgada y llevaba anteojos; estaba afilando su lápiz con esmero y ni una sola vez volvió la cabeza hacia él. Era evidente que consideraba por entero convincentes las monstruosas fantasías que Gletkin leía. Era joven aún, de unos veinticinco o veintiséis años, y también había crecido después del diluvio. ¿Qué podía significar el nombre de Rubashov a esta generación de modernos "hombres de Neanderthal"? Allí estaba él, sentado frente a la cegadora luz del reflector, sin poder abrir los llorosos ojos, y ellos le leían con su voz opaca y le miraban con sus ojos sin expresión, indiferentemente, como si estuviera en la mesa de disección.

Gletkin había llegado al último párrafo de la acusación, que sé refería al remate final: el complot para atentar contra la vida del Número Uno. El misterioso X mencionado por Ivanov en su primera entrevista aparecía otra vez; resultó ser un subgerente de un restaurante del que llevaban al Número Uno un almuerzo frío los días que estaba muy ocupado. Este refrigerio era uno de los aspectos del espartano género de vida del Número Uno, cultivado cuidadosamente por la propaganda, y era justamente por medio de ese proverbial almuerzo frío cómo X, a instigación de Rubashov, iba a preparar un fin prematuro al Número Uno. Rubashov se sonrió a sí mismo con los ojos cerrados; cuando los abrió, Gletkin había cesado de leer y lo estaba mirando. Después de unos segundos de silencio, dijo, con su tono indiferente, más bien sentando un hecho que haciendo una pregunta:

—Ha oído usted la acusación y se confiesa culpable.

Rubashov procuró mirarlo a la cara; no pudo y cerró los ojos otra vez. Tenía una hiriente respuesta en la punta de la lengua, pero en vez de eso dijo, con voz tan baja que la secretaria tuvo que alargar la cabeza para oírle:

—Me confieso culpable de no haber comprendido la compulsión fatal que actúa detrás de la política del Gobierno, y de haber sido partidario, en consecuencia, de la oposición. Me confieso culpable de haber seguido impulsos sentimentales y, al hacerlo, de haberme puesto en contradicción con la necesidad histórica. He prestado oídos a las lamentaciones de los sacrificados, cerrándolos a los argumentos que demostraban la necesidad del sacrificio. Me confieso culpable de haber valorado la cuestión de la culpabilidad e inocencia en un plano más elevado que el de la utilidad y el perjuicio. Finalmente, me declaro culpable de haber colocado la idea de hombre por encima de la idea de humanidad...

Rubashov hizo una pausa y procuró abrir los ojos, que dirigía parpadeando hacia el rincón donde estaba la taquígrafa, tratando de protegerse de la luz; la muchacha acababa de tomar lo que había dicho y le parecía que se dibujaba una sonrisa irónica en su puntiagudo perfil.

—Yo sé —continuó Rubashov— que mi aberración, de haberse llevado a la práctica, hubiera constituido un peligro mortal para la Revolución. Cualquier oposición en los puntos de inflexión de la curva que sigue la historia lleva en sí el germen de una escisión al Partido y, por tanto, de una guerra civil. La democracia liberal y las debilidades del humanitarismo, cuando las masas no están maduras, equivalen a un suicidio para la revolución. Y a pesar de ello, mi actitud de oposición estaba fundada en el deseo de apelar a esos métodos, en apariencia tan seductores, pero en realidad tan mortíferos.

Estoy de acuerdo en que una demanda para una reforma liberal de la dictadura, para una democracia más amplia, para la abolición del terror y para que la organización del Partido no sea tan rígida, sería objetivamente perjudicial en estos momentos y, por consiguiente, de carácter contrarrevolucionario...

Hizo otra pausa, pues tenía la garganta seca y se le había enronquecido la voz. Oía el lápiz de la secretaria trazando los signos taquigráficos en el papel; levantó la cabeza un poco con los ojos cerrados y continuó:

—En este sentido y solamente en éste, se me puede calificar de contrarrevolucionario. Con los absurdos cargos criminales contenidos en el acta de acusación, no tengo nada que ver.

—¿Ha concluido usted? —preguntó Gletkin.

Su voz sonaba tan brutal que Rubashov lo miró sorprendido. La silueta de Gletkin, brillantemente iluminada, se recortaba detrás de la mesa en su acostumbrada posición correcta.

Rubashov había estado buscando una expresión que lo caracterizara en el menor número de palabras y la había encontrado: "correcta brutalidad".

—Su declaración no dice nada nuevo —continuó Gletkin, con su voz seca y áspera—. En sus dos confesiones anteriores, la primera hace dos años y la última hace dos meses, confiesa usted públicamente que su actitud había sido "objetivamente contrarrevolucionaria" y opuesta a los intereses del pueblo. Las dos veces pedía usted humildemente perdón al Partido, y renovaba su lealtad a la política del Gobierno. Y ahora espera usted repetir el juego por tercera vez. La declaración que acaba de hacer no es más que un lavado de ojos. Admite usted la existencia de una actitud de oposición, pero niega los actos que son lógica consecuencia de ella. Ya le he dicho que esta vez no escapará tan fácilmente.

Gletkin se detuvo tan súbitamente como había empezado, y en el silencio que siguió, Rubashov oyó el débil zumbido de la corriente eléctrica en la lámpara. Al mismo tiempo, la intensidad luminosa aumentó.

—Las declaraciones que hice en aquel tiempo —dijo Rubashov en voz baja— tuvieron propósitos tácticos. Usted sabe seguramente que un montón de políticos de la oposición se vieron obligados a hacer declaraciones análogas con tal de permanecer en el Partido. Pero esta vez mis intenciones son diferentes...

—¿Es decir, esta vez es usted sincero? —preguntó Gletkin. Hizo la pregunta rápidamente, y en su voz severa no se notaba ironía.

—Sí —contestó Rubashov con calma.

—¿Y antes usted mentía?

—Llámelo así si quiere —dijo Rubashov.

—¿Para salvar la cabeza?

—Para poder seguir trabajando.

—Sin cabeza no se puede trabajar. Por lo tanto, ¿fué para salvar la cabeza?

—Llámelo usted así.

En el corto intervalo entre las preguntas lanzadas por Gletkin y sus propias respuestas, Rubashov oía solamente el rasguear del lápiz de la taquígrafa y el zumbido de la lámpara. Ésta arrojaba verdaderas cascadas de luz blanca, juntamente con un calor continuo que obligaba a Rubashov a limpiarse con frecuencia el sudor de la frente. Procuraba mantener los doloridos ojos abiertos, pero los intervalos en que no lo conseguía se hicieron cada vez mayores; sentía una creciente modorra, y cuando Gletkin, después de la ráfaga de preguntas, dejó transcurrir unos momentos en silencio, Rubashov se dió cuenta, con una especie de interés distante, de que la cabeza le caía sobre el pecho. Cuando la siguiente pregunta de Gletkin lo zarandeó, tuvo la impresión de haber dormido durante un tiempo indeterminado sin haberse dado cuenta.

—Repito —dijo la voz de Gletkin—. Usted ha reconocido que las anteriores declaraciones de arrepentimiento las hizo engañando al Partido respecto a sus verdaderas opiniones con el objeto de salvar la cabeza.

—Ya he admitido eso —repuso Rubashov.

—Y la desautorización pública a su secretaria Arlova, ¿tenía el mismo objeto?

Rubashov asintió mudamente. La presión en las cuencas de los ojos radiaba sobre los nervios del lado derecho de la cara; y notó que el diente había comenzado a dolerle otra vez.

—¿Sabe usted que la camarada Arlova lo reclamaba constantemente como el testigo principal de su defensa?

—Estaba informado de ello —contestó Rubashov, notando que se acentuaba el dolor del diente.

—¿Sin duda sabía también que su declaración en esos momentos, y que acaba de calificarla de falaz, era decisiva para la condena a muerte de Arlova?

—Estaba informado de ello.

Rubashov empezaba a sentir que todo el lado derecho de la cara era presa de un calambre; sentía la cabeza más pesada y obtusa, y le costaba trabajo impedir que cayese sobre el pecho. La voz de Gletkin le taladró el oído:

—Por lo tanto, ¿es posible que la camarada Arlova fuese inocente?

—Es posible —concedió Rubashov, con un último resto de ironía que le dejó en la lengua un gusto de sangre y de hiel.

—¿Y fue ejecutada como consecuencia de la declaración falsa que usted hizo con el objeto de salvar la vida?

—Así fue, sobre poco más o menos —dijo Rubashov.

"Granuja" —pensó con rabia impotente y floja—, "desde luego, lo que dices es verdad, y sería difícil decidir cuál de nosotros dos es más canalla. Pero tú me tienes ahora agarrado del cuello, y yo no me puedo defender, porque no está permitido que uno mismo se tire del columpio. Si siquiera me dejaras dormir. Si sigues atormentándome un poco más, me retracto de todo lo que he dicho y me niego a hablar, y entonces todo ha terminado para mí, y para ti también."

—Y después de todo eso, ¿todavía pretende usted que se le trate con corrección? —siguió diciendo la voz de Gletkin, con la misma correcta brutalidad—. ¿Cómo se atreve a negar sus criminales actividades? Después de todo eso, ¿pide usted que le creamos?

Rubashov abandonó sus esfuerzos para mantener la cabeza derecha. Desde luego, Gletkin tenía razón en no creerle. Hasta él mismo empezaba a perderse en el laberinto de mentiras calculadas, de simulaciones dialécticas, en esa penumbra que existe entre la verdad y lo ilusorio. La verdad está siempre un poco más allá, y lo que queda es la penúltima mentira, con la que tiene uno que contentarse. ¡Y qué contorsiones patéticas y bailes de San Vito le compelen a uno! ¿Cómo podría convencer a Gletkin de que esta vez era sincero, y de que había llegado ya a la última etapa?

Siempre hay alguien a quien convencer, con quien hay que hablar, que argumentar, cuando lo que se quiere es dormir y desaparecer.

—Yo no pido nada —dijo Rubashov, volviendo la cabeza dolorosamente en la dirección en que sonaba la voz de Gletkin—, sino demostrar una vez más mi devoción al Partido.

—No hay más que una sola prueba que pueda usted dar —siguió diciendo la voz de Gletkin—, una confesión completa y pública de sus criminales actividades, que son consecuencia obligada de esa oposición. Ya nos ha dicho bastante de su "actitud de oposición" y de sus elevados motivos. El único modo en que puede ser útil al Partido es sirviendo de ejemplo y de escarmiento, demostrando alas masas, con su propia persona, las consecuencias a que la oposición lleva de modo ineludible.

Rubashov se acordó del almuerzo frío del Número Uno. Sus inflamados nervios faciales le daban punzadas a plena presión, pero el dolor no era tan agudo y quemante, sino que llegaba embotado y sordo. Pensó en el refrigerio del Número Uno, y los músculos de la cara se retorcieron en una mueca.

—Yo no puedo confesar crímenes que no he cometido —dijo con voz apagada.

—No —resonó la voz de Gletkin—: no, eso no puede usted hacerlo. —Y por primera vez su voz resonó a Rubashov con un cierto dejo irónico.

A partir de ese momento, el recuerdo que guardaba del interrogatorio se hizo más impreciso.

Después de la frase "eso no puede usted hacerlo", que se había quedado en sus oídos a causa de su peculiar entonación, hubo un lapso de incierta duración en su memoria. Más adelante hasta le parecía que se había quedado dormido, y aun recordaba un sueño extrañamente agradable. Debía haber durado sólo unos pocos segundos. Era una vaga secuencia de luminosos paisajes, fuera del tiempo, con los álamos familiares que formaban la avenida en la finca de su padre, coronados con unas extrañas nubes blancas que una vez, cuando niño, vió formarse sobre ellos.

El siguiente hecho que recordó fue la presencia de una tercera persona en la habitación, y la voz de Gletkin retumbándole encima:

—Le ordeno que atienda a los procedimientos. —Gletkin debió haberse incorporado e inclinado hacia adelante sobre la mesa—. ¿Reconoce usted a esta persona?

Rubashov movió afirmativamente la cabeza. Había reconocido a Labio Leporino, aunque ahora no llevaba impermeable con que se liaba los entumecidos hombros durante los paseos por el patio. Una serie familiar de números relampagueó en la mente de Rubashov: "3-I, I-I, I-2, 2-4, 3-5"... "Labio Leporino le envía sus saludos". ¿En qué ocasión le había enviado el número 402 ese mensaje?

—¿Dónde y cuándo lo conoció usted?

Le costó cierto esfuerzo hablar; el gusto amargo se le había quedado pegado en la lengua reseca.

—Le he visto repetidas veces desde mi ventana, paseando en el patio.

—¿Y no lo había conocido antes?

Labio Leporino estaba junto a la puerta, unos pasos detrás de Rubashov, y la luz del reflector le daba de lleno. La cara, ordinariamente amarilla, estaba ahora de un color blanco tiza, con su nariz puntiaguda, el labio partido con el verdugón de carne temblando sobre la encía desnuda. Las manos le colgaban inertes a la altura de las rodillas, y Rubashov, que ahora tenía la espalda vuelta a la lámpara, lo veía como una aparición en las candilejas de un escenario. Una nueva fila de cifras cruzó por su memoria: "4-5, 3-5, 4-3, 4-5... fue torturado ayer". Casi simultáneamente, la sombra de un recuerdo que no podía precisar pasó a través de su mente, el recuerdo de haber visto a este desgraciado en su forma original, mucho tiempo antes de que hubiese entrado en la celda 404.

—No sé exactamente —contestó, dudando ante la pregunta de Gletkin—. Ahora que lo veo de cerca, me parece que lo he visto alguna vez.

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