El cero y el infinito (31 page)

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Authors: Arthur Koestler

BOOK: El cero y el infinito
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Cuando uno se prepara para la lucha hay que tener ambos pies sólidamente plantados en tierra. El Partido enseñaba a uno cómo debía hacerlo. El infinito era, políticamente, una cantidad sospechosa; el "yo", era también una cualidad sospechosa. El Partido no reconocía sus existencias y la definición de un individuo era: una multitud de un millón, dividida por un millón.

El Partido negaba la libre voluntad del individuo, y al mismo tiempo le exigía un autosacrificio voluntario. Negaba su capacidad para escoger entre dos alternativas, y al mismo tiempo le exigía que constantemente eligiese la legítima. Le negaba la facultad de distinguir entre el bien y el mal, pero al mismo tiempo hablaba patéticamente de crimen y traiciones. El individuo estaba colocado bajo el signo de la fatalidad económica, era una rueda en un engranaje del mecanismo de un reloj al que se había dado cuerda para toda la eternidad y que no podía ser detenido ni influído; y el Partido pedía que la rueda girase en contra del mecanismo y cambiase de sentido. Evidentemente, había algún error en los cálculos, y la ecuación no cuadraba.

Durante cuarenta años había estado combatiendo contra la fatalidad económica. Era el principal mal de la humanidad, el cáncer que le roía las entrañas. Allí era donde había que operar, y el resto del organismo curaría. Todo lo demás no era más que diletantismo, romanticismo y charlatanismo. No se puede curar a una persona atacada de una enfermedad mortal con exhortaciones piadosas. La única solución es el bisturí del cirujano y su frío cálculo. Pero dondequiera que se había aplicado el cuchillo, una nueva llaga aparecía en el lugar de la antigua. Y tampoco esta vez cuadraba la ecuación.

Durante cuarenta años había vivido observando rígidamente los votos de su orden, el Partido, ateniéndose a unas reglas elaboradas por el cálculo más frío. Había quemado los restos de la vieja e ilógica moralidad con el ácido del razonamiento. Se había apartado de las tentaciones del interlocutor silencioso, combatiendo contra el "sentido oceánico" con todo su poder. ¿Y a dónde le había llevado todo aquello? Premisas de verdad irrefutable le habían conducido a un resultado completamente absurdo, las intachables deducciones de Ivanov y Gletkin lo habían llevado al sobrenatural y fantasmagórico juego del tribunal público. Quizá no fuera conveniente para el hombre llevar todos sus pensamientos hasta su conclusión lógica.

Rubashov miraba a través de la reja de su ventana el trozo azul que se veía sobre la torrecilla de la ametralladora. Recapacitando sobre su pasado, le parecía ahora que durante cuarenta años había estado combatiendo a ciegas, debatiéndose frente a la razón pura. Tal vez no era conveniente para el hombre libertarse del todo de las viejas ataduras y frenos contenidos en las frases: "No lo harás", y "No puedes"; que le permitirían arrasar con todos los obstáculos que se le opusiesen a la meta.

El azul había empezado a teñirse de rosa, e iba cayendo en la oscuridad; alrededor de la torre una bandada de pájaros negros hacía círculos con lento y deliberado batir de alas. No, la ecuación no cuadraba. Evidentemente, no era bastante dirigir los ojos del hombre hacia una meta y ponerle un cuchillo en las manos, no era conveniente para él hacer experimentos con un cuchillo. Quizá más adelante, algún día. Por el momento era demasiado joven y desmañado. ¡Con qué encarnizamiento había trabajado en el gran campo experimental, la patria de la Revolución, el baluarte de la libertad!

Gletkin justificaba todo lo que había sucedido con tal de conservar el baluarte. Pero ¿y si se miraba dentro? No, es imposible construir un paraíso con cemento. El baluarte deberá preservarse, pero ya no contiene un mensaje, ni un ejemplo que dar al mundo. El régimen del Número Uno ha manchado el ideal del Estado socialista, lo mismo que algunos papas medievales ensuciaron el ideal de un imperio cristiano. La bandera de la Revolución estaba á media asta.

Rubashov deambulaba por su celda. Todo estaba tranquilo y casi oscuro, y no tardarían mucho en llegar a buscarlo. Había, evidentemente, un error en la ecuación, o mejor dicho, en el conjunto del sistema matemático del pensar. Ya había tenido intuición de ello, desde el asunto de Ricardo y la Pietà; pero nunca se pudo atrever a reconocerlo del todo. Quizá la Revolución había llegado demasiado pronto, como un aborto de miembros desproporcionados y deformes. Tal vez todo había sido un error cronológico. También la civilización romana parecía estar condenada hacia el siglo I antes de Cristo; parecía tan fundamentalmente podrida como la nuestra. También entonces los mejores habían creído que el tiempo estaba maduro para un gran cambio; y a pesar de eso, el viejo y gastado mundo duró otros quinientos años. La historia tiene un pulso lento y cuenta en generaciones, mientras el hombre cuenta en años. Era posible que se estuviera todavía en el segundo día de la creación. ¡Cómo le hubiera gustado vivir para construir la teoría de la madurez relativa de las masas!...

La celda estaba en silencio. Rubashov sólo oía el crujido de sus pasos sobre las baldosas.

Seis pasos y medio hacia la puerta, por donde vendrían a buscarlo; seis pasos y medio hasta la ventana, detrás de la cual caía la noche. Pronto todo habría terminado. Pero cuando se preguntó:

"¿por qué voy a morir?", no encontró respuesta.

Había un error en el sistema, que tal vez residía en el precepto que hasta entonces creyó incontestable, y en nombre del cual había sacrificado a otros e iba él mismo a ser sacrificado: el precepto de que el fin justifica los medios. Esto era lo que había matado la gran fraternidad de la Revolución, que había obligado, a todos ellos, a luchar a ciegas. ¿Qué había escrito una vez en su diario? "Hemos triado por la borda todas las convenciones, y nuestra única guía es la lógica consecuente; estamos navegando sin laste ético."

Era posible que el origen del mal estuviese allí. Tal vez no conviniera al género humano navegar sin lastre. Y quizá la causa era una brújula defectuosa, que daba un derrotero tan torcido que la meta se perdía en la niebla.

Ahora tal vez vendría la época de la gran oscuridad.

Tal vez más adelante, mucho más adelante, surgiría un nuevo movimiento con flamantes banderas y un espíritu nuevo, con conocimiento, tanto del fatalismo económico como del "sentido oceánico". Quizá los miembros del nuevo partido usarían cogullas de monje y predicarían que sólo la pureza de medios puede justificar los fines. Tal vez enseñarían el error de creer en el dogma que un hombre es el producto de dividir un millón de hombres entre un millón, e introducirían una nueva aritmética basada en la multiplicación: que al juntar un millón de individuos se formará una nueva unidad, que no será una masa amorfa, sino que desarrollará una conciencia y una individualidad propias, con un "sentimiento oceánico" un millón de veces mayor, en un espacio ilimitado, aunque contenido en sí mismo.

Rubashov se detuvo y escuchó: se oía un redoble apagado en el corredor.

3

El redoble sonaba como si el viento lo trajese de la distancia; estaba lejos aún; se iba acercando. Rubashov no se movió; sus piernas no estaban ya sujetas a su volunta, y sentía cómo la gravedad de la tierra subía lentamente hacia ellas. Retrocedió tres pasos hacia la venta sin quitar la vista de la mirilla. Respiró profundamente y encendió un cigarrillo. En aquel momento, oyó golpecitos en la pared, junto al camastro:

—SE LLEVAN A LABIO LEPORINO. LE ENVÍA SUS SALUDOS.

La pesadez abandonó sus piernas. Se acercó a la puerta y empezó a golpear rítmicamente sobre el metal, con las palmas de las manos. Era inútil transmitir a la celda 406, que estaba vacía; allí se rompía la cadena. Redoblaba, con los ojos pegados a la mirilla.

En el pasillo la luz eléctrica lucía como de costumbre. Pudo ver, como siempre, las puertas de hierro de los números 401 y 407. El redoble aumentó. Los pasos se aproximaron, lentos y arrastrados; se los oía claramente sobre las baldosas. De pronto, apareció Labio Leporino en el campo de su visión. Allí estaba, con los labios temblorosos, igual que bajo el reflector de la lámpara de Gletkin; las manos, esposadas, colgaban detrás de la espalda con un retorcimiento peculiar. No podía ver los ojos de Rubashov detrás de la mirilla, pero fijaba los ojos en la puerta con una mirada ciega y expectante, como si toda la esperanza de salvación estuviese detrás de ella. Se oyó una orden, y Labio Leporino prosiguió obediente. Detrás de él iba el gigante de uniforme, con su cartuchera.

Desaparecieron del campo visual de Rubashov, uno tras otro.

El redoble se fue apagando; todo estaba tranquilo nuevamente. Del muro próximo al camastro llegó el mensaje:

—SE HA PORTADO BASTANTE BIEN...

Desde el día que había informado al número 402 de su capitulación, éste no le había vuelto a hablar. Ahora siguió:

—USTED TIENE TODAVÍA DIEZ MINUTOS. ¿CÓMO SE SIENTE?

Rubashov se dió cuenta de que el número 402 había empezado la conversación para hacerle más fácil la espera. Le estaba agradecido por ello. Se sentó en el camastro y contestó:

—QUISIERA QUE TODO HUBIESE CONCLUIDO...

El número 402 continuó:

—USTED NO EXHIBIRÁ LA PLUMA BLANCA. TODOS LE SABEMOS MUY VALIENTE.

Hizo una pausa, y luego repitió velozmente sus últimas palabras:

—MUY VALIENTE.

Era obvia su ansiedad por evitar que la conversación llegase a un punto muerto.

—¿SE ACUERDA USTED: "PECHOS COMO COPAS DE CHAMPAÑA"? ¡JA! ¡JA! UN VERDADERO DEMONIO...

Rubashov atendía a los ruidos en el pasillo. No se oía nada. El número 402 parecía adivinar sus pensamientos, porque le transmitió:

—NO ESCUCHE. YA LE AVISARÉ A TIEMPO CUANDO VENGAN... ¿QUÉ HABRÍA HECHO SI LO HUBIERAN PERDONADO?

Rubashov lo pensó un, momento y contestó:

—ESTUDIAR ASTRONOMÍA.

—¡JA! ¡JA! —dijo el número 402—. YO TAMBIÉN, QUIZÁ. LA GENTE DICE QUE TAMBIÉN LAS ESTRELLAS POSIBLEMENTE ESTÉN HABITADAS. ¿ME PERMITE HACERLE ALGUNAS SUGERENCIAS?

—CIERTAMENTE —respondió Rubashov, sorprendido.

—PERO NO LO TOME A MAL. SON CONSEJOS TÉCNICOS DE UN SOLDADO. VACÍE LA VEJIGA. SIEMPRE ES MEJOR EN ESTOS CASOS. EL ESPÍRITU ESTÁ DISPUESTO, PERO LA CARNE ES DÉBIL. ¡JA! ¡JA!

Rubashov sonrió y, obedientemente, se dirigió hacia el balde.

Luego se sentó otra vez en el camastro y transmitió:

—GRACIAS. EXCELENTE IDEA. ¿Y CUÁLES SON SUS PROYECTOS?

El número 402 permaneció silencioso por unos segundos. Luego transmitió, algo más lento que antes:

—ME QUEDAN DIECIOCHO AÑOS TODAVÍA... NO COMPLETOS. SOLAMENTE 6.530 DÍAS...

Hizo una pausa y añadió:

—REALMENTE LE TENGO ENVIDIA —Y luego, después de otra pausa—, PIENSE EN ELLO. OTRAS 6.530 NOCHES SIN UNA MUJER.

Rubashov no dijo nada. Después le transmitió:

—PERO PUEDE LEER, ESTUDIAR...

—NO TENGO CABEZA PARA ESO —transmitió el número 402, y luego, apresuradamente—. YA VIENEN...

Se detuvo, pero unos segundos después añadió:

—¡QUÉ LÁSTIMA! CON LA AGRADABLE CONVERSACIÓN QUE TENÍAMOS...

Rubashov se levantó del camastro. Se quedó pensando un momento y transmitió:

—ME HA AYUDADO USTED MUCHO. GRACIAS.

La llave giró en la cerradura y se abrió la puerta. El gigante de uniforme apareció juntamente con un civil, que llamó a Rubashov por su nombre y empezó a devanar el texto de un documento.

Mientras le retorcían los brazos detrás de la espalda y le ponían las esposas, oyó que el número 402 transmitía apresuradamente:

—LE ENVIDIO A USTED. LE ENVIDIO A USTED. BUEN VIAJE.

Fuera, en el pasillo, habían empezado los redobles otra vez. El sonido le acompañó hasta que llegaron a la puerta de la peluquería. Rubashov sabía que detrás de cada mirilla lo observaban sus compañeros de prisión, pero no volvió la cabeza ni a derecha ni a izquierda. Las esposas le lastimaban las muñecas; el gigante se las había apretado demasiado; llevaba estirados los brazos, que también le dolían.

La escalera de caracol apareció y Rubashov acortó el paso. El civil se paró en lo alto de los escalones; era pequeño y tenía ojos ligeramente protuberantes. Le preguntó:

—¿Tiene algún otro deseo?

—Ninguno —contestó Rubashov, y empezó a bajar la escalera, mientras el otro se quedó arriba, mirándole can sus ojos saltones.

La escalera era estrecha y mal alumbrada, y Rubashov tenía que poner cuidado para no caerse, al no poder tomarse del pasamano. El redoble había cesado, y oía al hombre de uniforme que bajaba tres escalones detrás de él.

La escalera daba vuelta en espiral. Rubashov se inclinaba hacia adelante para ver mejor; los lentes se le cayeron y, rodando de escalón en escalón hasta el último, se hicieron añicos. Rubashov se detuvo un segundo, dudando, y luego siguió a tientas el resto del descenso. Oyó que el hombre que venía detrás se agachaba y se ponía en el bolsillo los lentes rotos, pero no volvió la cabeza.

No veía casi nada, pero tenía terreno sólido bajo los pies. Empezó a andar a lo largo de un corredor de paredes borrosas, cuyo fin no podía ver. El hombre de uniforme se mantenía a tres pasos de distancia. Rubashov sentía su mirada fija en la nuca, pero no volvió la cabeza. Tenía que poner con precaución un pie delante de otro.

Le parecía que llevaban andando por el pasillo varios minutos, y nada sucedía aún.

Probablemente oiría cuando el hombre de uniforme sacase el revólver de la funda; así que hasta entonces estaba seguro. ¿O es que el hombre procedería como el dentista, que oculta sus instrumentos en la manga mientras se inclina sobre el paciente? Rubashov procuraba pensar en otra cosa, pero tenía que concentrar toda su voluntad en no volver la cabeza.

Era extraño que el dolor del diente hubiese cesado en el momento en que el bendito silencio cayó sobre él en el tribunal. Tal vez el absceso se había abierto en ese mismo instante. ¿Qué les había dicho entonces? "Me arrodillo delante de mi país, de las masas y de la totalidad del pueblo..." ¿Y qué, entonces? ¿Qué les había sucedido a esas masas, a ese pueblo? Durante cuarenta años había deambulado en el destierro, con amenazas y promesas, con imaginarios terrores y recompensas imaginarias. Pero ¿dónde estaba la Tierra Prometida? ¿Es que existe esa tierra para el errante género humano? Ésta era una cuestión a la cual le hubiera gustado encontrar respuesta antes de que fuese demasiado tarde. Tampoco a Moisés le había sido permitido entrar en la tierra prometida, pero al menos él pudo verla de lejos, desde la cumbre de una montaña, extendida a sus pies. De esta manera era fácil morir, con la visible certeza del propio ideal ante los propios ojos. A él, Nicolás Salmanovich Rubashov, nadie lo había llevado a la cumbre de una montaña; dondequiera que volvía los ojos no veía más que desiertos y la oscuridad de la noche.

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