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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (35 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—Di.

Tenía que espabilar si no quería que Tortosa se enfadara conmigo. Bajé la mirada con torpeza, hice un esfuerzo para encontrar mi propia voz.

—No le he visto. Pero tampoco le veo ahora por aquí…

—¿Y has mirado bien, bobo?

—No está en las camillas, ni en el otro lado, con los cadáveres…

—Ni dentro del hospital… No te preocupes, no te voy a hacer sufrir más… Pierre está recibiendo cuidados por quemaduras dentro de una de aquellas ambulancias. Se ha quemado un poco…, el pompis, entre otras cosas.

Dejé que un difuso silencio pasara de largo.

—Gracias.

El cocinero dibujó dos palabras en sus labios. Me las repitió muy bajito al oído y se marchó lanzándome una mirada desnuda, crispada, antipática.

—De nada.

Me quedé paralizado. El tiempo se había detenido. El esqueleto del hospital estaba oculto por las llamas que lo devoraban. Lo único que se asomaba al cielo eran los restos de la capilla emergiendo de una humareda con apariencia de mujer de talle desgarbado.

Poco a poco se desvanecieron mis miedos. Dejé que la luz del crepúsculo me besara.

Fui a ver a Pierre.

27

NOCHE DE RUIDOS

Lo primero que noté cuando me abracé al Francés dentro de la ambulancia fue que sus ropas tenían el mismo olor que el incienso que había en la capilla del hospital, justo antes de salir ardiendo. A decir verdad, todo me parecía impregnado de aquel perfume, un frío aroma de santidad y fe, como si en mis narices se hubieran instalado miles de plegarias. Soplaba un viento cálido de sabor a carbón.

Sentí los dedos de Pierre clavarse en mi espalda. Estaba frío, horrible.

—¿Dónde te habías metido? —me preguntó.

—Salí a dar una vuelta…, te tengo que contar algo —le murmuré.

Era ya mañana despierta. Salimos de la ambulancia. El Francés tenía las manos vendadas y sus pocos pelos olían a chamuscado. Andaba con dificultad.

—¿Qué tienes que contarme?

—Sentémonos allí —dije señalando hacia un apartado corrillo de piedras.

—Date prisa, esos tienen orden de trasladarme a otro hospital —me señaló a dos robustos enfermeros que nos miraban fumando y hablando entre ellos.

No esperé a que se sentara para empezar a hablar.

—¡Tenías razón! ¡Tenías toda la razón con respecto a Tortosa! ¡Ha tenido que ser él! ¡Ha sido horrible!… ¡No tengo pruebas…, pero no puedo estar equivocado!… Además, ¡tiene quemaduras en su antebrazo!…, seguro que se las hizo provocando el incendio, ¡estoy seguro!…

—¡Un momento!, para, para…, ¡para! Empieza por el principio…, por favor… —dijo bajando la voz—. Antes de nada, ¿puedes decirme dónde estabas?

Pierre tenía el rostro cansado.

—Sí…, claro, perdona —respiré hondo—. No podía descansar con tus ronquidos, así que decidí salir a dar una vuelta por el hospital. Estaba como sonámbulo, perdido por los pasillos, medio dormido. Entré en la capilla que hay…, había…, justo detrás de donde estaba tu habitación, a las espaldas de ella…, al final del corredor…, cuatro o cinco pasillos más allá…, en… en…

—¡Sé dónde estaba la capilla, por Dios! ¿Quieres seguir?…, por favor.

Titubeé un instante. Asentí y continué.

—Me quedé dormido encima de un banco dentro del oratorio. Cuando ya regresaba para tu habitación escuché hablar de manera alterada a dos personas.

—Dos personas…

—Sí, creo que era el capellán y una de las enfermeras del hospital…, una monja, supongo, él la llamaba hermana.

—¿Escuchaste lo que decían?

El Francés me miraba preocupado.

—Puedes hablar en voz baja…, pero no despacio —dijo enseñándome su media sonrisa—. No creo que tarden mucho aquellos dos en venir a buscarme.

—Ella le contaba al otro que había reconocido a alguien ese mismo día, ¡creo que en la misma madrugada! Estaba muy asustada. Tenía motivos para estarlo…

—Me estoy perdiendo, Adiel. ¿Dijo la hermana a quién había reconocido?, ¿lo dijo?

—No señaló a nadie en concreto. No dio nombres. Le confesó al capellán que ella había sido testigo de un horrendo crimen en Francia, y que esa persona fue quien lo cometió. En ningún momento lo describió…, o dijo su nombre. Lo único que le escuché decir fue que él la había mirado a los ojos y que reconoció en sus pupilas la ira y el odio que vio la noche en la que presenció ese asesinato.

Pierre dudó un segundo, luego asintió.

—Y piensas que ese hombre puede ser Tortosa, ¿no es eso?

—¿Quién si no?

—¿A tu padre? —susurró—. ¿Crees que a quien mató fue a tu padre?

No lo había pensado. No contesté nada.

—De todas maneras no creo que corramos peligro…, de momento. Tuvo que eliminar a una testigo…

—Y casi nos mata a todos —dije molesto.

—Él es un sinvergüenza, cierto…, pero no creo que sea un asesino sin escrúpulos. Esto ha sido un accidente, sin más.

—¿Y qué hacemos? —dije impotente.

—Nada.

El Francés me miraba sin pestañear.

—¡No podré tratarle como si nada! —protesté.

—¡No seas infantil!

Yo observaba tenso al Francés, mirando por encima de su hombro a los dos robustos enfermeros que comenzaban a deslizarse a paso de tortuga hacia nosotros.

—No le pierdas de vista —me dijo—. Sabe más de lo que nos quiere hacer creer. Vigila también a Clarisse.

Las llamas habían terminado de arrancar los cimientos del hospital y todo aquel amasijo de escombros era una carbonera humeante. Entre el polvo de las cenizas y la aurora, la mañana tenía el color de una mala llantina.

—¡Mataría por uno de mis cigarrillos!

Los brazos fornidos de los enfermeros levantaron en volandas a Pierre. Antes de echar a andar entre los dos sanitarios me sonrió, dulcificando mi mosqueo.

—Quédate en el restaurante de ese viejo bribón. Iré a buscarte mañana por la noche, a mucho tardar. Recuerda lo que te he dicho…

Me quedé perplejo, sentado en aquel corrillo de piedras en el suelo, viendo cómo el Francés se alejaba poco a poco. No fue hasta que este se dispuso a entrar en la parte de atrás de la ambulancia cuando me di cuenta de algo; a trompicones conseguí llegar hasta la ventanilla del vehículo.

—¿Has sido tú quien me ha sacado del interior del hospital? —le grité—. ¿Has sido tú?

Pierre se asomó por el cristal y negó con la cabeza. Una sensación agria violentó mi estómago. Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Volví a sentarme en el corrillo a esperar que se hiciera completamente de día.

Un poco antes de medianoche abrí los ojos. Abajo se escuchaba el eco de unos golpes secos. Apenas había luz. En la calle una ventisca apuraba los últimos rayos de una tormenta, y de vez en cuando el fogonazo alumbraba toda la galería, llenando cada uno de mis pasos de un poco más de fatiga. Seguí el rastro del ruido hasta la cocina. Me quedé parado unos segundos, detrás de la puerta. Silencio. Oí un suspiro. Volvieron los porrazos ásperos después de una pausa, esta vez más intensos.

—¿Fred? —grité, sin apenas fuerza.

Escuché cómo de pronto callaban los golpes.

—¿Eres tú? —insistí.

Casi me desplomo en sus brazos del susto cuando la puerta se abrió de repente. Fred sostenía una maza de madera en una mano y un enorme pulpo de más de un metro en la otra.

—Pasa y cierra la puerta.

En la encimera flotaban varios octópodos sobre una gelatinosa materia grisácea. La bombilla parpadeaba al compás de las llamas azules del butano.

—Me relaja trabajar por la noche, sobre todo cuando no puedo pegar ojo. ¿Tú tampoco puedes dormir?

Asentí con un bostezo. Fred se acercó a un rincón de la alacena y cogió un puñado de sal que echó dentro de la olla que estaba en el fuego.

—Mañana pondremos pulpo
a feira
con cachelos. Especialidad del tito Fred.

Le veía triste y dolorido. Siguió dando mazazos a los pulpos encima del mármol. Callaba y yo me mantenía a la espera.

—¿Te ayudo? —le dije al cabo de unos minutos.

Me miró sin una pizca de fe.

—¿Quieres mancharte las manos?

—Sí —dije.

—¿Sí? —Fred rio—, ¿estás seguro?

—Claro que lo estoy —contesté remangándome el pijama—. No hay nada más divertido que pegarle una paliza a los pulpos. En mi casa, en el pueblo, solíamos hacerlo muy a menudo.

El cocinero apenas sonrió. Sacó de debajo de la mesa otra maza y me la dio, igual de gastada que la que él llevaba.

—Nunca te ofrezcas a mancharte las manos por nadie —soltó una carcajada seca y corta—. Podría costarte muy caro.

—No te preocupes por eso —le contesté—, pocas veces dejo que nadie me pida nada, y cuando lo hacen casi siempre tengo mucho que hacer.

—Cuentos…

—¿Cuentos?

—Digo que lo que has dicho es un cuento, un montón de palabras sin sentido. No intentes hacerte el listo conmigo, muchacho, no por hacerte el simpático… me caerás mejor…

Nos miramos en silencio los dos. Fred estaba pensativo. Yo aparentaba estarlo también, cuando en realidad me moría de nerviosismo por dentro. Las noches de la primavera seguían siendo largas y aquella en particular lo era demasiado.

Fred dejó de golpear al animal y bajó su mirada hasta lo más profundo de su alma. Arrojó violentamente la maza de madera a la chimenea y se quitó de un tirón el delantal que llevaba puesto.

—Mi mal humor no tiene nada que ver contigo, muchacho.

Se sentó en un taburete y empezó a suspirar con la cara escondida entre sus manos.

—¡Mierda de vida!

Me mantuve allí inmóvil, con la maza en una mano y un pulpo viscoso y molido a palos en la otra; tanto tiempo como el que necesité para atreverme a preguntar qué le pasaba. Me detuve a unos milímetros de Fred, sintiendo el aire cálido de sus pulmones flotar en la estancia.

—Sé que a Urría no le pasará nada. Antes de que puedan hacerle daño, él mismo se encargaría de terminar con su sufrimiento. Eso no me preocupa…, lo que me carcome por dentro es pensar que…

El cocinero calló. Volvió a levantarse y recogió la maza de madera de la chimenea apagada. Después retrocedió de donde estaba, como temiendo que sus palabras se hubiesen condensado en aquel rincón de la cocina. Apartó su mirada de cualquier lugar y reanudó el ritual del apaleamiento. Quedé a su espalda, totalmente apartado.

—Puedes confiar en nuestra amistad —murmuré—. Si algo te… preocupa…

La mirada de Fred volvió a fijarse, insegura, en mí.

—Al parecer, quien no es digno de confianza soy yo.

Mis manos se movían inquietas, temía abusar de mi necedad.

—¿Qué es lo que te carcome? —decidí insistir.

—En realidad nada importante, supongo.

El revoloteo de una palomilla, el chorreo de goterones clavándose en la ventanilla de la alacena y el continuo movimiento de las agujas de algún reloj de pared; todos esos sonidos llegaban a mis oídos atravesando la testaruda indiferencia de Fred. El cocinero volvió a martillear a los pulpos, pero esta vez no paró de hablar, ni siquiera para dejar que reposaran sus palabras en mi mente.

—No seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre nadie, pero ¿cómo se puede ser tan necio?

—¿Tan necio?, ¿quién es necio?

—¿¡Quién va a ser!?

—¿Tortosa?

Fred abrió levemente los ojos. No dejó que la sorpresa se reflejara en su rostro y se limitó a seguir hablando y chillando como una matrona en celo.

—¡Me cuesta creer que la idea de dejar a Urría como prenda a don Ángelo haya sido suya!

—No…

—Tortosa ha perdido su fe en mí…

—No creo que eso sea cierto —intenté consolarle.

—Tortosa nunca ha sido un hombre ambicioso, ni un malagradecido. Siempre ha sacado tiempo de donde sea para dedicarle a su negocio, a su gente. Es un hombre de palabra y un hombre de honor. Desde hace tiempo le encuentro diferente, y ¡no pienses que tiene que ver contigo, o con el puñetero tesoro de tu padre! Algo le ha cambiado…

Alzó el rostro hasta tocar con su barbilla la punta de mi nariz.

—Ha tenido que ser esa zorra…

Por sus muecas se adivinaba la tristeza que le embargaba. La tortura de sus gestos era la triste tristeza del que se sabe complacido por un amante que no le ama con la misma pasión que deposita el amado.

—Desde que Clarisse apareció…, Tortosa es otra persona…

Fred se restregó por la cara un trapo más sucio que sus propias manos. Abrió la puerta de la cocina que daba al callejón y me invitó a que le siguiera.

—Vamos a dar una vuelta —me dijo—. Tomaremos un poco el fresco, aquí hace demasiado calor.

Atrancó la puerta por fuera con un bidón de gasolina y nos pusimos a caminar, él a mi derecha, un poco más adelantado que yo. No le pregunté nada porque yo ya sabía que Fred tarde o temprano me diría lo que se le antojara decirme. El cielo estaba negruzco, mucho más oscuro que una noche normal; las estrellas se ocultaban detrás de los densos nubarrones, y la luna apenas había despertado de su siesta. Desfilamos uno detrás del otro por un falso pasaje de piedras, muy estrecho; una vereda que algunos vecinos habían cimentado por su cuenta con la intención de atajar camino para ir a las afueras, a la zona de tiendas, y así evitar cruzar toda la calzada principal. Era curioso ver por allí cañaverales, en pleno centro de la ciudad, escondidos entre añosas paredes de piedra y espesas capas de cal. El soniquete aburrido de las ranas se confundía con la orgiástica música de los grillos. La bocina de una ambulancia resonaba a destiempo y el llanto desconsolado de un bebé imperaba solitario sobre el armazón de hormigón de un edificio viejísimo. Aquella también era la noche de los ruidos. Nos detuvimos al borde de un antiguo pozo.

—Tortosa lleva días que no aparece por el restaurante, ni por casa…, y me consta que no ha estado todo el tiempo con el Francés en el hospital, ¿verdad?

—El último día que estuvo en el hospital fue el sábado que hizo el trato con Ángelo.

—Hoy estamos a lunes…

—Ya es martes —dije señalando al cielo.

—Nunca lo había hecho. Tres días seguidos. No es nada normal en él…, ausentarse de su negocio…, sin avisar, sin llamar, sin dejar una nota…, no es normal…

—En realidad, ahora que lo pienso, sí ha estado después de ese sábado en el hospital. Lo había olvidado…

Fred reanudó la marcha. Él por delante y yo atrás. Seguimos por el mismo atajo, el frescor de la noche empezaba a notarse.

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