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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (38 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—Vaya trato has hecho…

—¿Perdón?

—He dicho que ¡vaya trato que has hecho con Ángelo!

—Yo no creo que haya sido un mal trato. Tenemos aquí a este, cuando vuelva a estar vivo nos podrá decir algo, ¡vamos, digo yo!

—Eres más tonto de lo que creía, Tortosa…

—Sigue hablando así, y de esa manera no sobreviviremos los dos, Pierre…

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir lo que has oído. —El cocinero se ayudó de las manos para ponerse de pie. Se colocó justo encima del Francés, que todavía se encontraba sentado en un descansillo del soportal—. ¿Qué te pasa, amigo?, pareces otra persona totalmente diferente a la que yo conozco.

—¡No digas sandeces! —rugió el Francés—, ¡yo no cambio de piel como los camaleones, así se me antoje hacerlo! ¡Mamarracho! Yo te puedo hacer la misma pregunta: ¿qué te pasa a ti, rastrero sinvergüenza?, ¿te ha cambiado el carácter todo esto?, ¿crees que no me he dado cuenta de lo que quieres hacer?

Yo sabía cómo sonaba esa pregunta en los labios de Pierre, pero aun así esperé a que la reacción del cocinero me mostrara hasta dónde estaba viciada la relación entre ambos.

Tras una reflexión, Tortosa claudicó; no quiso enfrentarse a Pierre.

—Me voy a ver a Donabella…, aquí hace demasiado calor.

El Francés sacudió la cabeza. Se levantó del suelo. Jugó un instante con el bastón entre las manos. El cocinero llegó a mi altura y se dispuso a entrar en la casa.

—¡Tortosa! —llamó Pierre—… Ven…, por favor.

El cocinero se quedó varado, esperando otra llamada. Al ver que no llegaba, se dio la vuelta con la vista levantada al cielo. Sus ojos eran dos témpanos de hielo. Avanzó un solo paso y se detuvo insolente.

—¿Qué quieres?

—No quiero que te enfades, amigo, pero ya has hecho demasiado por nosotros —media sonrisa—. Te agradezco que hayas cuidado de Adiel mientras yo estaba en el hospital. No tienes por qué seguir con esto. En cuanto despierte la bella durmiente nos vamos de aquí…, y te dejo en tu apestoso bar para que sigas intoxicando a tu selecta clientela.

Tortosa sonrió.

—Nunca dejo de cumplir un juramento, Francés, ni siquiera si es para salvar la vida de un bobo carroñero como tú. Seguiré hasta el final, al lado de tu apestoso trasero, pegado como una lapa…

Pierre sonrió.

—Creo que tanto sol no nos ha sentado ni una pizca de bien.

—Opino lo mismo.

Supuse entonces que el lenguaje podía descifrar para mí la verdad de las cosas; pero no era más que pura ilusión. En menos de diez suspiros, el cocinero y el Francés habían pasado del temor y la sospecha a la calma y la confianza. La realidad que se agolpaba entre aquellas miradas no era más que el residuo de una metáfora, un recelo insufrible.

Entramos los tres a la vez en la casa. Mi tutor apenas respiraba engurruñado. Dio un par de vueltas como si fuera una cama de verdad, abrió los brazos en cruz y maulló al igual que una gata en celo. Tenía los ojos apretados más que cerrados.

—¿Qué tipo de sitio es este? —pregunté en voz baja a nadie en particular.

Pierre me contestó:

—Verás…, en un principio esto perteneció a la Iglesia. Fue un enorme granero donde se almacenaban toneladas de diezmos que recogían los curas de los campesinos de la región. Estoy seguro de que daba gusto ver este lugar por aquel entonces, ¡todo rebosante de heno, trigo o manojos y más manojos de zanahorias!

—¿De la Iglesia?

—De la Iglesia, de la Iglesia. Eso fue hace mucho tiempo, muchacho, ni yo había nacido.

—No creí que fuese tan antigua la construcción —dije sorprendido.

—Tendrá más de cien años seguro. —El Francés tragó un poco de aire antes de continuar con la explicación—. Poco después de estallar la guerra, el ejército rebelde lo requisó para que sirviera de tinglado donde guardar baúles de latas de conserva y botas de cuero. Yo mismo estuve aquí una temporada sirviendo como mozo de almacén…

—¿Después de la guerra?, ¿tú aquí?, ¿en esta pocilga? —le interrogué curioso.

—Sí, muchacho, pero ya…

—¡Traidor, sabía que conocías el sitio! —le interrumpió Tortosa.

—Pero ya no me acordaba —continuó el Francés sin hacer caso a la babeante malicia del cocinero—. De lo último que se acuerda uno es de sitios como este, llenos de… de… recuerdos tan lejanos…

El cocinero contempló pensativo el bulto que hacía Donabella en el suelo. Con los puños se golpeó, suavemente, en los muslos.

Yo miraba, sin decir nada.

—No sé cuándo ni cómo, pero llegó a mis oídos que Ángelo compró esta propiedad por cien duros a don Antonio Grádalo Garcilaso, quien a su vez le había ganado las escrituras de la casa y las tierras a un teniente coronel de intendencia en una memorable, fullera y trucada partida de cartas en el casino de La Capital.

—De eso no tenía ni idea —rio Tortosa—. Y ahora sirve de madriguera para ratas y comadrejas, ¿no?

—Desde luego no es ningún hotelito con encanto…

—Pero… —dije contrariado— ¿qué hace aquí mi tutor?…, ¿y de… de esta guisa?

—Yo apostaría a que no lo sabe ni él…

—Entonces está prisionero…

—¿Prisionero sin grilletes? —volvió a reírse el cocinero—. El bueno de Tito nos lo aclarará cuando esté medianamente consciente y decida que ya ha dormido bastante. No creo que tarde mucho en recuperar el sentido…

—En eso tienes razón… —El Francés señaló al suelo, hablaba como si nadie estuviera con él—. Nuestra bella durmiente parece que no quiere dormir más. Se está despertando…

30

UNA PROMESA DE AMOR

Cuando se tiene resaca, los acuerdos y recuerdos afloran todos de golpe en la mente del que la padece. El día anterior consigue ser un infinito muy corto, o un soplo fieramente largo. Las enormes lagunas de decencia que se pierden en una borrachera pueden estar justificadas por un amor despechado, o injuriadas por la lujuria de un pervertido. Pero no era el caso de mi tutor. Él jamás necesitó desquiciarse con el alcohol para ahogar penas o reflotar pesares. Yo nunca le había visto beber. Ni siquiera un poco en las navidades o en las fiestas del pueblo.

Donabella pareció despertar de improviso. Al resoplar, Tortosa y el Francés se inclinaron sobre él para levantarlo, pero mi tutor apretó su trasero en el suelo y opuso toda la resistencia que pudo para no ser ayudado. Intentó hablar y empezó a farfullar como una melé de viejas criticonas en la puerta del mercado. Solo después de tranquilizarse y respirar profundamente unos segundos, consiguió decir las primeras palabras entendibles desde que se derrumbara en el suelo hacía más de cinco horas.

—Dejad que me levante yo solo, sin la ayuda de nadie…, necesito sentir que aún tengo algo de dignidad.

Tito consiguió levantarse, no sin dificultades.

—Me arde horrores la garganta, parece como si una lluvia de alfileres estuvieran clavados en ella.

Se tambaleó varias veces antes de posar sus manos sobre mis hombros.

—¡Cuántas preguntas a las que contestar!, ¿verdad, Adiel?

Lo curioso es que yo no tenía preguntas en ese momento. Me encontraba ausente de la realidad hasta el punto de creerme otra persona. De pie delante de la única puerta, me di cuenta, en una revelación casi estúpida, de que a pesar de la suciedad, la oscuridad y lo bochornoso que resultaba sentirse asqueado por mi propio pasado, Donabella era la única persona en aquel lugar que podría dar un poco de sentido a mi vida.

Empecé a caminar cabizbajo por dentro de la casa, mi tutor no me perdía de vista durante todo el tiempo que pasé errando de aquí para allá. Me puse entre el Francés y el cocinero y él se acercó, sin dejar de mirarme. Hizo un gesto con la mano moviendo los dedos.

—Tito, ¿qué es lo que pasa?

Donabella alargó el suspense como primera respuesta a mi interrogación. Solo me mostró silencio. Pierre tenía el garbo de una estatua tallada en piedra, y Tortosa se fue apagando lentamente en una remota esquina oscura esperando a que allí los ecos resonaran mejor.

Volví a mirar a los ojos de mi tutor. Los tenía rojos, encendidos.

—¿Qué es lo que pasa? —deseaba gritar y abofetearle la cara por haberme abandonado—, ¿qué hacemos aquí?, ¿¡por qué estamos aquí!?…, ¿puede decírmelo?

Inesperadamente, Tito rompió a llorar. Hasta él mismo pareció sorprenderse de su ataque de ansiedad. Se sentó encima de una de las míseras sillas de plástico.

—¿Cuándo quieres que empiece?

—Adiel, yo nunca creí que una promesa de amor pudiera hacer tanto daño, tanto tanto tanto daño…

»Entró en mi vida hace dieciocho años, y lo hizo para nunca más salir de ella.

»Recuerdo todos los detalles del primer día que vi a tu madre: el vestido amarillo y la rebeca roja, el sombrerito, los zapatos brillantes, el olor a almizcle y el perfume de naranja. Iba agarrada al brazo del padre Benito, venían por la alameda huyendo de la policía. Por aquel entonces en La Capital eran tiempos revueltos y nadie se libraba de salir escardado por cualquier cosa en alguna ocasión. Los "listos", por ejemplo, cerraban la plaza Mayor para mandar allí a cuantos más maricones, revolucionarios, comunistas o retrógrados, mejor. De esa manera podían formas filas y ejecutar con un poco de orden y concierto. Era repugnante ver a algunos vecinos gritar en mitad de la calle consignas y canciones en contra de sus propios ideales. Todos estábamos locos por aquel entonces.

»El bueno del cura me pidió que cuidara de ella, que la escondiera un tiempo. Como pago, y en previsión de que pudiera necesitar mi ayuda, tu padre lo había arreglado todo para venderme por dos reales una joyería y unas tierras en el pueblo. Por supuesto, fruto de su sucia carrera en el Tribunal Serenísimo y en la Innombrable. Yo lo sabía, pero entonces no me preocupaba tener cargo de conciencia.

»A Don Benito le habían dado el soplo de que aquella misma noche se pasarían por su ermita a "limpiar" el lugar de apestados. Por eso me la trajo. Tu madre estaba a punto de dar a luz y el
poeta
se encontraba en Francia, donde había ido a rehacer su futuro. Tu padre quería empezar de nuevo lejos de esta ciudad, pero ni don Antonio Grádalo Garcilaso ni Ángelo lo permitirían. Mandaron a un asesino a que le siguiera la pista, a que le diera caza, y a que lo trajera de vuelta. Pero algo debió de salir mal porque nunca volvieron, ni tu padre ni su verdugo. El sicario se limitó a poner un telegrama desde Niza donde decía que "el
poeta
se había callado para siempre".

»El mismo día que tu madre te trajo al mundo, una persona anónima le mandó una copia de ese mismo telegrama. Al principio no quiso entender lo que en él decía, pero al cabo de seis meses sin tener noticia alguna de tu padre acabó por comprender que era mejor recordar a un muerto que esperar a un fantasma…, aunque nunca la vi llorar…, ni una sola lágrima. Tenía tanta pena acumulada que se resistía a soltarla. La quería toda para sí.

»Los tres años que vivimos juntos fueron los más maravillosos de mi vida. Me enamoré perdidamente de ella. El mundo era perfecto. A mí no me importaba que ella no me amara, me conformaba con tenerla a mi lado, con cuidarla, con servirla. Tú crecías muy rápido, y ella te mimaba con pasión. Te acurrucaba en sus brazos y te contaba cosas de tu padre todas las noches, una tras otra. El recuerdo del
poeta
siempre estaba vivo en mi casa. ¡Dios!, ¡cuánto llegué a odiarle, porque era a él, incluso muerto, a quien amaba la mujer que yo más amaba en el mundo! Me sentía dichoso y desgraciado al mismo tiempo.

»Tu madre empezó a sentirse mal cuando tú tenías dos años. El dolor le traspasaba el corazón y había rachas de semanas enteras en las que apenas podía dormir o descansar. Se quedó tan delgada que no tardó en necesitar ayuda para ir a cualquier sitio de la casa. Aun así, a mí me parecía la mujer más bella y delicada del mundo.

»Los médicos dijeron que no se podía hacer nada por su vida. Estaba predestinada a irse joven de este mundo.

»Fue la noche antes de morir cuando me lo contó todo. No quería llevarse ningún secreto a la tumba. Deseaba hacer bien las cosas y marcharse con la conciencia aliviada. Cada una de sus palabras las tengo grabadas en mi cabeza:

»Tito, no puedo morir sin saber que mi hijo vivirá una vida mejor que la mía… Yo no soy más de lo que ves…, pero no merezco tanto castigo. Hace ya muchos años que no estoy viva, desde que Dios me arrebató a mi marido y me dejó sola en este mundo. Tito, he habitado durante los años después de su muerte, pero no he vivido. He habitado en medio de unas paredes calientes en invierno y frescas en verano. He habitado con tu cariño, con el cariño de mi hijo. Pero no he vivido, Tito, no he vivido. Ahora me llega mi último adiós y quiero morir viva, sin secretos. El
poeta
enterró en medio de algún sitio un gran tesoro… No es oro, ni dinero, ni joyas. Enterró decenas de vidas que algún día, cuando Adiel esté preparado, debe devolver a la muerte para que sean enterradas en paz. Tú sabes a qué se dedicaba el
poeta
, lo sabes y por eso lo has despreciado siempre. Pero ¿no es esta casa quizá también obra de su maldad? Debes prometerme una cosa, debes hacerlo por ese amor que me tienes y del que dices tanto te hace sufrir. Debes prometerme que lucharás con todas tus fuerzas para que Adiel nunca tenga que vivir como yo lo he hecho. Matarás si hace falta, mentirás, amarás, traicionarás, te venderás, harás lo necesario para que mi hijo no sufra. Llegará un día en el que vendrá alguien a dejarte una llave en prenda, será la señal de que todo ha empezado. Vendrán días de caos…, el padre Benito le dará a Adiel algo con lo que poder encontrar su legado. La llave es lo que abrirá ese legado… Hazte con ella… Aleja el peligro de mi hijo… Tito…, prométeme que matarás sin piedad si alguien o algo te impide cumplir esta promesa. ¡Prométemelo!

»Lo prometí. Y no he sido capaz de cumplir mi promesa. No he alejado el peligro de ti, Adiel. Lo único que he conseguido es hacer que mi vida tampoco tenga sentido. Ya no. Después de venderla, no.

—¿A quién has vendido tu vida? —preguntó Pierre.

Mi tutor contrajo los labios, vaciló un segundo y luego dijo:

—¿Y eres tú quien me lo pregunta?

Donabella estaba de pie, junto a mí. El Francés volvió su cabeza hacia nosotros y sonrió con su medio guiño.

—Sí, soy yo quien te lo pregunta.

—¿Y no lo adivinas?

—No —dijo—. No tengo tanta inventiva. Dímelo tú.

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