Read El amor en los tiempos del cólera Online
Authors: Grabriel García Márquez
La persistencia de su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando en él, al día siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple gesto de la voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el deseo de olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se atrevió a evocar por primera vez, vencida por la nostalgia, los tiempos ilusorios de aquel amor irreal. Trataba de precisar cómo era el parquecito de entonces, los almendros rotos, el escaño donde él la amaba, porque nada de eso existía ya como entonces. Habían cambiado todo, se habían llevado los árboles con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la estatua del héroe decapitado habían puesto la de otro en uniforme de gala, sin nombre, sin fechas, sin motivos que lo justificaran, sobre un pedestal aparatoso dentro del cual habían instalado los controles eléctricos del sector. Su casa, vendida por fin hacía muchos años, se desbarataba a pedazos entre las manos del gobierno provincial. No le resultaba fácil imaginarse a Florentino Ariza como era entonces, y mucho menos concebir que aquel muchacho taciturno, tan desvalido bajo la lluvia, fuera el mismo carcamal apolillado que se le había plantado enfrente sin ninguna consideración por su estado, sin el menor respeto por su dolor, y le había abrasado el alma con una injuria a fuego vivo que seguía estorbándole para respirar.
La prima Hildebranda Sánchez había venido a visitarla poco después de que ella estuviera en su hacienda de Flores de María reponiéndose de la mala hora de la señorita Lynch. Había llegado vieja, gorda, feliz, acompañada por el hijo mayor, que había sido coronel del ejército, como el padre, pero que fue repudiado por él a raíz de su actuación indigna en la matanza de los obreros del banano en San Juan de la Ciénaga. Las dos primas se habían visto muchas veces, y siempre se les iban las horas añorando la época en que se conocieron. En su última visita, Hildebranda estaba más nostálgica que nunca, y muy afectada por la carga de la vejez. Para mayor regodeo de la añoranza, trajo su copia del retrato de dama antigua que les había tomado el fotógrafo belga la tarde en que el joven Juvenal Urbino le dio la estocada de gracia a la voluntariosa Fermina Daza. La copia de ésta se había perdido, y la de Hildebranda era casi invisible, pero ambas se reconocieron a través de las brumas del desencanto: jóvenes y bellas como no volverían a serlo jamás.
Para Hildebranda era imposible no hablar de Florentino Ariza, porque siempre identificó su suerte con la suya. Lo evocaba como el día en que puso su primer telegrama, y nunca consiguió quitarse del corazón su recuerdo de pajarito triste condenado al olvido. Por su parte, Fermina lo había visto muchas veces, sin conversar con él, desde luego, y no podía concebir que fuera el mismo de su primer amor. Siempre le habían llegado noticias de él, como tarde o temprano le llegaban las de todo el que significara algo en la ciudad. Se decía que no se había casado porque era de costumbres distintas, pero tampoco a esto le puso atención, en parte porque nunca hizo caso de rumores, y en parte porque de todos modos se decían cosas semejantes de muchos hombres insospechables. En cambio, le parecía extraño que Florentino Ariza persistiera en sus atuendos místicos, en sus lociones raras, y que siguiera siendo tan enigmático después de abrirse paso en la vida de un modo tan espectacular, y además tan honrado. No le era posible creer que fuera el mismo, y siempre se sorprendía cuando Hildebranda suspiraba: “¡Pobre hombre, cómo debe haber sufrido! “. Pues ella lo veía sin dolor desde hacía mucho tiempo: era una sombra borrada.
Sin embargo, la noche en que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella regresó de Flores de María, algo raro ocurrió en su corazón. No le sorprendió que estuviera con una mujer, y negra, además. Le sorprendió que estuviera tan bien conservado, que se comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez fuera ella y no él quien había cambiado después de la irrupción perturbadora de la señorita Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años, siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo,no sólo le pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió como el término natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan imprevista la reiteración dramática de un amor que para ella no había existido nunca, y a una edad en que a Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más que esperar de la vida.
La rabia mortal del primer impacto seguía intacta después de la cremación simbólica del marido, y más crecía y se ramificaba cuanto menos capaz se sentía de dominarla. Peor aún: los espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos del muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la pradera de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza. Así, pensaba en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón. Entonces se sentó en el escritorio del marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una carta de tres pliegos irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames, que le dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga vida.
También para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La noche en que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer con la piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su asedio durante más de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por la violencia de las aguas. En algunas casas había hombres y mujeres medio desnudos tratando de salvar del diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de todos tenía algo que ver con el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe estaban quietas en su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años antes, a la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en lágrimas. Una canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía algo que ver con la muerte.
Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer. De modo que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y vio que había una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América Vicuña. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no incurrir en la locura de abuelo de llevársela a las dos de la madrugada, tibia de sueño entre sus pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.
En el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta sin duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y en cualquier circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la primera vez que él llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero comprendió que ella era demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que él fuera a llorar en su regazo sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le ocurrió que con ninguna podía estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era diez años menor que él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de encontrarse fue porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba' medio ciega, y de veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella, Florentino Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber siquiera si estaba en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.
Prudencia Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que él se identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le abrió sin preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el vestido de paño negro, el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del brazo, y ella no tenía ojos para verlo como no fuera a plena luz, pero lo reconoció por el destello del farol en la montura metálica de los espejuelos. Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.
—Asilo para un pobre huérfano —dijo.
Fue lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía de igual modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se repusieran del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las mataduras de la vida, y volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno para el otro cuando se conocieron: cuarenta años antes.
—Estás como para un entierro —le dijo ella.
Así era. También ella había estado en la ventana desde las once, como casi toda la ciudad, contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los truenos de artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas de guerra, el desorden de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las campanas de todas las iglesias, que doblaban sin pausas desde el día anterior. Había visto desde el balcón los militares de a caballo en uniforme de parada, las comunidades religiosas, los colegios, las largas limusinas negras de la autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de plumas y gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que seguían manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar frente al balcón de Prudencia Pitre, poco después del medio día, cuando se desplomó el diluvio, y el cortejo se dispersó en estampida.
—Qué manera más absurda de morirse —dijo ella.
—La muerte no tiene sentido del ridículo —dijo él, y agregó con pena—: sobre todo a nuestra edad.
Estaban sentados en la terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo que ocupaba la mitad del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte, gozando de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una hogaza en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se quedó viuda y sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la encontró en una época en que habría recibido a cualquier hombre que quisiera acompañarla, aunque fuera alquilado por horas, y lograron establecer una relación más seria y prolongada de lo que parecía posible.
Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad, a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó de donde siempre llegaba con él: hasta donde no interfiriera su determinación de conservarse libre para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos años, aun después que él arregló las cosas para que Prudencia Pitre volvieraa casarse con un agente de comercio que venía por tres meses y andaba de viaje otros tres, y con el que tuvo una hija y cuatro hijos, uno de los cuales, según ella juraba, era de Florentino Ariza.
Conversaron sin preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a compartir sus insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios de viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos le dijo que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo si quería, qué caraj o, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos que vestidos. Él dijo que lo haría si ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de nadie.
Florentino Ariza, en un estado de exaltación que no había logrado apaciguar con cuatro copas de oporto, siguió hablando del pasado, de los buenos recuerdos del pasado que eran su tema único desde hacía tiempo, pero ansioso de encontrar en el pasado un camino secreto para desahogarse. Pues era eso lo que le hacía falta: echar el alma por la boca. Cuando percibió los primeros fulgores en el horizonte intentó una aproximación sesgada. Preguntó, de un modo que parecía casual: “¿Qué harías si alguien te propusiera matrimonio, así como estás, viuda y a tus años?”. Ella se rió, con una arrugada risa de vieja, y preguntó a su vez:
—¿Lo dices por la viuda de Urbino?
Florentino Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan más en el sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas, y Prudencia Pitre más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante, se escabulló por la puerta falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a burlarte de tu puta madre, que en paz descanse”. Luego lo instó a que dijera lo que quería decir, porque sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera despertado a las tres de la madrugada, y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan de monte con encurtidos. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con quien llorar”. Florentino Ariza se batió en retirada.
—Por una vez te equivocas —le dijo—. Mis motivos de esta noche son más bien para cantar.
—Entonces cantemos —dijo ella.
Empezó a entonar con muy buena voz la canción de moda: Ramona, sin ti no puedo ya vivir. Fue el final de la noche, pues él no se atrevió a jugar juegos prohibidos con una mujer que le había dado demasiadas pruebas de conocer el otro lado de la luna. Salió a una ciudad distinta, enrarecida por las últimas dalias de junio, y a una calle de su juventud por donde desfilaban las viudas de tinieblas de la misa de cinco. Pero entonces fue él y no ellas quien cambió de acera para que no le vieran las lágrimas que ya le era imposible soportar, no desde la'media noche, como él creía, porque estas eran otras: las que llevaba atragantadas desde hacía cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.