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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (26 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—¡Fred!, ¡Urría! —gritó el cocinero—. ¡Salid a la calle a tomar el aire!… ¡Ya os llamo yo!

No pude mirarle a los ojos, pero aún recordaba de él la imagen que guardaba en mi memoria de la última y única vez que le vi: una mancha oscura en un mantel blanco, arrugado en los pliegues de su delantal. «Sabes que por ti mataría», fue lo que le dijo en aquella ocasión a Pierre.

—No te habrá mandado el viejo cojo a por el almuerzo, ¿verdad? Nunca me perdonaría ser yo el causante de sus diarreas.

Durante un segundo me quedé pensando en lo que había dicho. Me pareció una estupidez.

—Muchacho, es una broma —dijo Tortosa hincando el machete en una madera y clavando sus ojos en mi rostro—. ¿Problemas?

Rompí a llorar. Entre los muchos pesares y dolores que yo había recogido durante todas estas semanas al lado del Francés destacaba, como una peste apegada a mí, el desconsuelo de sentirme desolado por la soledad, otrora tan sentida y en aquel momento tan odiada.

—A Pierre le han matado —murmuré acongojado—. Le han matado.

Tortosa apenas se movió de donde estaba. Apretó los dientes y escupió unas cuantas maldiciones antes de dirigirme la palabra.

—¿Lo viste tú con tus ojos?

Afirmé sorbiéndome los mocos.

—¿Estás seguro de que lo has visto muerto? —El cuerpo del cocinero se irguió hasta casi doblarse por encima del propio mármol—. ¿Le viste muerto? ¡Di!

Mis ojos se entrecerraron de irritación. Tortosa parecía estar terriblemente cansado, y eso me indignaba.

—¡Vi cómo le golpeaban en la cabeza, y cómo se cayó al suelo!

—Muchacho bobalicón, no es tan difícil mi pregunta: ¿puedes asegurarme que estaba muerto?

—¡Por Dios, todo estaba lleno de sangre!

—¿Había tripas por el campo esparcidas? —rugió Tortosa rojo como un tomate—. ¿Los sesos quizá? ¿La cabeza la tenía aplastada bajo una piedra? ¿Le faltaba medio cuerpo?

Le miré confundido.

—No.

—Entonces no lo mates todavía.

Temía decir lo que no quería decir.

—Intenté hacer algo para ayudarle, pero no pude hacer nada. Todo fue muy rápido y cuando me quise dar cuenta me maniataron y me metieron en el maletero de un coche.

—¿Dónde ocurrió?

—En… en el cementerio de la Alegría…, donde están los naranjos.

—¿Has comido?

Negué con la cabeza.

—Después de almorzar iremos allí, mientras… cuéntamelo todo.

Al bajarme del coche miré hacia el cielo en busca de la lluvia que me acompañó la otra tarde. No había indicios de mal tiempo.

—Busquemos primero a ese tal Pañitos.

Seguí a Tortosa y a los otros dos que iban con él. Vestidos de chaqueta, en vez de cocineros parecían boxeadores de una película de los años de antes de la guerra, con los andares propios del cansino balanceo del
ring
.

Tenía ganas de pensar que la excursión terminaría con una buena noticia, que quedaba atrás un maldito día, y que por delante me esperaba una agradable noche. ¡Qué viejo me sentía! La conciencia me indicaba que ya no me pertenecía el candor, ni el triste entusiasmo que asfixia al que es joven y todas las experiencias las quiere para él.

—Aquí ha estado alguien fumando no hace mucho.

Al lado de la sillita a la sombra del limonero había un coro de colillas, una de ellas aún caliente. Tortosa ordenó con la cabeza a cada uno de sus hombres que rodearan el pequeño porche que daba al huerto de naranjos. Yo me pegué a él como una lapa a los corrales de una playa. Miré por encima de su cabeza y por detrás de mi espalda. Por un instante me sentí abatido por la desesperanza, aunque me repuse pronto al divisar a lo lejos, al lado de un pequeño montículo de tierra, la encorvada figura del guarda con una azada cavando lo que parecía ser un bancal de patatas entre dos naranjos de frutas bordes.

—¡Pañitos! —grité.

El hombre se dio la vuelta y nos miró; hizo de su mano derecha una visera con la que taparse del sol.

—¡Voy! —levantó la otra mano y nos saludó.

A medida que se acercaba a nosotros, su sonrisa se hacía cada vez más amplia. Llevaba los mismos pantalones de pana y la misma camisa.

—¡Buenos días!

—¿Qué ha hecho con el Francés?

Tortosa dejó que se acercara el guarda. Este no parecía sentirse incómodo con la fiera mirada que le dedicaba el enclenque cocinero.

—¿Qué ha hecho con el Francés? —preguntó de nuevo.

—No comprendo lo que dice —Pañitos no borraba su sonrisa.

—No me insultes…

—Nunca lo pretendería, pero le puedo asegurar que no sé de qué me está hablando.

De un solo salto la cara del guarda se desencajó. Tortosa le agarró del pelo y le arrastró hasta dar con su cabeza contra el tronco de un naranjo tantas veces como necesitó para abrirle una brecha en la frente del tamaño de un gajo de limón.

—¡Bobo cateto! ¿Dónde coño está el Francés?

El guarda tosía sangre por la boca y apenas podía moverse. Ladeaba la cabeza a uno y otro lado, como si no tuviese cuello.

—¡Fred! ¡Acércate a donde estaba cavando!

El esbirro apareció de la nada y fue directo hacia donde le había mandado su jefe. Se agachó en el suelo y empezó a remover la tierra con todas sus fuerzas. Tortosa se mordía el labio inferior de la boca y resoplaba nervioso con el puño cerrado.

—¡Son papas! —gritó sin alma la mole de músculos.

El rostro de Pañitos, manchado de sangre fresca y del estiércol de los árboles, presentaba un aspecto lamentable. Me miraba suplicante y yo no podía evitar sentir piedad y confusión.

—Ruinosas papas… —murmuró Tortosa.

El guarda empezó a llorar y a temblar. Supongo que se sentiría perdido sin saber muy bien por qué. Toqué nervioso el antebrazo del enclenque cocinero.

—Es una herida sin importancia —dijo Tortosa antes de que yo pudiese decirle palabra—. No le pasará nada. Pero…, si este viejo no quiere decirme lo que quiero escuchar, te aseguro…

—Pero ¿y si no sabe nada? —le dije susurrando.

—Sabe. Este bobalicón sabe.

Con un leve guiño Tortosa indicó a sus acompañantes, a Fred y Urría, que se quedaran con el guarda a intentar sonsacarle alguna información…, si es que sabía algo.

Tortosa me pasó su brazo por los hombros y nos dimos la vuelta. En el eco se escuchaban los golpes secos de patadas y puñetazos, y los chillidos agudos del pobre infeliz pidiendo clemencia.

—No lo matarán, estate tranquilo. Solo le están recordando que si es tan memo y torpe como para recordar nuestras caras, será muy posible que no lo cuente dos veces.

—Pero ¿y si no sabe nada realmente?, ¿y si es inocente?

—Mejor para su conciencia, ¿no crees?

No sé qué pensaría en los momentos de la creación el Dios todopoderoso que erigió el mundo, pero si el hacedor de los sentimientos fue idéntico arquitecto para unos que para otros, no me creo capaz, ni lo hice entonces, de imaginar dolor más infiel que aquel que es producido por una misma conciencia nacida de la humanidad.

Anduvimos unos veinte metros hacia el interior del huerto. Ya solo se escuchaba el sonido hueco.

—¿Aquel es el cobertizo? —dijo Tortosa, señalándome las cuatro paredes en las que buscamos refugio el Francés y yo la tarde de mi secuestro.

—Sí —dije aún impresionado por lo que acababa de ver.

—¡Menudas vacas! —El cocinero tocó un cuerno de la más grande de las bovinas—. ¿Y no hacen nada las puñeteras?

—No hacen nada. Solo son vacas.

Tortosa me miró con cierta viveza. Dejó de jugar con el rabo de los animales.

—Demos una vuelta mientras estos terminan su trabajo.

Antes de empezar a caminar me agarró de los brazos y me hizo girar, como queriéndose regodear en mi miedo y desconcierto. El enclenque cocinero tenía el pelo cano y revuelto en un sinfín de remolinos que llenaban toda su cabeza de un mar de curiosas algas blancas, puntiagudas y moteadas con algún que otro claro del gris más pardo que pueda existir. Parecía una garza blanca, con la nariz picuda y rosada, y el cuello largo y esbelto. Estuvo mirándome un rato a los ojos antes de hablar.

—No me importa qué es lo que buscaba el Francés. No me importa qué mierda es la que buscas tú. Pero un juramento es un juramento, y yo los cumplo siempre, aunque la vida me vaya en ello. —Tortosa mantenía sus pesadas y enclenques manos sobre mis hombros—. Yo pongo mi palabra sobre la misma cruz de Jesucristo y juro que no te pasará nada… mientras estés conmigo.

Empezamos a caminar por los eucaliptos, dejando atrás el huerto de naranjos. Yo parecía el alumno avezado en las lecciones del maestro sobre el juramento original, aquel por el que un Dios permitió perpetuar la naturaleza en su propia creación con su original orden; todo mediante una promesa sobre sí mismo. Me creía discípulo de un filósofo griego, de uno de los siete sabios de Grecia.

—Al principio de este mundo no había juramentos. ¿Lo sabías?

—No —negué—, ¿en serio?

—Muchacho, ¡pues claro que no! En los tiempos en los que los hombres no necesitaban mentir, ni matar, ni darse la puñetera puñeta los unos a los otros, no era necesario ser un mentiroso, ni un asesino, ni un jodido puñetero.

Tortosa suspiró. Yo le miré de reojo.

—¿Sabes quién fue Hesíodo?

—No —contesté en voz muy baja.

—¡No te avergüences de no saber algo! ¡Es de tontos y torpes avergonzarse!

Tortosa se detuvo en seco entre dos altos eucaliptos. Por entre aquellos árboles, o el viento correteaba apacible, o de repente se volvía un chorro de calor, o una sacudida de fresco masaje. El tiempo estaba cambiando.

—Hesíodo fue un poeta, como tu padre —dijo quebrando la voz—. Fue quien dijo que la hija de la noche es la discordia, y que ella lleva consigo las querellas, las mentiras, los embrollos, las palabras engañosas…, y, por fin, el juramento.

Me pareció ver un barrunto de civismo en sus palabras, pero me dejé engañar demasiado tarde.

—Para que los juramentos sean más sinceros deben ser mutuos.

—¿Mutuos?

—Claro. No puede haber discordia entre dos que se juran mutuamente. Si es solo uno quien jura, puede surgir la mentira, las querellas, los embrollos o las palabras engañosas. Piensa una cosa: si…, es un decir…, si yo juro que no te pasará nada, que te cuidaré pase lo que pase, poniendo mi vida en peligro y la de mi gente, por ejemplo, y tú en cambio me traicionas no haciendo nada para ayudarme en un momento dado porque te trae sin cuidado lo que a mí me pueda pasar, ¿no podría ser eso una injusticia muy gorda?

—Yo nunca le haría eso.

—¡Por supuesto que no!, pero, contéstame, ¿no podría ser una injusticia muy gorda?

Vi cómo la mirada de Tortosa dejaba de ser la de una persona espontánea. Derrochaba rabia en aquel ceño.

—Solo en el supuesto de que eso fuese así. Pero yo nunca le haría eso.

—¡El supuesto está ahí! —exclamó Tortosa con una calma hipócrita—. No me gusta pensar demasiado en estas cosas. Me pone de los nervios.

Tortosa adoptó una postura antinatural, con ambos brazos retorcidos detrás de su espalda, acuclillado encima de un tronco serrado de eucalipto, y con la cabeza mirando hacia la inmensidad del azul del cielo. El cocinero guardaba silencio, una espera a la sordina.

—¿Quiere que yo también jure algo?

—¿Lo harías?

—Si es lo que quiere, lo haré.

Tortosa se incorporó de un salto. Se alzó delante de mí y me miró más con la nariz que con los ojos.

—El juramento es algo sagrado, ¿comprendes?

Asentí. Abrí las manos, como si con ello pudiese liberar parte de mi malestar.

—Los escitas juraban por el aire, porque para ellos el viento era la libertad y el origen de la mismísima vida…, también juraban por el hierro de sus armas, porque eran ellas las que tenían la muerte de su lado. Juraban por lo que creían, por lo que temían… ¿Por quién o qué jurarás tú?

—Juraré sobre la Biblia.

Mis palabras sonaron solemnes. Tortosa me posó de nuevo su brazo por mis hombros y empezamos a caminar de vuelta al huerto de los naranjos.

—Basta con que lo pienses y lo digas en voz alta. Como hice yo antes, ¿recuerdas?: «Yo pongo mi palabra sobre la misma cruz de Jesucristo y juro que…».

Noté que estaba a punto de decirme algo que creía trascendental, así que me preparé a conciencia y contuve la respiración para escuchar atento.

—Un juramento es como un contrato. El justificante de ese contrato es nuestra palabra, y el testigo, quien soporta esas palabras. En nuestro caso el propio Jesucristo. —Tortosa simuló una carcajada—. ¡Muchacho bobalicón!, ¿sabes qué es el perjurio?

—Creo que sí.

—El rompimiento de un juramento maliciosamente. ¿Y sabes qué le pasa a las personas que cometen perjurio?

—No, no lo sé. Pero supongo que nada bueno puede acarrear el romper un juramento sin un motivo de peso que pueda justificarlo.

Tortosa no pareció escucharme. Siguió hablando como si hubiese un público al que convencer.

—Quien comete perjurio, tarde o temprano será castigado por la propia fe de la que tomó su juramento. Las mayores penalidades le sucederán a lo largo de su vida, y si alguna vez toca con la mano derecha algún lugar santo, como un sepulcro o los altares consagrados de alguna iglesia, será testigo de la única verdad que le espera…, secándosele al perjuro la mano al instante.

Sin darme cuenta estábamos de nuevo a la altura del cobertizo. Tortosa se sopló las manos, que mantenía en alto de manera teatral; terminó metiéndoselas en los bolsillos de la chaqueta. Se paró junto a las vacas.

—¿Has entendido todo lo que te he dicho?

—Lo he entendido todo.

—¿Y aún quieres jurar?

—Me parece justo.

—¿Qué te parece justo, botarate?

—Me llamo Adiel —dije molesto—. No me gusta que me llamen de otra manera.

—Perdona —soltó una carcajada—. ¿Qué es lo que te parece justo, Adiel?

—Me parece justo que si arriesga su vida por salvar la mía, mientras esté yo con usted…, por un juramento, y en parte por la amistad que le unía a Pierre…

—No lo mates todavía…, no sabes si está muerto…

—… y en parte por la amistad que le une a Pierre —continué—, es justo que yo le corresponda de la misma manera.

Me vino de pronto, como en una fotografía sonora el recuerdo de los alaridos del pobre guarda de los naranjos. Ya no se escuchaba nada, pero los remordimientos eran un atronador silencio que acosaba a mi conciencia sin saber muy bien el grado de culpa que yo tenía en aquellos quejidos.

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