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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (23 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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Me di la vuelta y vi cómo me observaba. Su media sonrisa estaba perdida. Se enjugó el rostro con un pañuelo lila, bostezó y se estiró a todo lo largo, dándome un pequeño puntapié. Después me señaló con su índice y se dirigió a mí con un gesto concentrado y etéreo, que me recordó al de los religiosos y fieles en una procesión cristiana.

—Tienes razón —dijo—. Yo siempre cumplo lo que digo.

El Francés se levantó de la silla por primera vez desde que se sentara muchas horas antes. Caminó unos pasos delante de mí. Pensativo. Al fin me habló.

—Irás tú solo. Pero ten mucho cuidado, no deben verte. No seas imprudente. Si por casualidad Dulce estuviera con su madre, vuelves con ella hasta aquí, como sea. Yo, mientras tanto, esperaré sentado en esta incómoda silla e intentaré pensar en algo. Estoy totalmente perdido. No te distraigas y vuelve pronto.

Creo que ni un segundo tardé en estar preparado para salir de aquel monótono lugar. Abrí la puerta con cuidado, crucé mi mirada con la de Pierre e inmediatamente, casi sin tiempo para respirar, ya me alejaba calle abajo en dirección a la casa de los padres de Dulce.

Anduve con tiento por cada una de las esquinas por las que debía trasponer. Decidí dar un rodeo por una vereda muy escondida que salía de detrás de la iglesia y que me conduciría hasta las espaldas del pueblo, justo donde vivía Dulce. Nunca dejaba de impresionarme la sensación que me producía observar lo que quedaba de la antigua muralla que, según contaban los mayores, defendió a nuestros antepasados de los pillajes de ciertos conquistadores y conquistados. Aquella muralla, o mejor dicho, aquellos restos de muralla, me proporcionaban un escudo perfecto para que nadie me pudiese ver.

Frente a mí tenía la casa de Dulce. Abrí la cancela y permanecí un instante paralizado, sudando como nunca lo había hecho, ansioso por tener noticias de ella. Antes de que me diera tiempo a arrepentirme llamé a la puerta con los nudillos, con ganas. No contestó nadie. Volví a golpear la madera con todas mis fuerzas, esta vez con la palma de la mano. Nada.

Volví sobre mis pasos unos cinco metros y observé toda la fachada de la casa. Las ventanas estaban cerradas, en el suelo se acumulaban las hojas y el polvo, incluso la cancela no tenía su habitual sonido. Parecía un enorme fantasma con una túnica de hiedra como sábana. Allí no había nadie, y lo que era peor, no tenía pinta de que estuviese habitada en aquellos momentos. Malas noticias.

Regresaba a la joyería con la mitad de ilusión con la que había salido, aunque realmente lo que más me preocupaba era no perderme en el sinsentido en el que se estaba convirtiendo todo. Decidí, pues, en ese preciso instante, encomendar mi vida a la búsqueda de Dulce, a salvarla de un destino cruel, como si yo fuera un caballero aventurero, andante, y ella mi princesa cautiva. Remiraba la muralla derruida y no paraba de fantasear en el reencuentro con mi amada, en la encarnizada lucha que en mis pensamientos yo libraba por zafarla de los rufianes que la mantenían secuestrada. Ni siquiera sabía si eso era realmente así.

Un ruido me hizo despertar de mi ensoñación. Levanté la vista y pude ver al padre de mi amigo Nano subir trabajosamente por los repliegues del camino que yo bajaba. Tiraba de dos mulos cargados de paja y madera. El buen hombre era el vivo retrato de aquellas bestias; tenía una cara enorme, alargada y rematada con una quijada exagerada; unas orejas planchadas hacia abajo, con más pelos que su calva; unos ojos tan tristes que apenas daban color a su mirada, y un cuerpo tan arqueado que daba la impresión de lejos que caminaba a cuatro patas. Se llamaba Gabino, y su sola imagen era capaz de provocar la más mísera de las piedades a cualquier demonio que se cruzara por su camino.

—Buenas tardes, don Gabino.

El anciano, para contestar, esperó a que sus animales se detuvieran en mitad de una pequeña ramificación del camino que estábamos compartiendo.

—Buenas tardes, hijo —dijo—. No te asombres si te digo que no me acuerdo de quién eres, aunque tu voz me resulte muy familiar. Ya no tengo la cabeza en mi sitio. En realidad nunca la he tenido. Tampoco veo mucho más allá de mis narices.

—Soy Adiel, el tutelado del joyero —intenté ser lo más cordial posible—, el amigo de su hijo Nano.

—¡Ya no es mi hijo! —espetó el viejo—. El muy bribón se fue de la casa sin decir nada hace casi un mes, ¡sin decir nada!

Gabino portaba entre sus manos un cayado muy grande y muy gastado, que constante y peligrosamente sacudía delante de mi cabeza.

—¿Se fue de su casa? —le pregunté con una congoja que casi me hace llorar, sabiendo como sabía el triste final que había acontecido a su hijo—. Yo llevo fuera un tiempo del pueblo y no sabía nada.

—Fue a la madre con el cuento de que se iba a La Capital a hacer fortuna con unos hombres que había conocido. —El viejo me miró con sus ojos inexpresivos y suspiró antes de continuar hablando, ahora más tranquilo—. Se le metió en la cabeza irse y lo hizo. Sin avisar. A su madre la destrozó.

—Pero… pero…, don Gabino, y ¿si en vez de irse de casa…, lo que ha pasado…, por ejemplo, ¡no lo quiera Dios ni sus ángeles celestiales!, es que ha tenido un accidente por uno de los barrancos del bosque, o se cayó al río y fue arrastrado monte abajo?… ¡Y le vuelvo a repetir que no lo quiera Dios ni sus ángeles celestiales!

—¡Eso es imposible! —dijo el anciano al tiempo que arreaba un palo a una de las bestias que no paraba de hocicar en el suelo—. Esta misma mañana, casi al amanecer, ha estado en la casa una mujer muy hermosa diciendo que era la novia de mi hijo. Venía trayendo noticias del muy bribón. Él está bien y tiene mucho trabajo. Parece ser que al final será tan afortunado como él quería.

Vacilé. Miré a los mulos primero, después la muralla que trazaba el sendero, y, por último, al anciano.

—¿Noticias sobre Nano?… —pregunté—. ¿Una mujer muy hermosa? ¿Sola?

—Sí, venía sola, en un taxi de esos de La Capital, de los que están pintados de blanco y azul. Yo la vi meterse en él a lo lejos, al final del camino. Venía también con el encargo de recogerle un hatillo de ropa que decía necesitaba allí en la ciudad…, y… ¿una llave?…, sí…, eso…, eso era, una llave que estaba dentro de una raja de la pared de la habitación de Nano, detrás de la tinaja, en un pequeño saquillo de tela negra.

—¿Y pudo encontrar todo lo que buscaba?

—Todo, claro —contestó—. Mi mujer se puso contenta de saber que tan buena moza era la novia de mi Nano. Yo nunca lo hubiese creído, ¿sabes?, el pobre hijo mío es tonto rematado.

Callé mientras Gabino escupía repetidamente en el suelo.

—Dice que fue por la mañana muy temprano cuando vino esa mujer, ¿no?

—Recién despertados los gallos.

—¿Y no sería por casualidad Dulce?, ¿la hija de doña Lucía?

El anciano me miró con expresión divertida.

—¿La hija de la viuda de Elías?

—Sí —asentí.

—No. No era ella. Esa mujer no era de aquí. Otra cosa no veré, pero a las mujeres las tengo a todas muy vistas, no se me escapa ninguna —dijo Gabino entre carcajadas—. A Lucía dicen que le ha salido la hija un poco ligera de cascos. Según parece, ha tenido que ir en su busca a La Capital para traérsela de vuelta. Si Elías levantara la cabeza se volvería a morir, ¡y esta vez no sería por ir borracho encima de un burro!

—Claro… —dije casi sin hablar.

Creo que me despedí del ingenuo anciano con un apretón de manos, y él de mí con una palmada en el pecho. Me quedé observando cómo se alejaba con sus dos mulos. El hombre se apoyaba en su cayado; a la vez acariciaba con la mano libre la crin de uno de los animales. Se me rompía el corazón al pensar que nunca volvería a ver a su hijo con vida.

Todo era muy cruel.

Antes de volver a la joyería me senté sobre una enorme piedra debajo de una higuera en aquel mismo sendero. Necesitaba reflexionar unos minutos antes de contárselo todo al Francés. No fue a Dulce a quien vio el guarda de los naranjos del cementerio de la Alegría, pero ¿sería Tito Donabella el hombre raro del que hablaba? No podía ser de otra manera…, ¿quién más sabía dónde vivía Nano? ¿Y esa llave dentro de un pequeño saquillo de tela negra?, ¿sería la llave que desapareció de la joyería el mismo día que se fue mi tutor?, ¿se la daría él a mi amigo para que la guardara?…, pero ¿para qué quería ahora esa llave?

Me angustiaba sentir el deseo de terminar con todo de un plumazo. De salir corriendo y esconderme en el último rincón de cualquier sitio. Me veía incapaz de aguantar mucho más tiempo los ultrajes a los que el infortunio me estaba condenando.

Temía estar aterrorizado.

Imagino que no hay más realidad que la que se presenta en nuestras vidas en un determinado momento. Esa es la causa por la que la mayoría de las veces la certeza de una realidad muda al mismo tiempo que lo hace nuestra conciencia.

Me volvía a sentir desdichado y muy frágil.

17

… MORIR DE FRÍO…

Estoy seguro de que a Pierre le bullían en su cabeza tantas o más dudas que a mí sobre quién era esa mujer misteriosa que se hizo pasar por la novia del desventurado amigo mío; sobre qué secreto o guarda contenía la llave que se había llevado. Pero esto es una suposición mía; el Francés, en su creencia de tener toda la sabiduría necesaria que un hombre puede llegar a poseer, no era capaz de percatarse de que su ignorancia estaba más teñida en su frente que el miedo al desconcierto en la mía. Yo lo veía así, él era lo más parecido a un amigo; a fin de cuentas nadie más en el mundo podía decirme, en aquellos días de mi vida, qué era lo mejor o lo peor que podía sucederme. Pocas veces parecía estar nervioso o cabreado. Eso me ayudaba a no desfallecer.

—No hay que darle más vueltas a las cosas que las que se merecen —me decía en un tono tranquilizador—. Al final todo tiene solución. Incluso la muerte es una solución.

Hacía tiempo que no me fijaba en la cojera del Francés. Caminaba a lo largo y ancho de la cocina con una taza entre sus manos, humeante. Los pasos parecían acortarse, al tiempo que en mi mente yo esperaba el cojeo de la pierna más estirada, o de la más corta. Al final, uno termina por acostumbrarse a las pequeñas taras que ve todos los días, se quedan paridas y pegadas en una rutina de imperfecciones interminables.

—No creo que Ángelo trabaje con mujeres, por lo que descarto que sea uno de sus secuaces el que fue con la mujer misteriosa al pueblo a recoger esa llave.

—Pero… ¿no recuerdas lo que te dije de la mujer a la que escuché murmurar en la casa de Ángelo? Podría ser la misma.

—Sería difícil de creer. Para Ángelo, una mujer es una posesión carente de valor. A excepción de su propia esposa, no creo que exista ninguna que le merezca confianza. Por lo que yo sé, la señora de Ángelo es demasiado mayor y fea como para parecerle bella a ningún pobre viejo. Eso sí, entiendo que hay que remover las pocas luces que aún tenemos porque el tiempo se nos escapa.

—Sí —dije sin saber lo que afirmaba—. Yo pienso lo mismo.

El resplandor de la calle entraba por los cristales impolutos de la ventana, apenas era una luz velada y brillante. Por el horizonte se apreciaba una siembra de nubarrones y oscuridad que preludiaba un día colmado de lluvia y frío.

—Iremos de nuevo al cementerio de la Alegría y le llevaremos al guarda la foto de tu tutor que nos trajimos de la joyería. De esa manera saldremos de dudas. Él nos dirá si Donabella es el mismo hombre que se montó en el taxi con aquella mujer, y si es él quien repitió visita en dos ocasiones.

Camino del cementerio de la Alegría, en el coche, intenté recordar, en vano, si alguna vez, en alguna ocasión, Tito Donabella me contó algo sobre el cruento y enigmático pasado de mi padre. Siempre tuve la impresión de que mi tutor pretendía por todos los medios evitar el tema, pero yo lo achacaba al miedo de este por remover algunas heridas de cuando eran jóvenes y amigos. Seguramente me equivocaba.

—No me gusta el cielo —observó Pierre después de aparcar el Citroën en el mismo sitio que la última vez que estuvimos allí—. Parece que va a caer una buena tormenta. Bajemos y démonos prisa.

La sillita se encontraba en el mismo sitio, incluso la sombra y su limonero, pero no había rastro del hombre que fumaba su pipa pausadamente. Saltamos el pequeño barrizal que había delante de nosotros y oteamos lo poco de horizonte que podíamos otear. No veíamos por ningún sitio al guarda.

—Igual no está —dije.

—Iremos a los naranjos, puede que se encuentre allí.

El Francés me agarró de la manga bruscamente y me indicó con la cabeza que le siguiera.

—¿Cómo dijo este que se llamaba? —me preguntó casi riendo—. ¿Pollito?

—Pañitos —contesté—, dijo que le llamaban Pañitos.

—Eso, eso…, Pañitos.

Empezamos a gritar su nombre en medio de los naranjos; el vozarrón de Pierre retumbaba entre los troncos de los árboles trayéndole de rebote un silencio solo acompañado de algún susurro que el viento acarreaba del norte.

—No está. Mala suerte.

—Estoy cansándome de tanta mala suerte —refunfuñó Pierre—. Vayamos al final de esta hilera…, aquello parece un muro de piedra…, ¿una cuadra?…, ¿un establo?…

El cielo comenzó a tronar en el mismo instante en el que los mugidos de unas vacas nos confirmaron la utilidad de aquellas paredes embarradas y sucias a las que nos dirigíamos. El techo, por llamarlo de alguna manera, lo formaban cuatro vigas de madera que sostenían a otros cuatro tablones apolillados y asimétricos. Los tabiques del cobertizo apenas eran una argamasa de cal, arena y agua, húmedas y agrietadas. Empezó a llover. Parecían caer chuzos del firmamento, goterones de agua mezclados con granizo. El Francés y yo nos metimos debajo de aquella techumbre miserable a resguardarnos de ese inesperado chaparrón. Nos hicimos un hueco entre las dos bestias que moraban en aquel lugar.

—¡Lo que nos faltaba! —Pierre encendió un cigarrillo y se puso de cuclillas, resignado—. Tomemos esto con calma, Adiel. Las tormentas a estas alturas de la primavera no son tan violentas como en el verano, en diez minutos pasaremos del diluvio universal a la calma más absoluta.

Las dos vacas estaban inquietas. El granizo golpeaba con fuerza la madera que nos cubría.

—¿Odias a tu padre?

La pregunta me cogió por sorpresa. El Francés miraba al suelo envuelto en una nube de humo.

—Es natural que un hijo odie a su padre, a veces. Eso no significa que no lo quieras, ni que tengas la extraña sensación de que fue un buen tipo. Los enamorados se quieren más cuanto más se odian, ¿lo sabías? Todos hemos odiado…

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