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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (10 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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Busqué algo con lo que poder contener el nerviosismo. Saqué un pañuelo de mi bolsillo y me enjugué la frente despacio: el sudor goteaba frío.

—Don Antonio terminaría siendo para la mayoría de la gente un vencedor más que se aprovechó de las circunstancias, y de esa manera destacar y enriquecerse a costa de las desgracias de la guerra. Uno más del montón que supo desvincularse de las atrocidades que se cometieron. Aunque suene paradójico, en cierta manera estaba en su derecho de pasar desapercibido, ya que solo fue un oportunista en un momento oportuno —admitió el Francés—. Puedo hablar de cosas que no vi, pero… es mucho más creíble escuchárselas a quien las ha padecido en sus carnes… Lee en voz alta…

Me pasó unos papeles ajados, viejos, amarillentos y con olor a amoniaco. Le miré sorprendido y me instigó a leerlo con un leve coscorrón en la cabeza.

Nunca podré dejar de creer en Dios. Tampoco podré jamás dejar de creer en el Amor. Aunque sé que la verdad se esconde detrás de cada persona, yo tengo mi propia hipótesis acerca del sentido de la vida. Pienso que todos tenemos una misión que cumplir en el mundo, y la mía es contar lo que he vivido, lo que he sufrido, en aquellos días del cementerio de la Alegría. La mía también es devolver todo aquello que me llevé, ahora que la muerte está tan cerca de mí [hice una pequeña pausa y enarqué las cejas]. Para comprender el horror primero hay que saber qué es lo que ocurrió antes. Yo me he considerado toda mi vida un poeta, una persona que ha caminado por el sendero de los versos, que ha querido descubrir la belleza incluso en los momentos más duros e ingratos del ser humano. Estaba equivocado. Para ser poeta no solo hay que creérselo, también hay que serlo.

El corazón se me encogió, tragué saliva.

—¿Es… es… es de mi… de mi padre?

—Lee.

Para ser… para ser poeta no solo hay que creérselo, también hay que serlo [continué leyendo]. Yo viví la guerra dando tumbos, de un lado para otro, sin arte ni concierto, viví el dolor como algo lejano y burdo, muy distante a mí. Llegué al país procedente de Sicilia, buscando una aventura que hiciese hervir mi sangre y me diese toda la inspiración que la guerra y el odio pueden dar. Retraté con mis versos amor, esperanza, desesperanza, ruina, miseria, pavor, muerte… Cuando ya terminó la guerra, me encontré con la disyuntiva de caer prisionero o ser verdugo, el Tribunal Serenísimo me juzgó por desidia y mi condena fue a muerte, un paseo por el Colegio… Por aquel entonces aún era el Colegio. Yo les rogué piedad, les imploré piedad… Don Antonio se apiadó de mí, y me perdonó la vida, pero a un precio alto, muy alto. Me convertí en poco tiempo en su sombra, en el lugarteniente de sus fechorías. Cuando alguien debía desaparecer sin ningún tipo de vestigio, sin huella que pudiese ser rastreada, era yo quien lo hacía. Tenía un don especial para pasar desapercibido, y eso me ayudaba a la hora de eliminar rastros…, o vidas. Entre los que formábamos el Tribunal Serenísimo, desde que describí a los enemigos de la patria en una proclama que redacté para don Antonio en las primeras elecciones a alcalde que se presentó, como «alegres muertos que poblaban la vieja patria con su sangre infectada de masonería y comunismo…», el Colegio pasó a llamarse el cementerio de la Alegría. Ahora me avergüenzo de recordar, pero se lo debo a ellos…, a los muertos. Aquel sitio, además del juzgado, la cárcel y el cadalso, era una enorme fosa común de cientos de inocentes anónimos que yacen olvidados a unos míseros cincuenta metros de la puerta [volví a tragar saliva]. Al entrar allí los condenados con más suerte, los que no eran fusilados en el acto, se les afeitaba la cabeza, y a veces todo el cuerpo. Se oían gritos de gente a la que las tijeras poco afiladas le seccionaban parte de la oreja, o trozos de piel. A algunas mujeres que tenían la sentencia de muerte, las que eran bonitas, o tenían un cuerpo apetecible, se las llevaba a una habitación distante para abusar de ellas una y otra vez antes de fusilarlas. Los pobres desgraciados que esperaban su hora rezaban para que fuesen ellos los próximos en ser eliminados, librándose de esa manera del inútil sufrimiento de la espera. La vida en el calabozo se reducía al patio y a las aulas…, ahora celdas. No se podía hablar en voz baja, cuchichear, ni juntarse más de tres personas a la vez. Había solo una comida, la justa para sobrevivir sin pensar en otra cosa más que en morirse. En poco tiempo todos tenían el mismo aspecto desnutrido y cansado. En verano presos morían, en otoño presos morían, en invierno presos morían…

Pierre me interrumpió con un gruñido.

—Sáltate esas hojas. —Me quitó varias páginas de la mano señalándome el principio de un párrafo—. Lee a partir de aquí…, lo demás no tiene importancia. Después, si quieres, le echas un vistazo a todo, pero ahora lee a partir de aquí…

—De acuerdo —retomé la lectura en el punto donde me dijo.

No podía seguir con todo esto. Durante un tiempo me dediqué a recoger el mayor tesoro posible para las víctimas, y para sus familias. Ya es mío, y está guardado en un lugar seguro, infranqueable y eterno. Cuando yo muera, que será pronto, quiero estar en paz con Dios y con mis víctimas, por ello le pido, padre, que vele por mi hijo y, cuando sea mayor y tenga la suficiente madurez, le entregue el tesoro que le confiero para que sea él quien lo done a las víctimas de mi vergüenza.

Yo sostenía entre mis manos los papeles ajados, viejos, amarillentos y con olor a amoniaco, releyendo las últimas frases con la cabeza inclinada. Sentía nostalgia como no la he tenido jamás, pero no quería que Pierre me viese con los ojos hundidos en la melancolía, y permanecía inmóvil con la luz de la lámpara oscilando por encima de mi cabeza. Tenía mil preguntas y no era capaz de saber cuáles eran. El Francés pareció adivinar lo que me pasaba.

—Don Antonio murió de un disparo en la nuca. Al igual que los otros que recibieron la llave. —Me miró con cierta sorna en sus gestos—. Tu padre me salvó la vida una vez, en Italia, cuando éramos unos niños. Yo caí en un río y la corriente me arrastraba hacia la desembocadura del mismo; él agarró una rama y se metió hasta la cintura en el agua, arriesgando su propia vida y dispuesto a salvarme. Consiguió sacarme sano y salvo… —el Francés carraspeó durante unos segundos, dudaba entre decírmelo o no—. Tu padre no siempre fue un mal chico…, la guerra es atroz, puede volver rancia la leche más pura… Él siempre acostumbraba a decir que la esperanza es lo único que pierde el ser humano porque es lo único que posee. No le juzgues, no sería justo.

No tenía intención de hacerlo jamás, pero aquellas palabras solo me causaron un leve rasguño en comparación con lo que me dijo a continuación.

—Tu padre acostumbraba a asesinar, ejecutar… de esa manera. Les hacía llegar una llave dentro de una cajita por mediación de un emisario…, un infeliz que no sabía nada. Les pagaba grandes sumas de dinero a sus víctimas para que la guardaran en su casa, en su negocio, o en su almacén, hasta que el día menos pensado mandaba al emisario a por ella. Aquello quería decir que había decidido terminar con la vida del desdichado. Era una manera de poetizar el asesinato, de darle su toque poético. Él siempre canturreaba esta canción: «Dentro de la cajita / se encuentra la llave, / dentro de la cajita / se encuentra la llave. / Guárdala segura / que con oro yo te pago, / guárdala segura / que tu vida yo me traigo».

En aquel momento tenía la sensación de que Pierre estaba a punto de vomitar. Sus facciones se encogieron hasta hacer de sus ojos dos diminutos puntos informes en el centro de la cara. Yo escuchaba en silencio, con mis manos cruzadas sobre la mesa. Asentí como queriendo participar de sus pensamientos y el Francés continuó hablando.

—Tu padre murió ocho años antes de que asesinaran a don Antonio, es obvio que él no fue quien lo mató, y también es obvio que no fue quien mató a los demás que murieron después.

—¿A los demás? —pregunté hipócritamente, pues recordaba lo que había escuchado en boca del sacristán sobre los demás asesinatos ocurridos en La Capital.

—Por lo menos tres asesinatos más —dijo—. Y todos en este mismo mes, y aquí, en La Capital…

—¿Y Paulo?

—¿Paulo?… ¿El emisario? —Rio insolentemente durante un buen rato. Cuando quiso calló, y siguió hablando—. ¿Recuerdas que te dije que no volverías a verlo?

—¡Lo mataste! —Me levanté dando un salto de mi silla.

—¡Vuelve a sentarte! —me ordenó—. Ese pobre infeliz no tendría que haber muerto, le seguía la pista desde hacía unos meses, antes de que llegara a tu pueblo y os involucrara. Decidí jugármela y apresarlo. Se hospedaba en la pensión La Lola y esperé a que saliera a tomar el fresco por los alrededores la misma madrugada que te dejé en tu casa después de que te salvara de aquellos dos. Se me fue la mano, aunque creo que decía la verdad y no sabía nada. Intenté durante un día y medio sonsacarle quién era el que le pagaba a él por hacer de emisario. Hay alguien por ahí que mata como lo hacía tu padre, y yo quería saber quién era.

—¿Y los dos que asesinaron al padre Benito y al pobre Nano?

—No, ellos no son. Hasta la fecha en que el cura Benito me dio la carta que has leído de tu padre, hacía más de cinco años que no los veía. La última vez fue en un banco de la iglesia, justo el mismo día en el que el sacerdote fue freído y mordido como un animal.

—Entonces ¿quiénes son?, ¿trabajan para alguien? —exclamé.

—Todo a su debido tiempo…, no tengas impaciencia por conocer demasiado… Son cazatesoros, buscavidas, canallas, maleantes, chulos, la peor escoria de todo el país. Trabajan a sueldo para alguien muy despreciable, o quizá lo hagan por miedo, pero de una cosa sí que me hago cargo, no dudaría ni un solo segundo en rebanarles el pescuezo si los tuviera delante.

Me dije que lo próximo que me contaría Pierre era algo relacionado con mi tutor. Acerté muy a mi pesar.

—¿Tito Donabella ha huido dejándote solo? No es muy valiente por su parte teniendo en cuenta que él sabe lo mismo que tú ahora. Tu padre y él eran inseparables, compartieron correrías desde siempre, siempre juntos. Él, en su medida, fue otro aprovechado de la guerra. Se hizo con el negocio de un joyero que acabó con sus huesos en el cementerio de la Alegría instigado por tu padre y como pago por adelantado por cuidarte a ti y a tu madre. Ambos se enamoraron de la misma mujer, aunque al final ninguno de ellos pudo amarla de verdad. ¿A que eso no te lo contó? —volvió a enseñarme su media sonrisa—. No sé dónde puede estar en estos momentos ese cobarde.

Permanecí callado, no sé por cuánto tiempo, junto a Pierre, esperando poder pensar con claridad. Con un leve susurro mis pensamientos se escapaban de mi cuerpo, bañando toda mi inquietud de un rescoldo que ya estaba ardiendo desde hacía demasiado tiempo.

—Y tú, ¿quién eres tú, y qué ganas con todo esto?

Mi pregunta le cogió por sorpresa.

—Mi nombre es Pierre Fabrizio. Digamos que me encargo de investigar cosas perdidas… —El Francés se repuso de la sorpresa repitiendo la misma perorata que dijo anteriormente, aunque esta vez la envolvió en un mar de carcajadas—. Tu padre nunca fue un mal negociante. Hizo lo suficiente por mí como para asegurarse de que tú consiguieras salir vivo e indemne de cualquier adversidad que surgiera cuando el cura Benito decidiera que el hijito del
poeta
estaba preparado para recibir el tesoro que su padre con tanto sudor había conseguido —hablaba con un marcado tono sarcástico—. Lo único que saco de todo esto es pagar de una vez mi deuda con un muerto.

El rumor en mi conciencia cobraba la forma de esas falsas nuevas que los locos radian en su cabeza. Temía desfallecer si seguía ronroneando ese rumor. Empecé a sentir que la mala suerte no era sino una fatigosa compañera que no me abandonaría jamás. Estaba cansado. Muy cansado otra vez.

—¿Y qué vamos a hacer? —pregunté, casi sin emitir sonido.

—Pagar mi deuda con tu padre…, y la suya con su hijo. Encontraremos ese maldito tesoro… —suspiró—. Ya te he dicho que me dedico a buscar cosas perdidas.

7

INTUICIÓN

Entre los varios edificios que vi aquella tarde en mi primer paseo por La Capital existe uno en particular que nunca ha dejado de merodear por mis recuerdos: el asilo de San Gabriel. Un ancho portal vetusto y señorial, con todo el enlucimiento desconchado por la humedad y la suciedad de la ciudad, dejaba entrever una pared desnuda y agrietada a un lado y otro del gran pasillo que conducía al patio de la entradita. Un mal empedrado llevaba a los menesterosos hasta el corazón mismo de la residencia, por mitad de un jardín atiborrado de jarrones y botijos enormes. El Francés y yo observábamos callados, en mitad de aquel huerto de polvorientos cascotes de barro y cerámica, el enrejado que cortaba el paso a los que venían de visita al hogar del necesitado. La raquítica masa informe de hierros y alambres espinosos de color canela quería, más que podía, dar la sensación de austeridad y decoro que la caridad acostumbraba a proveer en sitios como aquel. Un angelito con forma de rechoncho trompetista se alzaba por encima de las roscas del arco que adornaba la entrada, produciendo un extraño mareo en quienes lo contemplaban desde debajo de las tejas, en los alféizares de las ventanas del corral. La barriguita del querubín parecía sustentarse en el aire, con los pies carcomidos por la roña, sosteniendo al mismo tiempo vértigo y trompeta.

Un hombre mayor, de unos setenta años, apareció de súbito delante de nosotros, al otro lado de la reja y portando en su mano derecha un manojo de llaves. Al abrir el candado y descorrer el cerrojo, nos habló mirándonos con cara de pocos amigos, con desgana.

—A vosotros no creo que os falte la comida ni el acomodo —endureció aún más su mirada—. ¡Qué queréis!

—Venimos a ver a Saturnino —dijo el Francés, con visible incomodidad.

El anciano arrugó los ojos mostrando unas verrugas que se ceñían por el borde de sus sienes. Volvió a cerrar con llave y, sin decir palabra, se marchó hacia el interior del edificio. Al poco le acompañaba otro anciano con un pelo cano como la nieve y largo como la crin de los potros andaluces.

—Disculpen tanto celo en guardar la entrada de este lugar, pero debemos ocuparnos de que nadie entre si no es invitado y, por supuesto, de que ninguna de las almas descarriladas de dentro salga a la calle sin un permiso que lo justifique.

Miré un momento al Francés antes de que este dijera con una voz autoritaria, grave y pausada quiénes éramos y a quién buscábamos, sus manos estaban cerradas y prietas, y sus músculos tensos y en guardia.

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