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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (29 page)

BOOK: El cero y el infinito
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"Camarada Rubashov, espero que habrá comprendido lo que el Partido espera de usted."

Era la segunda vez, desde que se habían conocido, que Gletkin le llamaba "camarada".

Rubashov levantó con rapidez la cabeza, sintiendo una ola de calor que lo invadía, una ola contra la cual era inútil luchar. La barbilla le temblaba ligeramente, mientras se ponía los lentes.

—Comprendo.

—Observe —continuó Gletkin— que el Partido no le ofrece nada en cambio. Algunos de los acusados han sido convencidos con presión física. Otros, con la promesa de respetarles la vida, o la de los parientes que teníamos como rehenes. A usted, camarada Rubashov, no le proponemos ningún trato, ni le prometemos nada.

—Comprendo —repitió Rubashov.

Gletkin echó una mirada a la carpeta.

—Hay un párrafo de su diario que me impresionó —prosiguió—; aquel en que escribió: "He pensado y actuado como tenía que hacerlo. Si acerté, no tengo nada de que arrepentirme; si cometí errores, pagaré."

Levantó la vista del expediente y miró con fijeza a Rubashov a la cara:

—Usted cometió errores, camarada Rubashov, y pagará por ellos. El Partido sólo le promete una cosa: después de la victoria, cuando llegue el día en que eso no pueda hacer daño, se publicarán los archivos secretos; y entonces el mundo sabrá lo que había detrás del teatrillo de títeres, como usted lo ha llamado, para que tuviésemos que moverlos con arreglo al manual de historia... —Dudó unos segundos, se arregló, los puños, y terminó algo torpemente, en tanto que la cicatriz se le enrojecía—: Y entonces, a usted y a algunos de sus amigos de la vieja generación, se les otorgará la simpatía y la piedad que hoy se les niega.

Mientras hablaba, había estado empujando la declaración hacia Rubashov, colocando su estilográfica a un costado. Rubashov se levantó y dijo con forzada sonrisa:

—Siempre me había preguntado a qué se parecía un hombre de Neanderthal cuando se ponía sentimental. Ahora ya lo sé.

—No lo entiendo —dijo Gletkin, que también se había puesto de pie.

Rubashov firmó la declaración, en la cual confesaba que había cometido sus crímenes impulsado por motivos contrarrevolucionarios, y al servicio de una potencia extranjera. Al levantar la cabeza, su mirada cayó sobre el retrato del Número Uno que colgaba de la pared, y otra vez reconoció aquella expresión irónica con la que se había despedido de él hacía años; ese melancólico cinismo con que miraba sobre la humanidad desde el omnipresente retrato.

—No tiene importancia que usted no lo entienda —dijo Rubashov—. Hay cosas que solamente entiende la vieja generación, los Ivanov, los Rubashov y los Kieffer. Eso ya se ha acabado.

—He dado orden de que no lo molesten hasta que se vea la causa —dijo Gletkin después de una corta pausa, otra vez tieso y circunspecto, pues la sonrisa de Rubashov lo irritaba. Y continuó—: ¿Tiene usted algo más que pedir?

—Dormir —contestó Rubashov, y se detuvo ante la puerta abierta; pequeño, envejecido, insignificante, con sus lentes y con su barba, junto al gigantesco carcelero.

—Daré órdenes para que no se perturbe su sueño —prosiguió Gletkin.

Cuando la puerta se serró detrás de Rubashov, Gletkin se acercó a la mesa del despacho y quedó inmóvil unos segundos. Después llamó a su secretaria.

Ésta se sentó ante su mesita habitual, en el rincón.

—Lo felicito por su éxito, camarada Gletkin —dijo.

Gletkin redujo la intensidad de la lámpara al grado normal.

—Con la ayuda de esto —dijo mirando la lámpara—, más la falta de sueño y el agotamiento.

Todo depende de la fortaleza física.

LA FICCIÓN GRAMATICAL

No nos muestres la meta sin el camino, porque los medios y los fines están tan mezclados en la tierra, que al cambiar uno cambian los otros; cada sendero diferente nos ofrece una nueva perspectiva.

FERDINAND LASALLE, Franz von Sickingen.

1

"Cuando le preguntaron si se confesaba culpable, el acusado Rubashov contestó: `Sí', con voz clara. A la otra pregunta del fiscal acerca de si el acusado había obrado como agente de la contrarrevolución, contestó otra vez: 'Sí', en voz muy baja..."

La hija del portero Vassilij leía lentamente, destacando cada sílaba por separado; había extendido el periódico sobre la mesa, y seguía las líneas con el dedo, alisándose, de vez en cuando, el florido pañuelo que llevaba en la cabeza.

"...Habiéndosele preguntado si deseaba un abogado para su defensa, el acusado contestó que renunciaba a ese derecho. El tribunal procedió entonces a la lectura del acta de acusación...".

El portero Vassilij estaba acostado en la cama con la cara vuelta a la pared, y Vera Vassilijovna no estaba segura de que el viejo estuviese dormido o despierto; a veces refunfuñaba algunas palabras para sí mismo, pero ella no le hacía caso. Seguía con la costumbre de leer el periódico todas las mañanas, por "razones de educación", aunque después del trabajo en la fábrica tenía que asistir a una reunión de su célula y volvía tarde a casa.

"...La relación de los cargos dice que el acusado Rubashov es probadamente culpable en todos los puntos contenidos en el acta de acusación, mediante evidencia documental y también por propia confesión durante las investigaciones preliminares. Contestando a una pregunta del presidente del Tribunal respecto a si tenía alguna queja de la forma como lo habían tratado en las investigaciones preliminares, el acusado respondió negativamente, agregando que había confesado por su propia voluntad, en sincero arrepentimiento de todos sus crímenes contrarrevolucionarios..."

El portero Vassilij no se movió. Encima de la cama, directamente sobre su cabeza, estaba colgado el retrato del Número Uno, y al lado, un clavo mohoso sobresalía de la pared; hasta hacía muy poco tiempo había estado allí la fotografía de Rubashov, vestido de comandante de voluntarios.

La mano de Vassilij buscó automáticamente el agujero del colchón donde solía esconder su grasienta Biblia, pero poco después del arresto de Rubashov su hija la había encontrado y hecho desaparecer, por "razones de educación".

"...Contestando preguntas del fiscal, él acusado Rubashov procedió a describir su evolución desde que había sido oponente a la línea del Partido hasta convertirse en contrarrevolucionario y traidor a la patria. Delante de un público en tensión, el acusado declaró del modo siguiente:

Ciudadanos jueces, voy a decir lo que me obligó a capitular delante del magistrado examinador, y delante de vosotros, los representantes de la justicia de nuestro país. Mi historia demostrará cómo la más ligera desviación de la línea del Partido debe acabar necesariamente en un bandidaje contrarrevolucionario. El inevitable resultado de los esfuerzos de la oposición fue que nos vimos sumidos cada vez más en la ciénaga. Voy a describir mi caída, para que pueda servir como advertencia a todos aquellos que en esta hora decisiva todavía dudan, ocultando la desconfianza que sienten hacía la dirección del Partido y la rectitud de la línea que éste sigue. Lleno de vergüenza, arrastrándome por el polvo y viéndome muy cercano a la muerte, voy a pintar el triste sino de un traidor, para que pueda servir de lección y de aterrador ejemplo a los millones de seres de nuestro país..."

El portero Vassilij se había dado vuelta en la cama y apretaba la cara contra el colchón.

Delante de sus ojos estaba el retrato del barbudo comandante de voluntarios, Rubashov, que en los peores trances solía decir tales palabrotas que era una alegría oírle. "...Arrastrándome por el polvo y muy cercano a la muerte..." Vassilij gimió sordamente. La Biblia había desaparecido, pero sabía muchos pasajes de memoria.

"...En este momento, el fiscal interrumpió la narración del acusado para pedirle algunos detalles respecto a la suerte de la ciudadana Arlova, antigua secretaria de Rubashov, que había sido ejecutada por actividades contrarrevolucionarias. De las respuestas del ciudadano Rubashov se deduce que éste, arrinconado por la vigilancia del Partido, había cargado la responsabilidad de sus propios crímenes en Arlova, para salvar la cabeza y continuar así sus ignominiosas actividades.

Rubashov confiesa este repugnante delito con cínica franqueza, y ante la observación del fiscal: 'Usted carece aparentemente de todo sentido moral', el acusado contesta con una sarcástica sonrisa: 'Aparentemente'. Su conducta provocó entre los asistentes repetidas y espontáneas demostraciones de furor y de desprecio, que fueron rápidamente reprimidas por el presidente del Tribunal. En una ocasión, estas manifestaciones del sentido revolucionario de la justicia, se cambiaron en risa y diversión, cuando el acusado interrumpió la descripción de sus crímenes, con la pretensión de que se suspendiese la vista por unos minutos ya que estaba sufriendo de 'intolerable dolor de muelas'. Es típico del correcto proceder de la justicia revolucionaria que el presidente accediera inmediatamente a ese deseo. En efecto, encogiéndose de hombros, ordenó que se suspendiese la vista por unos minutos."

El portero Vassilij descansaba de espaldas, pensando en los tiempos en que Rubashov era conducido en triunfo a la salida de los mítines, después que lo habían rescatado de los enemigos extranjeros, y de cómo aparecía en la tribuna apoyado en sus muletas, debajo de las banderas rojas y las decoraciones, mientras, sonriendo, se frotaba los lentes en la manga, sin que cesaran ni un momento los vítores y las aclamaciones.

"Y los soldados lo llevaron al lugar llamado Pretorio, y allí se reunió la banda completa. Y lo vistieron de púrpura, y lo hirieron en la cabeza con una flecha, y lo escupieron; y doblando las rodillas, lo adoraron."

—¿Qué está usted rezongando? —le preguntó la hija.

—Nada que te importe —le respondió el viejo Vassilij, y se volvió contra la pared. Buscó con la mano en el hoyo del colchón, pero estaba vacío. Cuando su hija quitó el retrato de Rubashov y lo tiró al cajón de la basura, ni siquiera protestó; era demasiado viejo para resistir las penalidades de la cárcel.

La muchacha suspendió su lectura y puso sobre la mesa el calentador Primus, para preparar el té, esparciéndose un fuerte olor a petróleo por el cuarto.

—¿Estaba usted atendiendo? —le peguntó la hija.

Vassilij la miró obedientemente.

—Lo oí todo —dijo.

—Ya ve usted —continuó Vera Vassilijovna echando petróleo en el calentador—, él mismo reconoce que ha sido un traidor, y si no fuera verdad, no lo diría. En la reunión de célula de nuestra fábrica, hemos aprobado una resolución que van a firmar todos.

—Bastante entiendes tú de todo esto-suspiró Vassilij.

Vera Vassilijovna lo miró de tal manera que lo obligó a volverse de nuevo contra la pared.

Cada vez que lo miraba de ese modo, Vassilij se acordaba de que era un estorbo para las aspiraciones de Vera Vassilijovna, quien deseaba quedarse con el cuarto de la portería para vivir con el joven mecánico de la fábrica con quien se había casado. Hacía tres semanas que estaban inscriptos en el registro matrimonial, pero la pareja carecía de vivienda, y el muchacho tenía que dormir con dos compañeros. Era cosa corriente; a veces pasaban años antes de que el comité de la vivienda asignase un cuarto.

Finalmente se prendió el Primus, y Vera puso la tetera encima.

—El secretario de la célula nos leyó la resolución aprobada, en la que se pide que todos los traidores sean exterminados sin misericordia. Cualquiera que se compadezca de ellos también es un traidor y debe ser denunciado —explicó de intento, en un tono de voz apropiado al caso—. Los trabajadores deben permanecer vigilantes. Cada uno ha recibido una copia de la resolución, a fin de recoger firmas.

Vera Vassilijovna sacó una hoja de papel ligeramente arrugada del bolsillo de la blusa y la extendió sobre la mesa. Vassilij estaba ahora tendido de espaldas con el clavo mohoso sobre la cabeza, y miró de soslayo el papel que estaba cerca del calentador Primus, pero retiró la vista con rapidez.

"Él dijo: Te digo, Pedro, que antes que cante el gallo tres veces, tres veces renegarás de Mí diciendo que no Me conocer...".

El agua en la tetera empezó a zumbar. El viejo Vassilij preguntó con expresión socarrona:

—¿Deben firmar también los que combatieron en la guerra civil?

La hija permaneció de pie, inclinada sobre la tetera, con su pañuelo floreado en la cabeza.

—Nadie está obligado —dijo con la misma peculiar mirada de antes—. En la fábrica saben, desde luego, que vivía en esta casa. El secretario de la célula me preguntó si usted y él fueron amigos hasta el final, y si hablaban mucho juntos.

El viejo Vassilij se sentó en el colchón de un brinco, pero el esfuerzo le hizo toser y las venas se hincharon en su cuello flaco y escrofuloso.

La hija puso dos vasos en el borde de la mesa y en cada uno de ellos echó un poco de polvo de té, que sacó de un cartucho de papel.

—¿Qué está usted rezongando otra vez? —le preguntó.

—Dame ese condenado papel —dijo el viejo Vassilij.

La hija se lo pasó diciendo: —¿Se lo leo para que sepa lo que firma?

—No —contestó el viejo, poniendo su nombre debajo de lo escrito—. No quiero saberlo. Ahora dame el té.

La hija le pasó el vaso, y los labios de Vassilij siguieron moviéndose mientras sorbía, a pequeños sorbos, el pálido líquido amarillo.

Después que tomaron el té, la hija siguió leyendo el periódico; la vista de los acusados Rubashov y Kieffer terminaba ya. La parte de los cargos que se refería al proyectado asesinato del jefe del Partido había levantado oleadas de indignación en el público, y se oían continuamente gritos de: "¡Fusilen a esos perros rabiosos!" El fiscal hizo su pregunta final, concerniente a los motivos de los hechos, y el acusado Rubashov, que parecía estar exhausto, contestó con voz cansada y trabajosa:

"Yo sólo puedo decir que nosotros, o sea, la oposición, habiéndonos propuesto derribar el gobierno del País de la Revolución, utilizamos los procedimientos que nos parecieron más adecuados para nuestro propósito, y que eran tan viles; como el propósito mismo."

Vera Vassilijovna empujó la silla hacia atrás.

—Es repugnante —dijo—. Da náuseas ver cómo se arrastra por el suelo.

Soltó el periódico y empezó a limpiar ruidosamente el Primus y los vasos, mientras Vassilij la miraba desde la cama; el té caliente le había infundido valor. Se sentó en el lecho.

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