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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (6 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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Aquella noche la dormí en el calabozo del pueblo. El sargento de la Guardia Civil me había interrogado unas veinte veces. Era bastante complicado justificar mi presencia, totalmente atontado, en el escalón del portón de entrada a la sacristía, sentado, manchado de sangre y con un cuchillo de mondar patatas en mi mano. No me detendré a explicar cuántas turbaciones atolondraron mi conciencia. Decidí que contaría solo la parte de los acontecimientos de aquella noche que no me comprometieran a mí, o a mi padre. Seguramente fue una decisión estúpida, como tantas otras que he tomado en mi vida, pero fue una manera de entrar a escondidas en mi pasado, y quería ser yo quien tomara las decisiones. Mi naturaleza estaba cambiando a pasos agigantados, yo era sensible e ingenuo, débil e inconstante, ahora empezaba a tronar dentro de mí una fuerza que me ahogaba y me hacía parecer especial y orgulloso.

—Yo había quedado con el párroco a eso de las siete de la tarde para recogerle unos candelabros de plata y otros cambalaches, por si merecía la pena llevármelos a la joyería y lustrarlos, o darles un baño de oro. Llegué un poco más tarde de la cuenta y ya estaba cerrada la iglesia, por lo que llamé al portón de la sacristía. Al ver que no contestaba nadie y fijarme en que la puerta estaba mal trancada con algo de peso por detrás, decidí entrar. Empujé con todas mis ganas y conseguí colarme. Llamé a voces al cura mientras caminaba por el pasillo…, todo estaba a oscuras. Fue entonces cuando escuché un lamento por la cocina. Tras no pocos tropiezos…, ya que el suelo estaba lleno de cacerolas y demás, vi al párroco debajo de la mesa…, me dio tiempo a quitarle sus ataduras con un cuchillo que encontré en el suelo…, no pronunció palabra… Murió en mis brazos. Después de aquello, intuyo…, digo intuyo porque creo que me quedé traspuesto…, me fui a la calle y me quedé sentado en el escalón…

No había más que contar…

4

SI QUIERES SEGUIR VIVO…

Tuvieron que pasar dos días, con sus noches, para que en el pueblo florecieran toda una suerte de rumores sobre la muerte del párroco. Que si murió a manos de unos rojos comunistas. Que si unos vagabundos fueron sorprendidos robando y terminaron con su vida. Que si él mismo fue quien se suicidó. Que si un accidente…

El hombre ha alcanzado en sus miles de años de evolución el don de la ambigüedad. Con las palabras o los actos, o el comportamiento, el miedoso no sabe más que encubrir la verdad para que esta no parezca demasiado verídica. Dulce me esperaba con rostro sombrío y preocupado. Tenía una honda y sincera pena grabada en su mirada, las pupilas parecían descolorarse ante el amago de las lágrimas. Me detuve unos metros antes de llegar a la plaza, quizá quería asegurarme de que para todas las condenas aquella mañana ya había amanecido. La cogí de la mano. Ella no hizo ademán de apartarla, susurrándome algo al oído que no entendí. Caminamos en silencio hasta la joyería, agarrados, casi pegados. Para mí, aquellos momentos no eran reales, tenía la cabeza en otro lugar, aprisionada en el tiempo. Del mundo erraban las cosas al borde del precipicio, donde iban todos los problemas, a un destino que nadie más que el Creador podía controlar.

—Adiel —me dijo una vez que entramos en el edificio, al resguardo de otras escuchas—, ¿qué vas a hacer?

Dentro de la joyería hacía un calor pasmoso, como si el verano hubiese venido de repente a la primavera y tuviese guardada una insolación para sus paredes. Abrí las ventanas de la sala principal y dejé que la tormenta inminente soltara su brisa húmeda en nuestros cuerpos. Me senté cabizbajo a pensar.

—No lo sé. Creo que lo primero que debería hacer es encontrar a Tito, el párroco me contó lo que ya sabes; y le mataron por algo que hizo mi padre. Si hay alguien que puede aclarar muchas cosas sobre todo esto, ese es mi tutor…, pero ¿dónde está?

Objetivamente no tenía ni siquiera la confianza de no saber nada. La curiosidad emergía de mis dudas como lo hacía el miedo de mis obsesiones. Cada vez que intentaba aclarar algo, todo se revolvía más oscuro. Nada más salir del cuartelillo busqué en Dulce una compañía que comiera a grandes trozos toda mi confusión y desorden. Misteriosamente, como todo esto del amor, su comprensión se llenó de una energía abierta y enamoradiza, que hizo más por mí que cualquier otro remedio. Ella reinaba en mi corazón como una princesa destronada de las garras del adiós.

—Además, hoy es viernes —dije con súbita energía—. ¿Sabes lo que eso significa?

—Creo que sí…, hoy es cuando el tal Paulo se acerca al poyete y deposita un billete de quinientas pesetas…, o uno de mil si viene a recoger su prenda, ¿estoy en lo cierto?

Afirmé con la cabeza.

—Hay una cosa que no te he dicho —arrullé.

No me sentía capaz de tragar mi propia saliva. Echaba rápidas y furtivas miradas a Dulce, hacia donde ella estaba sentada con las manos apoyadas sobre sus rodillas, cansada de tantas bobadas.

—La cajita que contenía la llave está vacía. El mismo día que mi tutor se fue me di cuenta de su falta. Estaba dentro de la caja de caudales, tal como yo la había dejado el día anterior, pero vacía, sin la llave dentro. La he buscado por todos lados. Me temo que nos la han robado.

—¿La llave que os confió ese hombre? —dijo asustada—, ¿y qué harás cuando venga y te pregunte por ella?

Un trueno ensordecedor hizo que las palabras se cortaran de repente. Miré al otro extremo de donde estábamos y una confusa maraña de luces producidas por los relámpagos me impresionó sobremanera. Me acerqué a Dulce y bastó el simple roce de su mano, el más leve roce, para infundirme todo el valor que necesitaba en aquellos momentos.

—Si viene y deja quinientas pesetas en el poyete, ¡le seguiré a cierta distancia!, sin que me vea. En cambio, si son mil pesetas…, si son mil pesetas… —callé hundido en una idea que me rondaba—. ¡No vendrá ni Paulo ni ningún otro esta tarde! —terminé sentenciando después de unos segundos de prudencia—. Está muy claro…, ¡escucha!: es imposible que un vulgar ladrón haya sido quien se llevara la llave; primero, porque en la caja de caudales había joyas, un trofeo mucho más valioso que una simple llave, y más de quince mil pesetas en efectivo; segundo, porque un vulgar ladrón te deja la casa hecha añicos, hubiese puesto patas arriba la caja y los muebles…, y hubiera arramblado con todo.

—¿Y si fue don Tito quien se la llevó?

—Eso es lo que pretendo decirte. Seguramente Paulo vino antes de que yo apareciera y le pidió la llave a mi tutor.

—Pero ¿y por qué dejar la caja? Dices que encontraste la cajita en su sitio, encerrada a buen recaudo, pero vacía. Tiene poco sentido volver a dejar el envoltorio dentro de la caja de caudales sin su contenido, ¿no te parece?

Me quedé mirándola durante unos segundos. Observé cómo hacía un esfuerzo por no continuar hablando, preguntándose qué era lo que no me gustaba de lo que estaba diciendo.

—No tengo respuestas para todo —refunfuñé—, pero lo que tenga que pasar, pasará.

Nano traía una escopeta de perdigones de dos cañones abierta sobre el brazo derecho. Venía de cazar liebres, según me dijo. Su descuidada y sucia figura contrastaba con la limpieza del arma y la belleza de su culata en forma de pescuezo de cisne. Siempre me han atraído las armas, son un regalo de la civilización al instinto animal del asesino, el cazador que todos llevamos dentro.

—¿Vas a volver a ir al monte? —le pregunté.

Se sentó a la mesa conmigo, ante una suculenta merendola a base de café, pan con mantequilla y tocino de cielo.

—No sé —dijo—. No sé qué hacer. Hay demasiado barro y los animales no salen de sus madrigueras con tanto frío. La última vez que cacé con un tiempo así lo único que llevé a casa fue un resfriado de cuidado.

—Podrías quedarte aquí conmigo en la joyería el resto de la tarde. Me vendría bien tu compañía.

—¿En serio?

—Pues claro. ¿Por qué crees que te he mandado llamar?

Yo reí sacudiendo una servilleta de paño al mismo tiempo que me levantaba de la silla y dejaba caer la escopeta de Nano sobre un pequeño escabel de madera. El bochornoso calor de la mañana no se había ido todavía y en el comedor la sensación de estar continuamente pegajoso era realmente molesta.

—Necesitaría que me ayudaras en un asunto. ¿Recuerdas lo que te conté sobre ese hombre que vino a la joyería a dejar una cosa en depósito…, el que dice llamarse Paulo?… Te lo conté no hace mucho…, ¡por Dios!, ¡el hombre que tú decías que era un espía y que tenía una pistola en la chaqueta!

Nano negaba con la cabeza una y otra vez. Yo empezaba a impacientarme, el desdén con que a veces le trataba me hacía tener en muchas ocasiones remordimientos muy dolorosos, pero su tontuna muy a menudo me sacaba de quicio.

—Da igual… —terminé por resignarme—. Tú quédate conmigo esta tarde haciéndome compañía…, y por si acaso mantén la escopeta cerca… y cargada.

Oscurecía, pero aún me resistía a encender las luces. A través de las ventanas todavía se podía ver nítidamente el molino derruido de la vieja harinera, un feo edificio de finales del siglo XIX, embellecido con la herida que la escarcha iba dejando por el paso del tiempo. También empezaba a chocar en los cristales la torpe lluvia de la tarde, aquello parecía un suave redoble de pandereta. Me encontraba distraído, soñando, pensando, mirando de vez en cuando a Nano arrancarse pelos de la nariz, medio dormido, cuando alguien entró en la tienda antes de que me diese cuenta. Era doña Soledad con su hijo pequeño, un diablo al que más de una vez había sacudido en la plaza de la iglesia por meterse donde no le llamaban. Hacía ya mucho de aquello… y apenas habían pasado dos años.

—¿Qué se le ofrece, doña Soledad?

—Venía a ver al dueño —dijo en un tono petulante.

—El señor Donabella está de viaje de negocios en La Capital —contesté con poco convencimiento—. ¿Podría serle yo de utilidad?

Me miró de arriba abajo y también lo hizo con Nano. Después de unos segundos ladeó la cabeza y me enseñó sus negros dientes en una ridícula sonrisa.

—Querría ver un crucifijo no muy caro y de un tamaño mediano para Luisito, es un regalo de primera comunión, ¿sabes? Tu patrón me dijo que me haría un precio muy muy especial por ser yo.

—Claro, doña Soledad, miraremos algo para Luisito que…

No me dio tiempo a terminar la frase cuando alguien golpeó el suelo con la virola de un paraguas color negro azabache. Nadie reparó en el hombrecillo delgado y pequeño, con una gorra de cuadros, que acababa de entrar dando paraguazos en la solería de la joyería, porque todos los ojos se volvieron hacia el desconocido que le seguía, un desconocido con un paño blanco, parecido al que utilizan los sacerdotes para cubrirse las manos cuando cogen el copón que lleva el Santísimo Sacramento, cubriéndole la cabeza y parte del rostro.

Todos, incluida la señora Soledad y su Luisito, le miramos como si estuviéramos viendo un fantasma. Aquel paño blanco sobre su cuerpo le daba un aspecto quimérico…, si bien la oscuridad que ya envolvía la joyería ayudaba a crear un tétrico ambiente.

Nano se acercó a los dos individuos y se dispuso a recogerles sus prendas mojadas para dejarlas en el escobero de la sala, cosa que el hombrecillo delgado y pequeño no consintió. El fantasma, con la sábana quitada, era un hombre que mostraba el mismo aplomo altanero que elegancia en su porte. Su traje parecía caro, los pantalones y la chaqueta estaban pulcramente planchados. Indudablemente sastrería inglesa, a juzgar por el gusto de los británicos en el punto espigado y el color gris luminoso. La camisa era azul y la corbata roja, con un nudo ancho y suelto. No llevaba sombrero. Al levantar la cabeza, pues aún no lo había hecho, pude ver el rostro cetrino y el gran mostacho gris que le nublaba media cara, y constantemente arrugaba la frente y dejaba entrever un surco elevado a la altura del sobrecejo. Su mirada era la de un vividor consentido, la de un policía corrupto que da tabaco a los chulos a cambio de una fulana. No aparentaba tener más de cincuenta años, aunque probablemente tuviese algunos más.

Doña Soledad acurrucó al hijo entre sus pechos y el mostrador. Recogió de la mesa la cartera y antes de darse media vuelta y arrancar a andar por medio de entre los dos hombres, me dejó dicho que la mandara llamar en cuanto el dueño del negocio volviese por allí. Al cerrarse la puerta, la campanilla que servía de chivato al entrar alguien a la tienda dejó de sonar entre los dedos del caballero de porte elegante.


Nun support' chill' rumore
(No soporto ese ruido). Es como los cencerros de las vacas,
manc' chill' support'
(tampoco lo soporto) —dijo sonriendo el desconocido.

Se acercó de nuevo a la puerta y miró por la ventanilla, observando un buen rato por la misma. Echó el cerrojo.

—Por lo que he oído, tu padre no se encuentra hoy aquí,
'o vero?
(¿verdad?).

—No, no se encuentra.

—No es su padre, señor —el pobre Nano estaba muy nervioso, incluso para una mente tan poco apurada como la suya la compañía de aquellos dos en soledad le producía un escozor en todo su miedo—, su padre es francés y está muerto.

—El cementerio de la Alegría. —Sin saber cómo, el hombrecillo delgado y pequeño que le acompañaba tenía entre sus manos la escopeta de mi amigo—. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

Yo negué con la cabeza.

—Estoy hablando de la nota que le envió el padre Benito.
Sventurato!
(¡Pobre!), me he enterado de la trágica muerte del bonachón del cura…, unos ladrones…,
che brutta cosa
(vaya desgracia)…

Yo había oído antes palabras irónicas y sarcásticas, pero nunca las había visto tan vivas en los labios de alguien. Uno comprende a lo largo de los años la razón de la razón humana, las maravillas del entendimiento y del amor, pero desgraciadamente también llega a comprender la sinrazón de esa razón y las vergüenzas del entendimiento y del desamor. Estaba muerto de miedo, Nano también.

—Necesitamos que alguien nos ayude. El pobre padre Benito ya no podrá hacerlo, una desdicha, ¿no os parece? —Asentí de nuevo perplejo—. Yo se lo estaba diciendo aquí a mi amigo, ¡quién mejor que un italiano para ayudarnos!… Ayuda entre compatriotas, ya me entendéis. Además, fue el mismo cura quien nos lo dijo… antes… de morir… Antes de que lo mataran,
disgraziatamente
(desgraciadamente), quería decir… ¿Sabéis adonde ha ido o cuándo vuelve el joyero?

Tuve el vislumbre de mí mismo, moreno y pecoso, aún imberbe, con los ojos abiertos en un azul intenso y vivo, delgado y con la nariz achatada, en el reflejo del cristal del mostrador, girando la cabeza, negando en callada sinceridad, sacudiendo mi negro flequillo de un lado a otro. No miraba al frente. No quería mirar. En cambio, aquello parecía conformar las ansias de hablar de aquellos dos hombres.

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