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Authors: Grabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera (30 page)

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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El ciclón pasó de largo, pero sus galemas desbarataron en quince minutos los barrios de las ciénagas y causaron destrozos en media ciudad. El doctor Juvenal Urbino, satisfecho una vez más con la generosidad del tío León XII, no esperó a que escampara por completo, y se llevó por distracción el paraguas personal que Florentino Ariza le prestó para llegar hasta el coche. Pero a éste no le importó. Al contrario: se alegró de pensar en lo que Fermina Daza iba a pensar cuando supiera quién era el dueño del paraguas. Estaba todavía turbado por la conmoción de la entrevista cuando Leona Cassiani pasó por su oficina, y le pareció una ocasión única para revelarle el secreto sin más vueltas, como reventar un nudo de golondrinos que no lo dejaba vivir: ahora o nunca. Empezó por preguntarle qué pensaba del doctor Juvenal Urbino. Ella le contestó casi sin pensarlo: “Es un hombre que hace muchas cosas, demasiadas quizás, pero creo que nadie sabe lo que piensa”. Luego reflexionó, despedazando el borrador del lápiz con sus dientes afilados y grandes, de negra grande, y al final se encogió de hombros para liquidar un asunto que la tenía sin cuidado.

—A lo mejor es por eso que hace tantas cosas —dijo—: para no tener que pensar.

Florentino Ariza intentó retenerla.

—Lo que me duele es que se tiene que morir —dijo.

—Todo el mundo tiene que morirse —dijo ella.

—Sí —dijo él—, pero éste más que todo el mundo.

Ella no entendió nada: volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue. Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo jamás, ni a la misma Leona Cassiani, no porque no quisiera abrir para ella el cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave.

No era eso, sin embargo, lo más estremecedor de aquella tarde. Le quedaba la nostalgia de sus tiempos jóvenes, el recuerdo vívido de los Juegos Florales, cuyo estruendo resonaba cada 15 de abril en el ámbito de las Antillas. Él fue siempre uno de sus protagonistas, pero siempre, como en casi todo, un protagonista secreto. Había participado varias veces desde el concurso inaugural, veinticuatro años antes, y nunca obtuvo ni la última mención. Pero no le importaba, pues no lo hacía por la ambición del premio, sino porque el certamen tenía para él una atracción adicional: Fermina Daza fue la encargada de abrir los sobres lacrados y proclamar los nombres de los ganadores en la primera sesión, y desde entonces quedó establecido que siguiera haciéndolo en los años siguientes.

Escondido en la penumbra de las lunetas, con una camelia viva latiéndole en el ojal de la solapa por la fuerza del anhelo, Florentino Ariza vio a Fermina Daza abriendo los tres sobres lacrados en el escenario del antiguo Teatro Nacional, la noche del primer concurso. Se preguntó qué iba a suceder en el corazón de ella cuando descubriera que él era el ganador de la Orquídea de Oro. Estaba seguro de que reconocería la letra, y que en aquel instante había de evocar las tardes de bordados bajo los almendros del parquecito, el olor de las gardenias mustias en las cartas, el valse confidencial de la diosa coronada en las madrugadas de viento. No sucedió. Peor aún: la Orquídea de Oro, el galardón más codiciado de la poesía nacional, le fue adjudicada a un inmigrante chino. El escándalo público que provocó aquella decisión insólita puso en duda la seriedad del certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una justificación en la excelencia del soneto.

Nadie creyó que el autor fuera el chino premiado. Había llegado a fines del siglo anterior huyendo del flagelo de fiebre amarilla que asoló a Panamá durante la construcción del ferrocarril de los dos océanos, junto con muchos otros que aquí se quedaron hasta morir, viviendo en chino, proliferando en chino, y tan parecidos los unos a los otros que nadie podía distinguirlos. Al principio no eran más de diez, algunos de ellos con sus mujeres y sus niños y sus perros de comer, pero en pocos años desbordaron cuatro callejones de los arrabales del puerto con nuevos chinos intempestivos que entraban en el país sin dejar rastro en los registros de aduana. Algunos de los jóvenes se convirtieron en patriarcas venerables con tanta premura, que nadie se explicaba cómo habían tenido tiempo de envejecer. La intuición popular los dividió en dos clases: los chinos malos y los chinos buenos. Los malos eran los de las fondas lúgubres del puerto, donde lo mismo se comía como un rey o se moría de repente en la mesa frente a un plato de rata con girasoles, y de las cuales se sospechaba que no eran sino mamparas de la trata de blancas y el tráfico de todo. Los buenos eran los chinos de las lavanderías, herederos de una ciencia sagrada, que devolvían las camisas más limpias que si fueran nuevas, con los cuellos y los puños como hostias recién aplanchadas. Fue uno de estos chinos buenos el que derrotó en los Juegos Florales a setenta y dos rivales bien apertrechados.

Nadie entendió el nombre cuando Fermina Daza lo leyó ofuscada. No sólo porque era un nombre insólito, sino porque de todos modos nadie sabía a ciencia cierta cómo se llamaban los chinos. Pero no hubo que pensarlo mucho, porque el chino premiado surgió del fondo de la platea con esa sonrisa celestial que tienen los chinos cuando llegan temprano a su casa. Había ido tan seguro de la victoria que llevaba puesta para recibir el premio la camisola de seda amarilla de los ritos de primavera. Recibió la Orquídea de Oro de dieciocho quilates, y la besó de dicha en medio de las burlas atronadoras de los incrédulos. No se inmutó. Esperó en el centro del escenario, imperturbable como el apóstol de una Divina Providencia menos dramática que la nuestra, y en el primer silencio leyó el poema premiado. Nadie lo entendió. Pero cuando pasó la nueva andanada de rechiflas, Fermina Daza volvió a leerlo impasible, con su afónica voz insinuante, y el asombro se impuso desde el primer verso. Era un soneto de la más pura estirpe parnasiana, perfecto, atravesado por una brisa de inspiración que delataba la complicidad de una mano maestra. La única explicación posible era que algún poeta de los grandes hubiera concebido aquella broma para burlarse de los Juegos Florales, y que el chino se había prestado a ella con la determinación de guardar el secreto hasta la muerte. El Diario del Comercio, nuestro periódico tradicional, trató de remendar la honra civil con un ensayo erudito y más bien indigesto sobre la antigüedad y la influencia cultural de los chinos en el Caribe, y su derecho merecido a participar en los Juegos Florales. El que escribió el ensayo no dudaba de que el autor del soneto fuera en realidad el que decía serlo, y lo justificaba sin rodeos desde el título: Todos los chinos son poetas. Los promotores de la conjura, si la hubo, se pudrieron en sus sepulcros con el secreto. Por su parte, el chino premiado se murió sin confesión a una edad oriental, y fue enterrado con la Orquídea de Oro dentro del ataúd, pero con la amargura de no haber logrado en vida lo único que anhelaba, que era su crédito de poeta. Con motivo de la muerte se evocó en la prensa el incidente olvidado de los Juegos Florales, se reprodujo el soneto con una viñeta modernista de doncellas turgentes con cornucopias de oro, y los dioses custodios de la poesía se valieron de la ocasión para poner las cosas en su puesto: el soneto le pareció tan malo a la nueva generación, que ya nadie puso en duda que en realidad fuera escrito por el chino muerto.

Florentino Ariza tuvo siempre aquel escándalo asociado al recuerdo de una desconocida opulenta que estaba sentada a su lado. Se había fijado en ella al principio del acto, pero después la había olvidado por el susto de la espera. Le llamó la atención por su blancura de nácar, su fragancia de gorda feliz, su inmensa pechuga de soprano coronada por una magnolia artificial. Tenía un vestido de terciopelo negro muy ceñido, tan negro como los ojos ansiosos y cálidos, y tenía el cabello más negro aún, estirado en la nuca con una peineta de gitana. Tenía aretes colgantes, un collar del mismo estilo y anillos iguales en varios dedos, todos de estoperoles brillantes, y un lunar pintado con lápiz en la mejilla derecha. En la confusión de los aplausos finales, miró a Florentino Ariza con una aflicción sincera.

—Créame que lo siento en el alma —le dijo.

Florentino Ariza se impresionó, no por las con~ dolencias que en realidad merecía, sino por el asombro de que alguien conociera su secreto. Ella se lo aclaró: “Me di cuenta por la manera como le temblaba la flor de la solapa mientras abrían los sobres”. Le mostró la magnolia de peluche que tenía en la mano, y le abrió el corazón:

—Yo por eso me quité la mía —dijo.

Estaba a punto de llorar por la derrota, pero Florentino Ariza le cambió el ánimo con su instinto de cazador nocturno.

—Vámonos a alguna parte a llorar juntos —le dijo.

La acompañó a su casa. Ya en la puerta, y en vista de que era casi medianoche y no había nadie en la calle, la convenció de que lo invitara a un brandy mientras veían los álbumes de recortes y fotografías de más de diez años de acontecimientos públicos, que ella decía tener. El truco era ya viejo desde entonces, pero por esa vez fue involuntario, porque era ella la que había hablado de sus álbumes mientras iban caminando desde el Teatro Nacional. Entraron. Lo primero que observó Florentino Ariza desde la sala fue que la puerta del dormitorio único estaba abierta, y que la cama era vasta y suntuosa, con una colcha de brocados y cabeceras con frondas de bronce. Esa visión lo turbó. Ella debió darse cuenta, pues se adelantó a través de la sala y cerró la puerta del dormitorio. Luego lo invitó a sentarse en un canapé de cretona florida donde había un gato dormido, y le puso en la mesa de centro su colección de álbumes. Florentino Ariza empezó a hojearlos sin prisa, pensando más en sus pasos siguientes que en lo que estaba viendo, y de pronto alzó la mirada y vio que ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Le aconsejó que llorara cuanto quisiera, sin pudor, pues nada aliviaba como el llanto, pero le sugirió que se aflojara el corpiño para llorar. Él se apresuró a ayudarla, porque el corpiño estaba ajustado a la fuerza en la espalda con una larga costura de cordones cruzados. No tuvo que terminar, pues el corpiño acabó de soltarse solo por la presión interna, y la tetamenta astronómica respiró a sus anchas.

Florentino Ariza, que no perdió nunca el susto de la primera vez, aun en las ocasiones más fáciles, se arriesgó a una caricia epidérmica en el cuello con la yema de los dedos, y ella se retorció con un gemido de niña consentida sin dejar de llorar. Entonces él la besó en el mismo sitio, muy suave, como lo había hecho con los dedos, y no pudo hacerlo por segunda vez porque ella se volvió hacia él con todo su cuerpo monumental, ávido y caliente, y ambos rodaron abrazados por el suelo. El gato despertó en el sofá con un chillido, y les saltó encima. Ellos se buscaron a tientas como primerizos apurados y se encontraron de cualquier modo, revolcándose sobre los álbumes descuadernados, vestidos, ensopados de sudor, y más pendientes de esquivar los zarpazos furiosos del gato que del de~ sastre de amor que estaban cometiendo. Pero desde la noche siguiente, con las heridas todavía sangrantes, continuaron haciéndolo por varios años.

Cuando se dio cuenta de que había empezado a amarla, ella estaba ya en la plenitud de los cuarenta, y él iba a cumplir treinta. Se llamaba Sara Noriega, y había tenido un cuarto de hora de celebridad en su juventud, por ganarse un concurso con un libro de versos sobre el amor de los pobres, que nunca fue publicado. Era maestra de Urbanidad e Instrucción Cívica en escuelas oficiales, y vivía de su sueldo en una casa alquilada del abigarrado Pasaje de los Novios, en el antiguo barrio de Gets emaní. Había tenido varios amantes de ocasión, pero ninguno con ilusiones matrimoniales, porque era difícil que un hombre de su medio y de su tiempo desposara a una mujer con quien se hubiera acostado. Tampoco ella volvió a alimentar esa ilusión después de que su primer novio formal, al que amó con la pasión casi demente de que era capaz a los dieciocho años, escapó a su compromiso una semana antes de la fecha prevista para la boda, y la dejó perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada, como se decía entonces. Sin embargo, aquella primera experiencia, aunque cruel y efímera, no le dejó ninguna amargura, sino la convicción deslumbrante de que con matrimonio o sin él, sin Dios o sin ley, no valía la pena vivir si no era para tener un hombre en la cama. Lo que más le gustaba de ella a Florentino Aríza era que mientras hacía el amor tenía que succionar un chupón de niño para alcanzar la gloria plena. Llegaron a tener una ristra de cuantos tamaños, formas y colores se encontraban en el mercado, y Sara Noriega los colgaba en la cabecera de la cama para encontrarlos a ciegas en sus momentos de extrema urgencia.

Aunque ella era tan libre como él, y tal vez no se hubiera opuesto a que sus relaciones fueran públicas, Florentino Ariza las planteó desde el principio como una aventura clandestina. Se deslizaba por la puerta de servicio, casi siempre muy tarde en la noche, y escapaba en puntillas poco antes del amanecer. Tanto él como ella sabían que en una casa repartida y populosa como aquella, a fin de cuentas los vecinos debían estar más enterados de lo que fingían. Pero aunque fuera una simple fórmula, Florentino Ariza era así, como lo iba a ser con todas por el resto de su vida. Nunca cometió un error, ni con ella ni con ninguna otra, nunca incurrió en una infidencia. No exageraba: sólo en una ocasión dejó un rastro comprometedor o una evidencia escrita, y habrían podido costarle la vida. En realidad se comportó siempre como si fuera el esposo eterno de Fermina Daza, un esposo infiel pero tenaz, que luchaba sin tregua por liberarse de su servidumbre, pero sin causarle el disgusto de una traición.

Semejante hermetismo no podía prosperar sin equívocos. La propia Tránsito Ariza se murió convencida de que el hijo concebido por amor y criado para el amor estaba inmunizado contra toda forma de amor por su primera adversidad juvenil. Sin embargo, muchas personas menos benévolas que estuvieron muy cerca de él, que conocían su carácter misterioso y su afición por los atuendos místicos y las lociones raras, compartían la sospecha de que no era inmune al amor sino a la mujer. Florentino Ariza lo sabía y nunca hizo nada por desmentirlo. Tampoco le preocupó a Sara Noriega. Al igual que las otras mujeres incontables que él amó, y aun las que lo complacían y se complacían con él sin amarlo, lo aceptó como lo que era en realidad: un hombre de paso.

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