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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría

BOOK: El cementerio de la alegría
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Adiel es un joven huérfano que nunca llegó a conocer a su padre; de su madre, que murió a los pocos años de darle la vida, apenas conserva algún vago recuerdo. Al amparo y cuidado de su tutor, Tito Donabella, propietario de una modesta joyería en un modesto pueblo de ninguna parte, ha crecido llevando una tranquila y anodina vida, pero un día todas las certezas en las que ha creído comienzan a desmoronarse irremisiblemente. La causa de ello será la misteriosa aparición de un hombre en la joyería y el extraño encargo del que les hará responsables tanto a Adiel como a Donabella: cuidar de una pequeña caja marrón que nunca, bajo ninguna circunstancia, deben abrir hasta que él se lo indique. ¿Pero qué contiene la caja? Un legado maldito: vidas robadas en el pasado…

José Antonio Castro Cebrián

El cementerio de la alegría

ePUB v1.0

Crubiera
29.01.13

Título original:
El cementerio de la alegría

José Antonio Castro Cebrián, 2012.

Diseño portada: Valentino Sani/Trevillion Images

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

A Angelita, mi compañera, mi guía, mi «dulce Dulce»

A Ainhoa, mi pequeña, mi niña del alma, mi vida

«En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo. Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuán buena y hermosa es la vida. Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡confiar y esperar!»

El conde de Montecristo

Alejandro Dumas

«Y la locura cabalga a lomos del viento…, garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres…, la muerte es una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados en Belial… Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido».

El sabueso

Howard Philips Lovecraft

1

EXTRAORDINARIA ESTUPIDEZ

Tengo la suficiente edad como para recordar aquello que quieran mis años salvar del triste olvido. La suficiente arrogancia como para perdonar todo aquello que nunca nadie se atrevería a imaginar. La suficiente malicia como para desfallecer y sentirme perdido si alguien me mira a los ojos y pregunta por aquellos días. En cambio, tengo la suficiente insensatez como para no dejar que el remordimiento muera conmigo y con mi juramento.

Cuando te paras a pensar en el tiempo que ha pasado desde que eras un niño, no caes en la cuenta de que el alma también envejece. Un pedazo muy frágil de la vida sorprendentemente subsiste en la inocencia esperando con los ojos muy abiertos a que la ventana iluminada de la esperanza se vuelva a abrir. Mi historia es un grito que necesito marchitar y dejar escapar al abrigo del perdón.

A veces uno no se cree lo que conoce de sí mismo hasta que no es capaz de contarlo a los demás.

Hay quienes atesoran una larga retahíla de anécdotas sobre su nacimiento o sobre su familia. Remembranzas que la mayoría de las veces solo existen en sus cabezas, recuerdos falseados que les hacen sentirse especiales. A mí nunca me hizo daño la nostalgia de un beso paterno, o la ausencia alada de una canción de cuna. De lo único que estaba seguro era de que mi madre murió a los pocos años de darme la vida, y de que mi padre jamás me tuvo entre sus brazos. Para mí, el mundo era un escenario enorme donde yo era un mero espectador que esperaba impávido su hora. Siempre me conformé con creer lo que quería creer, y por eso nunca necesité inventarme grandes hazañas que alimentaran mi pasado.

Todo empezó cuando tenía diecisiete años. Yo era nadie en ningún sitio. Mi pueblo, muy húmedo en invierno y poco soleado en verano, siempre fue una isla solitaria en mitad de los bosques que envolvían a La Capital, un lugar donde las tropelías más graves eran las propias de los zagales al salir de misa, con las calles empedradas de grises y tristeza la mayoría de los días, y con los corrales de las casas desgastados con el blanco de la cal viva. Mis pocas carnes se habían aburrido tantas veces de pasear por la plaza de la iglesia, o de corretear del cuartelillo a la calleja de detrás de mi casa, o al revés, cuesta arriba o cuesta abajo, que ya no me importaba que los vecinos más severos me vieran descansar del aburrimiento en cualquier rincón del pueblo, incluso tumbado a la bartola. Vivía absorto en mi mundo, en un viejo desván, arrinconado por una hilera de libros, la mayoría podridos y carcomidos por la humedad. Mientras escribo vuelvo a sentir el olor a rancio de toda la casa, desde el chiribitil donde yo dormía hasta el sótano donde mi tutor, Tito Donabella, se pasaba noches enteras contando y recontando todo el dinero que tenía escondido en los cimientos de la joyería. El rastro que dejaban sus retintines al chocar las monedas bien pudo atraer a Paulo hasta nosotros.

—Buenos días. Quisiera hablar con el dueño.

Tantas veces le había visto mirar por encima de la caja registradora a los clientes, apenas con la luz ceniza de la bombilla del pasillo, que distinguir sus intenciones de entre la multitud de gestos que se dibujaban en su rostro me era de lo más natural.

—Lo tiene usted delante, señor. ¿En qué puedo servirle?

La silueta delgada del caballero parecía formar parte del mobiliario de la joyería. Vestía un abrigo negro y polvoriento, con un pañuelo muy rojo y exagerado saliendo de su cuello.

—¿Es usted el dueño? —preguntó vacilando.

—El mismo —contestó mi tutor un poco incómodo ya.

—¿Hay algún otro sitio donde podamos hablar a solas?

Escruté aquel rostro manido de rasgos delicadísimos, como los de los actores del cine mudo. Intuí que la expresión de dureza de su mirada era el fruto de mucho sufrimiento, de muchas batallas.

—No tengo lugar más idóneo que este para cualquier asunto que precise de la más discreta de las atenciones. —Con una mirada de complicidad, Tito me indicó que cerrara la puerta que daba a la calle. Colgué el letrero de «Cerrado»—. El chico se queda, si no le importa.

Nuestro personaje me miró de arriba abajo. Marcó unos hoyuelos que tenía dibujados bajo los pómulos y sonrió maliciosamente.

—Mi nombre es Paulo, es todo lo que le voy a decir de mí. Vengo a proponerle un negocio muy rentable para usted. Pero antes debo saber si no me estoy equivocando —dijo esto mirando alrededor suyo, como un animal al acecho—. ¿Hay alguien más aquí?

—Le puedo asegurar que no. —Yo me había sentado detrás del mostrador. Desde allí podía ver a Tito sonriendo por debajo de esa proa venturada que tenía por nariz, con la frente chorreando sudor—. Si lo que usted…

—Llámeme Paulo —le interrumpió—, tutéeme.

—Si lo que tiene que proponerme, Paulo, no es nada fuera de la legalidad, le puedo asegurar que no se está…, no te estás equivocando.

Paulo volvió a sonreír. Esta vez sus finos labios no trazaban la misma presencia, consiguieron despertarme de la indiferencia en la que estaba sumido.

—Te creo…, joyero. —Se dejó caer sobre el mostrador y alargó todo lo que pudo sus brazos hacia atrás, sacando de algún sitio una pequeña caja marrón oscura no más grande que una lata de sardinas. La depositó sobre un expositor—. No me andaré con rodeos, necesito que me guardes esto en tu caja fuerte, o donde sea, durante unas semanas, un par de meses a lo sumo. Sin preguntas. Te pagaré bien, muy bien.

Mi tutor se humedecía los labios con frecuencia debido a una falta constante de vida en su piel, pero en aquellos instantes parecía que el pellejo se le había acuartelado y ennegrecido más que nunca. Yo percibía una endeble sensación de miedo mezclado con avaricia. Estiró su mano izquierda con la intención de coger la cajita. Paulo lo impidió ágilmente abalanzándose sobre Tito de una manera muy brusca.

—Nunca… jamás… debes abrirla. Lo que hay ahí no te incumbe. —Sacó de un bolsillo cinco billetes de cien pesetas con Julio Romero de Torres pintado en una de sus caras. Nunca había visto al pintor ni a su mujer morena en los billetes de cien—. Tienes mi palabra de que no hay nada de lo que preocuparte. Yo vendré todos los viernes, sobre esta hora, y dejaré encima de este poyete quinientas pesetas. Todos los viernes a esta hora. Cuando llegue el momento te daré mil pesetas y tú me traerás la cajita sin que yo necesite decirte nada. ¿Lo entiendes?

Sus manos se movían como si estuvieran enguatadas por una pátina de azufre. Realmente poco le importaba a Tito Donabella si en el interior de la caja habitaban mil demonios encerrados o cuatro cacharros de desvergüenzas atrincheradas buscando una maldición. ¡Por Dios!, quinientas pesetas. Era todo lo que le importaba, y parecía que Paulo lo sabía muy bien.

—Confío en ti, Tito Donabella —era la primera vez que le llamaba por su nombre. Nadie se lo había dicho—, confío en tu buen hacer. Buenas tardes.

A los pocos segundos de salir Paulo por la puerta, mi tutor y yo nos echábamos encima del expositor, miramos con curiosidad la cajita, y después de sopesar unos minutos la posibilidad de guardarla tal como nos había pedido el extraño cliente, es decir, accediendo a que la prudencia nos dejara respirar sin dolores de cabeza, decidimos abrirla y ver qué curioso secreto era el que guardaba dentro para que valiera tantas pesetas juntas…

—Una llave.

—¿Una llave? —contesté cómicamente a la frase apática—. Vaya chasco.

—¿Y no sabes cómo se llama? —Nano era cinco años mayor que yo, pero el sarampión y otras enfermedades le habían mermado sus capacidades mentales de una manera alarmante. Era un milagro que aún siguiera vivo—. ¿Y dices que tenía una pistola en el bolsillo de la chaqueta? ¿No sería un espía?

—No te he dicho que tuviera una pistola en la chaqueta, no sé cómo hablarte para que no lo entiendas todo al revés.

Empezaba a amanecer. Allí, en el descampado, parecía que el sol salía casi de golpe. En un santiamén el cielo se nublaba de rayos y todo aparentaba que adquiría un relumbrón nunca visto. Nos dirigimos a la higuera para sentarnos a contemplar a las muchachas que iban a la conservera.

—Te digo que no me extrañaría que hubiese llevado una pistola debajo del abrigo. No que llevase una en la chaqueta —bajé la voz—. Olvida lo que te he dicho de una vez.

Allí estaba, con su morena melena recogida. Parecía que el mundo lo habían pintado para ella. Era la criatura más bonita que jamás hubiese creado Dios. Creo que el día que la vi por primera vez fue el más feliz de mi vida, fue una verdadera bendición. Por supuesto que para ella yo no era más que un amigo que la miraba con unos ojos inocentes, pero para mí lo era todo. Bajé rápido de la higuera y corrí hacia donde ella estaba.

—Dulce —no podía llamarse de otra manera—, ¿vas a ir esta tarde a la plaza?

—Hola, Adiel. Me gustaría mucho pero no puedo, voy con mi madre a la costurera para que me arregle los bajos de un vestido —sonrió. Me pareció ver a la mismísima Afrodita.

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