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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (9 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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Me dirigí casi como un sonámbulo hacia la profundidad del bosque. Grité el nombre de mi amigo hasta la saciedad, buscando por algún rincón de la esperanza una que le trajera con vida de esta pesadilla. No volví a ver, ni a saber más nada de Nano…, nunca más…, desde aquella noche en la que quiso vengarse… Jamás podré olvidar su ingenua existencia.

Al día siguiente volvió la parca a visitarme.

Nadie recuerda en el pueblo el lugar exacto en el que apareció el cadáver de Paulo, cercado por unos incómodos insectos paseando por su cuerpo. La hojarasca que reinaba por las laderas de esos contornos hacía que todos los rincones que rodeaban el terreno parecieran el mismo sitio. Un vergel de naturaleza pura y húmeda, fresca y siempre viva. En todo caso, el cuerpo fue encontrado por un pastor que trepaba con su rebaño de cabras por una de las abruptas veredas serpenteantes y frondosas.

Ocurrió la víspera de salir de mi escondite en el humilladero.

Escuché el revuelo en la carretera cuando me recuperaba de las heridas del alma, en la negra piedra del borde del camino que iba al humilladero desde el río. Salí a tomar un poco el fresco más allá de la cruz, aprovechando que no llovía ni había trazas en el horizonte de lluvia inminente. Antonio el arriero portaba en los lomos de su mula torda el cuerpo sin vida de Paulo.

Le reconocí aun de lejos y a escondidas, por la extraña calva en forma de fraile, y por los hinchados ojos abiertos e inertes.

Bajé hasta el camino.

Pasó la bestia a mi lado, lenta, con parsimonia.

Me quedé turbado.

6

TRIBUNAL SERENÍSIMO

Quinientas veces me he preguntado cómo fui capaz de aguantar casi una semana sin dormir con la cabeza despejada. Sin las eternas culpas que ahora me atosigan. De todas las impresiones, huellas, o sensaciones que me quedaron grabadas aquella madrugada en la plaza de la iglesia, han desaparecido los olores de mis recuerdos. Permanecen en mi memoria los ruidos de los animalejos, el chapoteo de la lluvia en el suelo, la imagen del reloj del campanario atascado a las cinco y cuarto, incluso el sabor del trozo de cáñamo que masticaba nervioso. Pero han escapado los olores, se han ido, quizá porque este sea el más sincero de todos los sentidos que posee el hombre.

Me senté en uno de los dos bancos de la plaza a esperar, un poco antes de la hora convenida. Quería tener la posibilidad de poder arrepentirme y escapar de mi destino por si acaso la buenaventura me daba un poco de cordura en el último momento. El Francés me producía una confianza insolente, una absurda fe en lo imposible. Estaba hechizado por el misterio.

El Citroën B11 apagó los faros detrás de la iglesia. El motor aún chirriaba, con voz ronca, potente, alzando los rugidos de sus entrañas una vez más antes de callar de golpe. Escuché el portazo nada disimulado; y oí unos pasos. La luz de la luna hacía brillar todo el lugar, el suelo estaba moteado con pequeños charcos cristalinos, las paredes de las casas parecían vestidas de luto penumbroso, y la cojera del Francés tenía el aspecto de un gabán con alma aproximándose a mí, sin rostro ni pena.

—Por lo que veo, has tenido que pasarlo muy mal en estos últimos días. Pareces un muerto viviente. —El Francés avanzaba cabizbajo, con su media sonrisa oculta—. Vamos, tenemos un largo viaje por hacer.

Una vez en el coche me acurruqué en mi asiento. Dentro del vehículo hacía calor. Aunque estaba cansado, demasiado cansado como para dejar de respirar, no conseguía quedarme dormido. Arrancó el motor. Salíamos en silencio, los árboles que acompañaban a los visitantes a lo largo de la entrada al pueblo parecían decirnos adiós. Frente a nosotros la carretera estaba vacía, al igual que lo estaba por detrás. Me preguntaba desde dónde caían los goterones de lluvia que mojaban el asfalto, en el cielo solo se veían estrellas y una luna sonrosada y fanfarrona. Fijé mi vista en la luz pálida de los faros traseros reflejada en el retrovisor.

Nos dirigíamos al sur por la carretera nacional que llevaba a La Capital. Dejamos atrás la vieja pensión La Lola, con los farolillos rojos colgando de las ventanas, señal inequívoca de que enseguida encararíamos el largo camino al pie de las montañas hasta la gran ciudad. El coche parecía deslizarse con la canción aprendida por aquella nube de alquitrán, bajo los gemidos de los abetos del bosque.

Apreté los ojos con fuerza, no podía contenerme. ¡Exploté! ¿Quién era yo para decir que Dios no existía?, pero ¿dónde se encontraba entonces su misericordia? Quería llorar, y rezar, sentir la llaga desgarrar mi culpa. No había cometido ningún crimen pero necesitaba arrepentirme de todos aquellos que me rodeaban, necesitaba sentir el perdón y la caricia de una mano que me consolara. Necesitaba un amigo al que mis lágrimas pudiesen mojar, un regazo enorme, del tamaño de la eternidad, uno que nunca dejara de crecer al lado de mi propia inocencia. Necesitaba un llanto infinito, uno que exculpara las culpas que no tenían en mí su desdicha, que exculpara la ternura que me habían negado los ángeles, que me explicara por qué el amor se había evaporado. Poder llorar era un milagro, llorar por una infancia nueva, por unos padres tolerantes, llorar por unos abuelos, por la sensación de tener una familia…, tener un futuro, un pasado…, un presente. No había conocido la niñez, ni ese candor donde los cuentos eran reposados después de una cena en familia. No tenía nada por lo que rezar, pero en cambio moriría por hacerlo en aquel instante. ¿Qué era lo que estaba pasando?, ¿quién era yo?, ¿quiénes eran ellos?…, ¿dónde estaba mi fe? De un padre se conoce todo, el nombre, su vida, su muerte, sus sonrisas, sus llantos; de un fantasma solo se reconocen los ecos de la nada. Pero ¿qué podía esperar de mí la vida, de un huérfano?; un hombrecillo al que la mala suerte había adoptado. Ni siquiera mi tutor, al que quería como a un padre, ni siquiera él estaba allí, arengándome con sus abrazos. ¿Qué esperaba?

Alcé los ojos y vi las estrellas, y no podía evitar acordarme de Dulce, del calor de su mirada, de esas cochinas miradas que me hacían tan pequeño. Miré a mi izquierda, el Francés conducía callado. Un frío me heló de repente. Cerré los ojos, aún sin mancharlos de llanto, me abandoné en la desesperación del cansancio. ¡Cuánto necesitaba recuperar a mi alma perdida!

Cuando me desperté lo hice en una cama grandísima, tapado hasta la cintura por una colcha. Estaba limpio y vestía un pijama de dos piezas verde primavera, un poco ridículo para mí. No recordaba cómo había llegado hasta allí. De lo último que podía dar fe era de haber estado sentado en un flamante Citroën B11 al lado de un desconocido al que llamaba el Francés, y en el que había puesto todas mis esperanzas de salvación. Significara eso lo que significara.

Me levanté incómodo. Tenía un hambre atroz, el concierto en mi estómago no era de grillos, sino de chicharras hambrientas. Me asomé a la puerta y pronuncié un tímido «¿Quién hay?». Al poco apareció mi anfitrión.

—¡Hombre!, pensaba que ya no despertarías jamás —bromeó el Francés—. Es un placer tenerte de nuevo en el mundo de los vivos.

—¿Dónde estoy?

—Todo a su debido tiempo, ¿o es que no tienes hambre después de dormir dos días seguidos?

Me toqué la barriga en un acto reflejo. Tontamente. No lograba evitar estar un poco confuso, pero accedí a mostrarme paciente.

—Anda, vístete, encontrarás algo en el ropero.

Bajé las escaleras de aquella enorme casa de olor burgués. Empastes densos y coloreados de óleos sobre finas telas de lino, manchadas con la extendida transparencia de la linaza disuelta, perfilaban una hilera de amarillento papel pintado sobre la pared.

—¡Ven!, ven aquí. —El Francés, sin apartar la mirada del periódico, me ofreció un asiento a su lado. Tostadas, leche, café, churros, magdalenas, queso, miel…, había más de lo que mi modesto estómago podía digerir—. Tendrás un hambre de mil demonios. Come, come hasta reventar si quieres.

—Gracias.

En aquel momento había perdido la noción del tiempo, el transcurrir de los segundos, los minutos, las horas, los días, incluso las semanas…, fuera de mi atroz ingesta caótica no quería saber nada, nada que pudiese privarme de saciar la vorágine de mis más básicos instintos. Reconozco que mi imagen distaría mucho de la que a
priori
se consideraba de buen gusto en la mesa, aunque poco me importaba. Mis dedos se encuclillaban al alargarse la mano para coger un pedazo de pan, temblaban miedosos, glotones de aguantar el ansia. De esa manera me duraría más el placer de sentirme saciado.

Llené otro vaso con leche. En aquel salón no había muebles, solo nuestra mesa y las dos sillas. En el techo, una sencilla lámpara colgaba de un hilo; y en las ventanas, persianas de plástico no dejaban pasar la luz. Pegué el vaso a mis labios y empecé a beber, gorgoteando la leche a su paso por mi garganta. Respiré holgadamente, dejando a medio morder un trozo de pan en el plato, tratando de recomponerme. Le miré, ya hastiado.

—Mi nombre es Pierre Fabrizio. Digamos que me ocupo de… de investigar cosas perdidas; tampoco necesariamente tienen que ser cosas… —El Francés levantó por fin la mirada del periódico. Encendió un cigarrillo y amagó una sonrisa completa—. ¡No me mires con esos ojos de cordero degollado!… —Tras un suspiro dio una enorme calada, recostándose en la silla, dejando al aire las dos patas delanteras—. Te voy a contar una historia…

En el umbral de mi mirada se podía divisar una alarmada severidad. Dejé de respirar. Esperé su historia de una sola bocanada, temiendo encontrar cualquiera de mis pesadillas entre sus palabras.

—Hace dos años, el 31 de diciembre cayó en martes. Recuerdo de aquel día que caía la nieve a esportones en La Capital. Esa misma tarde, no muy lejos de donde yo vivía, poco antes de la hora del café, a eso de las cinco, un anciano moría en su casa rodeado de sus seres queridos. Esto, a simple vista, no tiene nada de especial. Por esa época del año las muertes por neumonía, o por la gripe, son bastante frecuentes en las personas mayores. Pero esa muerte fue singular, y lo fue porque la vida de este muerto, entre los cientos, o miles de muertos en La Capital de aquel año, no era una vida cualquiera. Don Antonio Grádalo Garcilaso se llamaba. Los que vieron su cadáver bajo la mortaja dicen que tenía el rostro sereno, que se podía ver tranquilidad en sus facciones, paz. Era sorprendente esa serenidad teniendo en cuenta que el maldito difunto había tenido más de un motivo en su existencia del que arrepentirse… En apariencia, don Antonio había sido toda su vida un honrado comerciante, con bodegas, tiendas de comestibles y zapaterías, muy trabajador, presumía de que todas las posesiones que tenía las había conseguido con el sudor de su frente, sin ayuda de nadie. Así lo creía todo el mundo, y así debía ser. Hasta que le llegó la hora… —Pierre, el Francés, remarcó la última palabra—. Ese mismo año, unos seis meses antes de morirse, un hombre joven, con chaqueta azul y pantalón de pana negra, entró en la tienda de comestibles que el buen comerciante tenía frente a la estación proponiéndole un ventajoso e irrechazable negocio: guardar en sus dependencias una cajita a cambio de una buena suma de dinero. Dentro de la misma había una llave, repercusión esta de la que seguramente don Antonio no tenía ni idea… De haberlo sabido, quizá… hubiese disfrutado de una oportunidad para no morir aquella Nochevieja.

La voz del Francés sonó grave. Advertí con sorpresa que mi corazón comenzaba a latir con fuerza, y el miedo a conocer se instalaba en mi médula con la misma pujanza de un llanto apagado. Se me revolvían las tripas, y los kilos de comida que acababa de ingerir se mecían entre el estómago y la garganta.

—Todo esto te sonará muy extraño, te preguntarás qué tiene que ver con lo que te está pasando. Pronto lo entenderás —continuó hablando—. Durante la guerra, don Antonio formaba parte de un grupo de… de alborotadores; peleaba como un rebelde lo debía hacer, con saña y mucha convicción. Decían de él que era un experto a la hora de pronunciar proclamas a favor de los insurgentes, un jaranero de cuidado. De aquella máquina de proferir gritos contaban, incluso, que era más mortífera, como arma, que los
panzers
alemanes o las bombas de los anarquistas. No te exagero ni un ápice cuando te digo que era un fenómeno para engatusar a su público…, para buscar mártires a una justa causa nacional. Antes de que todo aquello terminara, cuando la destrucción de la guerra ya había dejado todo el país sembrado de cadáveres y mutilados, desgraciados y muertos de hambre, llegó la oportunidad que los buitres habían estado esperando durante toda la contienda con tanta impaciencia, un extenso territorio de miedo y desconcierto donde los que estaban siendo vencidos, los reticentes, y los blandos eran carnaza para sus buches. Don Antonio se ocupó, junto a otros elegidos, de ir haciendo limpieza entre los vecinos de La Capital y alrededores. Crearon el cementerio de la Alegría.

Pierre se detuvo un instante a ver mi reacción y continuó.

—Se formó una especie de batallón de limpieza al que llamaron la Innombrable. Un batallón que se encargaba de dar el paseo oportuno a los condenados a muerte por don Antonio, el juez del Tribunal Serenísimo. Hasta el último de sus actos fue fiel a su propia causa e interés, teniendo en sus manos la muerte de todos aquellos que veía como posibles vetos a su tribunal, cualesquiera que fueran su lugar de procedencia, condición o ideología; se ganó el sobrenombre de Señoría de la Muerte. El cementerio de la Alegría era el lugar donde llevaban a los condenados para ajusticiarlos, un antiguo colegio a las afueras. La mayoría de los penados eran perdedores de la guerra, republicanos a los que la suerte había abandonado, rojos confesos o no, daba igual las justificaciones que pudieran traer en su defensa: si el tribunal o don Antonio los declaraban culpables nada podían hacer para librarse de una muerte casi segura. El mapa político de aquellos momentos era lo más parecido a un patatal enorme de mierda abonado de sospechas, miedos y recelos. Durante una década, que abarcó también unos años después de la guerra, las calles de La Capital estuvieron gobernadas por el imperio del terror que aquella escoria había sembrado. El tiempo pasó y las cosas empezaron a cambiar. El estado estableció sus propios tribunales y aquellos aparentes juzgados, como el Tribunal Serenísimo, fueron disueltos y relegados al olvido. Habían cumplido su cometido…, desde luego de una manera muy poco escrupulosa, aunque ellos siempre sostuvieron que la situación lo requirió.

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