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Authors: Grabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera (34 page)

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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Florentino Ariza no lo supo hasta muchos días después, cuando el esposo fugitivo fue capturado y relató a los periódicos las razones y la forma del crimen. Durante muchos años pensó con temor en las cartas firmadas, llevó la cuenta de los años de cárcel del asesino que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques, pero no le temía tanto al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como a la mala suerte de que Fermina Daza se enterara de su deslealtad. En los años de espera, la mujer que cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el mercado más de lo previsto por causa de un aguacero fuera de estación, y cuando volvió a la casa la encontró muerta. Estaba sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y una sonrisa tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino al cabo de dos horas. Poco antes había repartido entre los niños del vecindario la fortuna en oros y pedrerías de las múcuras enterradas debajo de la cama, diciéndoles que se podían comer como caramelos, y no fue posible recuperar algunas de las más valiosas. Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda de La Mano de Dios, que todavía era conocida como el Cementerio del Cólera, y le sembró sobre la tumba una mata de rosas.

Desde las primeras visitas al cementerio, Florentino Ariza descubrió que muy cerca de allí estaba enterrada Olimpia Zuleta, sin lápida, pero con el nombre y la fecha escritos con el dedo en el cemento fresco de la cripta, y pensó horrorizado que era una burla sangrienta del esposo. Cuando el rosal floreció le dejaba una rosa en la tumba, si no había nadie a la vista, y más tarde le plantó una cepa cortada del rosal de la madre. Ambos rosales proliferaban con tanto alborozo, que Florentino Ariza tenía que llevar las cizallas y otros hierros de jardín para mantenerlos en orden. Pero fue superior a sus fuerzas: a la vuelta de unos años los dos rosales se habían extendido como maleza por entre las tumbas, y el buen cementerio de la peste se llamó desde entonces el Cementerio de las Rosas, hasta que algún alcalde menos realista que la sabiduría popular arrasó en una noche con los rosales y le colgó un letrero republicano en el arco de la entrada: Cementerio Universal.

La muerte de la madre dejó a Florentino Ariza condenado otra vez a sus compromisos maniáticos: la oficina, los encuentros por turnos estrictos con las amantes crónicas, las partidas de dominó en el Club del Comercio, los mismos libros de amor, las visitas dominicales al cementerio. Era el óxido de la rutina, tan denigrado y tan temido, pero que a él lo había protegido de la conciencia de la edad. Sin embargo, un domingo de diciembre, cuando ya los rosales de las tumbas les habían ganado a las cizallas, vio las golondrinas en los cables de la luz eléctrica recién instalada, y se dio cuenta de golpe de cuánto tiempo había pasado desde la muerte de su madre, y cuánto desde el asesinato de Olimpia Zuleta, y tantos cuántos desde aquella otra tarde del diciembre lejano en que Fermina Daza le mandó una carta diciéndole que sí, que lo amaría hasta siempre. Hasta entonces se había comportado como si el tiempo no pasara para él sino para los otros. Apenas la semana anterior se había encontrado en la calle con una de las tantas parejas que se casaron gracias a las cartas escritas por él, y no reconoció al hijo mayor, que era su ahijado. Resolvió el bochorno con el aspaviento convencional: “¡Carajo, si ya es un hombre!”. Seguía siendo así, aun después de que el cuerpo empezó a mandarle las primeras señales de alarma, porque siempre había tenido la salud de piedra de los enfermizos. Tránsito Ariza solía decir: “De lo único que mi hijo ha estado enfermo es del cólera”. Confundía el cólera con el amor, por supuesto, desde mucho antes de que se le embrollara la memoria. Pero de todos modos se equivocaba, porque el hijo había tenido en secreto seis blenorragias, si bien el médico decía que no eran seis sino la misma y única que volvía a aparecer después de cada batalla perdida. Había tenido además un incordio, cuatro crestas y seis empeines, pero ni a él ni a ningún hombre se le hubiera ocurrido contarlos como enfermedades sino como trofeos de guerra.

Apenas cumplidos los cuarenta años había tenido que acudir al médico con dolores indefinidos en distintas partes del cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le había dicho: “Son cosas de la edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse siquiera si todo eso tenía algo que ver con él. Pues el único punto de referencia de su pasado eran sus amores efímeros con Fermina Daza, y sólo lo que tuviera algo que ver con ella tenía algo que ver con las cuentas de su vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas en los cables de luz repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus amores de ocasión, los incontables escollos que había tenido que sortear para alcanzar un puesto de mando, los incidentes sin cuento que le había causado su determinación encarnizada de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por encima de todo y contra todo, y sólo entonces descubrió que se le estaba pasando la vida. Lo estremeció un escalofrío de las vísceras que lo dejó sin luz, y tuvo que soltar las herramientas de jardín y apoyarse en el muro del cementerio para que no lo derribara el primer zarpazo de la vejez.

—¡Carajo —se dijo aterrado—, todo hace treinta años!

Así era. Treinta años que habían pasado también para Fermina Daza, desde luego, pero que habían sido para ella los mas gratos y reparadores de su vida. Los días de horror del Palacio de Casalduero estaban relegados en el basurero de la memoria. Vivía en su nueva casa de La Manga, dueña absoluta de su destino, con un marido que volvería a preferir entre todos los hombres del mundo si hubiera tenido que escoger otra vez, con un hijo que prolongaba la tradición de la estirpe en la Escuela de Medicina, y una hija tan parecida a ella cuando tenía su edad, que a veces la perturbaba la impresión de sentirse repetida. Había vuelto tres veces a Europa después del viaje desgraciado que había previsto para no volver jamás por no vivir en el espanto perpetuo.

Dios debió escuchar por fin las oraciones de alguien: a los dos años de estancia en París, cuando Fermina Daza y Juvenal Urbino empezaban apenas a buscar lo que quedara del amor entre los escombros, un telegrama de media noche los despertó con la noticia de que doña Blanca de Urbino estaba enferma de gravedad, y fue casi alcanzado por otro con la noticia de la muerte. Regresaron de inmediato. Fermina Daza desembarcó con una túnica de luto cuya amplitud no alcanzaba a disimular su estado. Estaba encinta otra vez, en efecto, y la noticia dio origen a una canción popular más maliciosa que maligna, cuyo estribillo estuvo de moda el resto del año: Qué será lo que tiene la bella en Pans, que siempre que va regresa a parir. A pesar de la ordinariez de la letra, el doctor Juvenal Urbino la ordenaba hasta muchos años después en las fiestas del Club Social como una prueba de su buen talante.

El noble palacio del Marqués de Casalduero, de cuya existencia y blasones no se encontró nunca una noticia cierta, fue vendido primero a la Tesorería Municipal por un precio adecuado, y más tarde revendido por una fortuna al gobierno central, cuando un investigador holandés estuvo haciendo excavaciones para probar que allí estaba la tumba verdadera de Cristóbal Colón: la quinta. Las hermanas del doctor Urbino se fueron a vivir en el convento de las Salesianas, en reclusión sin votos, y Fermina Daza permaneció en la antigua casa de su padre hasta que estuvo terminada la quinta de La Manga. Entró en ella pisando firme, entró a mandar, con los muebles ingleses traídos desde el viaje de bodas y los complementarios que hizo venir después del viaje de reconciliación, y desde el primer día empezó a llenarla de toda clase de animales exóticos que ella misma iba a comprar en las goletas de las Antillas. Entró con el esposo recuperado, con el hijo bien criado, con la hija que nació a los cuatro meses del regreso y a la cual bautizaron con el nombre de Ofelia. El doctor Urbino, por su parte, entendió que era imposible recuperar a la es~ posa de un modo tan completo como la tuvo en el viaje de bodas, porque la parte de amor que él quería era la que ella le había dado a los hijos con lo mejor de su tiempo, pero aprendió a vivir y a ser feliz con los residuos. La armonía tan anhelada culminó por donde menos lo esperaban en una cena de gala en que sirvieron un plato delicioso que Fermina Daza no logró identificar. Empezó con una buena ración, pero le gustó tanto que repitió con otra igual, y estaba lamentando no servirse la tercera por remilgos de urbanidad, cuando se enteró de que acababa de comerse con un placer insospechado dos platos rebosantes de puré de berenjena. Perdió con galanura: a partir de entonces, en la quinta de La Manga se sirvieron berenjenas en todas sus formas casi con tanta frecuencia como en el Palacio de Casalduero, y eran tan apetecidas por todos que el doctor Juvenal Urbino alegraba los ratos libres de la vejez repitiendo que quería tener otra hija para ponerle el nombre bien amado en la casa: Berenjena Urbino.

Fermina Daza sabía entonces que la vida privada, al contrario de la vida pública, era tornadiza e imprevisible. No le era fácil establecer diferencias reales entre los niños y los adultos, pero en último análisis prefería a los niños, porque tenían criterios más ciertos. Apenas doblado el cabo de la madurez, desprovista por fin de cualquier espejismo, empezó a vislumbrar el desencanto de no haber sido nunca lo que soñaba ser cuando era joven, en el parque de Los Evangelios, sino algo que nunca se atrevió a decirse ni siquiera a sí misma: una sirvienta de lujo. En sociedad terminó por ser la más amada, la más complacida, y por lo mismo la más temida, pero en nada se le exigía con más rigor ni se le perdonaba menos que en el gobierno de la casa. Siempre se sintió viviendo una vida prestada por el esposo: soberana absoluta de un vasto imperio de felicidad edificado por él y sólo para él. Sabía que él la amaba más allá de todo, más que a nadie en el mundo, pero sólo para él: a su santo servicio.

Si algo la mortificaba era la cadena perpetua de las comidas diarias. Pues no sólo tenían que estar a tiempo: tenían que ser perfectas, y tenían que ser justo lo que él quería comer sin preguntárselo. Si ella lo hacía alguna vez, como una de las tantas ceremonias inútiles del ritual doméstico, él ni siquiera levantaba la vista del periódico para contestar: “Cualquier cosa”. Lo decía de verdad, con su modo amable, porqe no podía concebirse un marido menos despótico. Pero a la hora de comer no podía ser cualquier cosa, sino justo lo que él quería, y sin la mínima falla: que la carne no supiera a carne, que el pescado no supiera a pescado, que el cerdo no supiera a sama, que el pollo no supiera a plumas. Aun cuando no era tiempo de espárragos había que encontrarlos a cualquier precio, para que él pudiera solazarse en el vapor de su propia orina fragante. No lo culpaba a él: culpaba a la vida. Pero él era un protagonista implacable de la vida. Bastaba el tropiezo de una duda para que apartara el plato en la mesa, diciendo: “Esta comida está hecha sin amor”. En ese sentido lograba estados fantásticos de inspiración. Alguna vez probó apenas una tisana de manzanilla, y la devolvió con una sola frase: “Esta vaina sabe a ventana”. Tanto ella como las criadas se sorprendieron, porque nadie sabía de alguien que se hubiera bebido una ventana hervida, pero cuando probaron la tisana tratando de entender, entendieron: sabía a ventana.

Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni cerraba una puerta. En la oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa, ella le oía decir: “Uno necesitaría dos esposas, una para quererla, y otra para que le pegue los botones”. Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y en seguida un desahogo: “El día que me largue de esta casa' ya sabrán que ha sido porque me aburrí de andar siempre con la boca quemada”. Decía que nunca se hacían almuerzos tan apetitosos y distintos como los días en que él no podía comerlos por haberse tomado un purgante, y estaba tan convencido de que era una perfidia de la esposa, que terminó por no purgarse si ella no se purgaba con él.

Hastiada de su incomprensión, ella le pidió un regalo insólito en su cumpleaños: que hiciera él por un día los oficios domésticos. Él aceptó divertido, y en efecto tomó posesión de la casa desde el amanecer. Sirvió un desayuno espléndido, pero olvidó que a ella le caían mal los huevos fritos y no tomaba café con leche. Luego impartió las instrucciones para el almuerzo de cumpleaños con ocho invitados y dispuso el arreglo de la casa, y tanto se esforzó por hacer un gobierno mejor que el de ella, que antes del mediodía tuvo que capitular sin un gesto de vergüenza. Desde el primer momento se dio cuenta de no tener la menor idea de dónde estaba nada, sobre todo en la cocina, y las sirvientas le dejaron revolverlo todo para buscar cada cosa, pues también ellas jugaron el juego. A las diez no se habían tomado decisiones para el almuerzo porque todavía no estaba terminada la limpieza de la casa ni el arreglo del dormitorio, el baño se quedó sin lavar, olvidó poner el papel higiénico, cambiar las sábanas, y mandar al cochero a buscar los hijos, y confundió los oficios de las criadas: ordenó a la cocinera que arreglara las camas y puso a cocinar a las camareras. A las once, cuando ya estaban a punto de llegar los invitados, era tal el caos en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de risa, pero no con la actitud triunfal que hubiera querido, sino estremecida de compasión por la inutilidad doméstica del esposo. Él respiró por la herida con el argumento de siempre: “Al menos no me fue tan mal como te iría a ti tratando de curar enfermos”. Pero la lección fue útil, y no sólo para él. En el curso de los años ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo, ni amarse de otro modo: nada en este mundo era más difícil que el amor.

En la plenitud de su nueva vida, Fermina Daza veía a Florentino Ariza en diversas ocasiones públicas, y con tanta más frecuencia cuanto más ascendía él en su trabajo, pero aprendió a verlo con tanta naturalidad que más de una vez se olvidó de saludarlo por distracción. Oía hablar de él a menudo, porque en el mundo de los negocios era un tema constante su escalada cautelosa pero incontenible en la C.F.C. Lo veía mejorar sus modales, su timidez se decantaba como una cierta lejanía enigmática, le sentaba bien un ligero aumento de peso, le convenía la lentitud de la edad, y había sabido resolver con dignidad la calvicie arrasadora. Lo único que siguió desafiando hasta siempre al tiempo y a la moda fueron sus atuendos sombríos, las levitas anacrónicas, el sombrero único, las corbatas de cintas de poeta de la mercería de su madre, el paraguas siniestro. Fermina Daza se fue acostumbrando a verlo de otro modo, y terminó por no relacionarlo con el adolescente lánguido que se sentaba a suspirar por ella bajo los ventarrones de hojas amarillas del parque de Los Evangelios. En todo caso, nunca lo vio con indiferencia, y siempre se alegró con las buenas noticias que le daban sobre él, porque poco a poco la iban aliviando de su culpa.

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