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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (22 page)

BOOK: El cero y el infinito
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Había ocasiones en que esperaba que llegase el mismo Ivanov, para redactar en su celda su declaración, lo que hubiera sido más agradable. Esta vez no se habría opuesto a la botella de coñac.

Se imaginaba la conversación en detalle; cómo iban a trabajar juntos en la pomposa fraseología de la "confesión" y las irónicas observaciones de Ivanov mientras la escribían. Seguía paseando sin dejar de sonreír y miraba el reloj cada diez minutos. ¿No le había prometido Ivanov que vendrían a buscarlo de su parte al día siguiente?

La impaciencia de Rubashov se fue haciendo cada vez más febril, y la tercera noche después de su conversación con Ivanov, no pudo dormir. Estaba despierto en la oscuridad, echado en el camastro, escuchando los desvanecidos ruidos que se sentían en el edificio, dando vueltas de un lado para otro; por primera vez desde que lo detuvieron, deseó la presencia de un cálido cuerpo femenino a su lado. Procuraba respirar con regularidad para conciliar el sueño, sin conseguirlo, y tuvo que vencer la tentación de iniciar una conversación con el número 402, quien desde la pregunta:

"¿Qué es la decencia?", no había vuelto a dar señales de vida. Pero hacia la medianoche, después de permanecer despierto tres horas, mirando al trozo de periódico pegado a la ventana, no pudo resistir más y golpeó la pared con los nudillos.

Esperó ansiosamente, pero la pared permaneció silenciosa.

Al cabo de un rato volvió a llamar y esperó, sintiendo que una ola caliente de humillación le subía a la cabeza. El número 402 siguió sin contestar. Y con seguridad estaba despierto al otro lado del muro, matando el tiempo con los recuerdos de sus viejas aventuras, porque había confesado a Rubashov que nunca podía dormirse antes de las dos de la madrugada y que había vuelto a los hábitos solitarios de su adolescencia.

Rubashov seguía echado de espaldas, mirando en la oscuridad. La colchoneta se había aplastado, y la manta, demasiado abrigada, le producía una desagradable humedad en la piel; sin embargo, temblaba de frío si se destapaba. Había fumado siete u ocho cigarrillos uno tras otro, y las colillas estaban esparcidas en las baldosas del suelo, alrededor del lecho. Ya había muerto el más ligero rumor y parecía que el tiempo se había detenido, resolviéndose en la oscuridad informe.

Rubashov cerró los ojos y se imaginó que Arlova estaba acostada a su lado, destacándose en la sombra la familiar silueta de sus pechos; olvidó que la habían arrastrado por el corredor, como a Bogrov. El silencio se hizo tan intenso que parecía mecerse y zumbar. ¿Qué estaban haciendo los dos mil hombres encerrados entre los muros de aquella colmena? El silencio rebosaba con sus respiraciones inaudibles, con sus invisibles sueños, las expresiones ahogadas y entrecortadas de sus temores y deseos. Si la historia se pudiese reducir a números y estudiarse por cálculo, ¿cuál sería el peso de esas dos mil pesadillas? ¿Cuánta la presión de esos dos mil insaciados deseos?

Ahora sentía realmente el casto perfume de Arlova, y su cuerpo debajo de la manta de lana estaba cubierto de sudor...

De pronto se abrió la puerta de la celda con un ruido discorde y fuerte, mientras la luz del corredor le hería en los ojos.

Vió entrar dos guardias de uniforme, con cinturón y revólver, que le eran desconocidos, y uno de los dos se acercó al camastro. Era alto, tenía cara de bruto y una voz ronca que sonó muy recia a Rubashov cuando le ordenó que le siguiera, sin decirle adónde.

Rubashov buscó los lentes debajo de la manta, se los puso y se levantó del camastro. Los pies le pesaban como si fueran de plomo cuando iba por el pasillo al lado del gigante uniformado que le llevaba una cabeza de alto, mientras el otro guardia caminaba detrás de ellos.

Rubashov miró el reloj. Eran las dos de la madrugada, así que debía haber dormido después de todo. Siguieron por el lado que conducía a la peluquería, el mismo que recorrió Bogrov, con el segundo guardia tres pasos detrás de Rubashov. Sentía impulsos de volver la cabeza, como si le picase la nuca, pero logró dominarse. "Después de todo, no me pueden despenar así, tan sin ceremonia", pensó, sin estar convencido del todo. En aquel momento no le importaba mucho; lo único que deseaba era que concluyese cuanto antes. Procuraba dilucidar si tenía miedo o no, pero únicamente se daba cuenta de un malestar físico, ocasionado pon la tensión nerviosa de no volver la cabeza hacia el hombre de uniforme que venía detrás.

Cuando dieron vuelta en la esquina donde estaba la peluquería, advirtió la estrecha escalera de caracol y observó al gigante que marchaba a su lado para ver si acortaba el paso. No sentía temor, pero cuando pasaron la escalera, notó con sorpresa que le flaqueaban las piernas, teniendo que hacer un esfuerzo para reponerse. Al mismo tiempo se sorprendió frotando mecánicamente los lentes en la manga; por lo visto, se los debía de haber quitado sin darse cuenta, antes de llegar a la peluquería. "Todo esto es falso alarde" —pensó—. "Es posible dominarse de la cintura para arriba, pero no se sabe lo que pasará del estómago para abajo. Si me pegan, firmaré lo que ellos quieran, pero mañana lo negaré..."

Anduvieron unos pasos más, y se acordó de la "teoría de la madurez relativa" y del hecho de que ya había decidido capitular y firmar su sumisión. Esto le produjo un gran sosiego, pero al mismo tiempo se preguntó con asombro cómo era posible que hubiese olvidado tan absolutamente sus resoluciones de los últimos días. El gigante se detuvo, abrió una puerta y se hizo a un lado;

Rubashov vió una habitación parecida a la de Ivanov, pero con una iluminación tan desagradablemente brillante que le hacía daño a los ojos. Detrás del escritorio, enfrente de la puerta, se sentaba Gletkin.

La puerta se cerró detrás de Rubashov, y Gletkin lo miró alzando los ojos de la pila de documentos.

—Haga el favor de sentarse —le dijo, con aquella voz seca e inexpresiva que Rubashov recordaba de la primera escena en la celda. También reconoció la ancha cicatriz en el cráneo; la cara estaba en la sombra y la única luz de la habitación procedía de una alta lámpara de pie colocada detrás del sillón de Gletkin. La fuerte luz blanca que producía la bombilla, de una potencia excepcional, cegaba a Rubashov, de modo que tardó algún tiempo en darse cuenta de la presencia de una tercera persona, una secretaria que estaba sentada detrás de una pantalla, en una mesita, con la espalda vuelta hacia él.

Rubashov se sentó enfrente de Gletkin, delante de la mesa, en la única silla disponible. Era una silla incómoda y sin brazos de apoyo.

—Estoy autorizado para interrogarlo, en ausencia del comisario Ivanov —dijo Gletkin.

La luz de la lámpara lastimaba los ojos de Rubashov, pero si se volvía de lado, el efecto de la luz en el borde del ojo era igualmente desagradable. Además, hablar con la cabeza vuelta parecía absurdo y embarazoso.

—Prefiero ser interrogado por Ivanov —dijo Rubashov.

—El magistrado que ha de interrogarlo es designado por las autoridades —dijo Gletkin— y usted tiene derecho a prestar declaración o rehusarse. En su caso, la negativa equivaldría a desautorizar la declaración de su decisión de confesar, que usted escribió hace dos días, y eso terminaría automáticamente con la investigación. En tal instancia, tengo orden de devolver su caso a la autoridad competente, la que pronunciará sentencia por vía administrativa.

Rubashov recapacitó sobre esto con rapidez. Era obvio que algo le había ocurrido a Ivanov.

O lo habían mandado fuera con licencia, o destituido, o arrestado. Quizás se habrían acordado de su vieja amistad con Rubashov; o tal vez de que era mentalmente superior y demasiado ingenioso, o de que su lealtad al Número Uno se basaba en consideraciones lógicas, y no en una fe ciega. Era demasiado listo y pertenecía a la antigua escuela; la nueva escuela la constituían Gletkin y sus métodos. "Vete en paz, Ivanov." Rubashov no tenía tiempo para compadecerse; tenía que pensar con rapidez y la luz no le dejaba. Se quitó los lentes, parpadeó; sabía que sin ellos estaba desnudo e impotente, y que los fríos ojos de Gletkin fotografiaban en aquellos momentos cada detalle de su cara. Si se negaba a responder, estaba perdido; no podía volverse atrás. Gletkin era una criatura repugnante, pero representaba a la nueva generación, y la vieja no tenía más que aceptar sus términos o resignarse a ser aplastada; no había otra alternativa. Rubashov se sintió súbitamente envejecido; era la primera vez que experimentaba esa sensación, a pesar de haber cumplido los cincuenta años. Se puso de nuevo los lentes y procuró mirar a Gletkin a los ojos, pero la luz era tan fuerte que lo hacía llorar, y se los quitó otra vez.

—Estoy dispuesto a declarar —dijo procurando dominar la irritación de su voz—, pero con la condición de que no siga usted sus trucos. Apague esa luz y guarde esos procedimientos para los criminales y los contrarrevolucionarios.

—No está usted en situación de imponer condiciones —repuso Gletkin con su voz sosegada— y no voy a cambiar la iluminación de mi despacho por complacerlo. No parece darse cuenta de su posición, especialmente del hecho de que está acusado de actividades contrarrevolucionarias, y de que en el curso de estos últimos años usted lo ha reconocido así dos veces, en declaraciones públicas. Está usted equivocado si cree que esta vez va a salir del paso a tan poca costa.

"Cerdo", pensó Rubashov, "asqueroso cerdo vestido de uniforme". Se puso rojo, dándose cuenta de ello y de que Gletkin lo había observado. ¿Cuántos años tendría este Gletkin? Treinta y seis o treinta y siete a lo sumo; debía de haber tomado parte en la guerra civil siendo un muchacho, y cuando el estallido de la Revolución era un niño. Ésta era la generación que había empezado a pensar después de la inundación y que no tenía tradiciones ni recuerdos que la enlazasen con el antiguo mundo desvanecido. Era una generación que había nacido sin cordón umbilical... Y sin embargo, tenía la razón de su parte. Hay necesidad de romper el cordón umbilical, y renegar del último lazo que ata a los vanos conceptos del honor y de la hipócrita decencia del mundo antiguo. El honor consiste en servir sin vanidad, sin reparar en sacrificios y hasta la última consecuencia.

Rubashov, poco a poco, consiguió dominarse. Siguió con los lentes en la mano y con la cara vuelta hacia Gletkin. Obligado a conservar cerrados los ojos, se sentía aun más desnudo y desamparado que antes, pero eso no lo perturbaba ya. Nunca había sentido tan intensa sensación de soledad.

—Haré todo lo que pueda ser útil al Partido —dijo. La ronquera había desaparecido y seguía con los ojos cerrados—. Le ruego que me haga la acusación en detalle; hasta aquí no se me ha explicado claramente.

Rubashov oyó, mejor que vió, el rápido movimiento de la rígida figura de Gletkin. Crujieron sus puños en los brazos del sillón y respiró un poco más fuerte, como si por un instante su cuerpo se hubiese relajado. Rubashov adivinó que Gletkin estaba experimentando el mayor triunfo de su vida. Eliminar a un Rubashov significaba el comienzo de una gran carrera política, y eso, hacía un minuto, colgaba todavía en la balanza en la imaginación de Gletkin, y más con el sino de Ivanov delante.

Súbitamente se dió cuenta de que él había tenido tanto poder sobre Gletkin hacía un momento, como el que Gletkin tenía sobre él. "Te tengo agarrado de la garganta, amigo" —pensó con una mueca irónica—, "nos tenemos agarrados mutuamente, y si me tiro del columpio te vienes abajo conmigo." Durante un momento Rubashov estuvo acariciando esa idea, mientras Gletkin, otra vez firme y preciso, hurgaba en sus documentos; luego rechazó la tentación y cerró lentamente los doloridos ojos. "Hay que destruir los últimos vestigios de vanidad" —se decía—, "y ¿qué es el suicidio más que una forma invertida de vanidad? Este Gletkin, creerá, desde luego, que son sus trucos, y no los argumentos de Ivanov, los que me habrán inducido a capitular y, probablemente, Gletkin habrá conseguido también persuadir a las autoridades superiores de esto mismo, dando de esta manera el golpe de gracia a Ivanov."

"Cerdo" —pensó otra vez Rubashov, pera esta vez sin cólera—. "Eres una bestia con uniforme, que nosotros hemos creado, el bárbaro de esta nueva era que ahora comienza. Tú no te das cuenta de cuál será el resultado final, y si te dieras cuenta, dejarías de sernos útil..." Observó que la luz de la lámpara se había vuelto todavía más intensa; sabía que Gletkin tenía al alcance de su mano un reóstato para aumentar o disminuir la intensidad durante los interrogatorios. Tuvo que volver del todo la cabeza y secarse las lágrimas que le brotaban de los ojos. "Bruto" —volvió a pensar—; "pero es una generación de brutos como tú la que ahora necesitamos..."

Gletkin había empezado a leer el acta de acusación y su voz monótona era más irritante que nunca; Rubashov lo escuchaba con la cabeza vuelta y los ojos cerrados. Había decidido considerar su confesión como una mera formalidad, una comedia absurda, pero necesaria, cuyo tortuoso sentido podrían comprender únicamente los iniciados; pero el texto que Gletkin le leía sobrepasaba en absurdo sus más atrevidas expectativas. ¿Creería realmente Gletkin que él había proyectado todos esos complotes infantiles? ¿Que durante años no había estado pensando más que en echar abajo el edificio y destruir los cimientos de todo lo que él y la vieja guardia habían construido? ¿Y que todos ellos, los hombres con la cabeza numerada, los héroes de la niñez de Gletkin, habían sido víctimas, súbitamente, de una enfermedad contagiosa que los convertía en hombres venales y, corrompidos, con el solo deseo de destruir la Revolución? ¿Y que todos esos grandes políticos empleaban para conseguir sus fines procedimientos que parecían sacados de una novela policíaca barata?

Gletkin leía monótonamente, sin entonación, con la voz incolora y árida de la gente que ha aprendido el alfabeto tarde, siendo ya crecida. Justamente estaba leyendo las supuestas negociaciones con el representante de una potencia extranjera, que, según se pretendía, Rubashov había iniciado durante su estada en B., con el objeto de restaurar el antiguo régimen por la fuerza.

Se mencionaba el nombre del diplomático extranjero, y también el lugar y la fecha de la entrevista.

Rubashov escuchó con más atención; se le vino a la memoria el recuerdo de una pequeña escena sin importancia, que había olvidado al minuto de suceder y de la que no había vuelto a acordarse, y trató de fijar la fecha, que coincidía aproximadamente. ¿De modo que ésa era la soga con que lo querían ahorcar? Rubashov sonrió y se secó los ojos con el pañuelo.

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