El amor en los tiempos del cólera (43 page)

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Authors: Grabriel García Márquez

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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El cuarto parecía más bien un camarote de barco, con paredes de listones de madera muchas veces pintados encima de la pintura anterior, como los barcos, pero el calor era más intenso que el de los camarotes de los buques del río a las cuatro de la tarde, aun con el ventilador eléctrico colgado sobre la cama, por la reverberación del techo metálico. No era un dormitorio formal sino un camarote de tierra firme mandado construir por Florentino Ariza detrás de sus oficinas de la C.F.C., sin más propósitos ni pretextos que los de tener una buena guarida para sus amores de viejo. En los días ordinarios era difícil dormir allí con los gritos de los estibadores y el estruendo de las grúas del puerto fluvial, y los bramidos enormes de los buques en el muelle. Sin embargo, para la niña era un paraíso dominical.

El día de Pentecostés pensaban estar juntos hasta que ella tuviera que volver al internado, cinco minutos antes del Ángelus, pero los dobles le hicieron recordar a Florentino Ariza su promesa de asistir al entierro de Jeremiah de Saint–Amour, y se vistió más de prisa que de costumbre. Antes, como siempre, le tejió a la niña la trenza solitaria que él mismo le soltaba antes de hacer el amor, y la subió en la mesa para hacerle el lazo de los zapatos del uniforme, que ella siempre hacía mal. La ayudaba sin malicia, y ella lo ayudaba a ayudarla como si fuera un deber: ambos habían perdido la conciencia de sus edades desde los primeros encuentros, y se trataban con la confianza de dos esposos que se habían ocultado tantas cosas en esta vida que ya no les quedaba casi nada para decirse.

Las oficinas estaban cerradas y a oscuras por el día feriado, y en el muelle desierto había sólo un buque con las calderas apagadas. El bochorno anunciaba lluvias, las primeras del año, pero la transparencia del aire y el silencio dominical del puerto parecían de un mes benigno. Desde allí era más crudo el mundo que en la penumbra del camarote, y dolían más los dobles aun sin saber por quién eran. Florentino Ariza y la niña bajaron al patio de salitre que había servido de puerto negrero a los españoles y donde todavía quedaban restos de la pesa y otros fierros carcomidos del comercio de esclavos. El automóvil los esperaba a la sombra de las bodegas, y no despertaron al chofer dormido sobre el volante mientras no estuvieron instalados en los asientos. El automóvil dio la vuelta por detrás de las bodegas cercadas con alambre de gallinero, atravesó el espacio del antiguo mercado de la bahía de las Ánimas, donde había adultos casi desnudos

jugando a la pelota, y salió del puerto fluvial entre una polvareda ardiente. Florentino Ariza estaba seguro de que las honras fúnebres no podían ser por Jeremiah. de Saint–Amour, pero la insistencia de los dobles lo hizo dudar. Le puso al chofer la mano en el hombro y le preguntó gritándole al oído por quién estaban doblando las campanas.

—Es por el médico ese de la chivera —dijo el chofer—. ¿Cómo se llama?

Florentino Ariza no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo, cuando el chofer le contó cómo había muerto, la ilusión instantánea se desvaneció, porque no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que él imaginaba. Pero era el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad, y uno de sus hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina dorsal despedazada, a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango cuando trataba de coger un loro.

Todo lo que Florentino Ariza había hecho desde que Fermina Daza se casó, estaba fundado en la esperanza de esta noticia. Sin embargo, llegada la hora, no se sintió sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en sus insomnios, sino por un zarpazo de terror: la lucidez fantástica de que lo mismo habría podido ser por él por quien tocaran a muerto. Sentada a su lado en el automóvil que rodaba a saltos por las calles de piedras, América Vicuña se asustó de su palidez y le preguntó qué le pasaba. Florentino Ariza le cogió la mano con su mano helada.

—Ay, mi niña —suspiró—, me harían falta otros cincuenta años para contarte.

Se olvidó del entierro de Jeremiah de Saint Amour. Dejó a la niña en la puerta del internado con la promesa apresurada de que volvería por ella el sábado siguiente, y ordenó al chofer que lo llevara a la casa del doctor Juvenal Urbino. Encontró un tumulto de automóviles y coches de alquiler en las calles contiguas, y una multitud de curiosos frente a la casa. Los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían recibido la mala noticia en el apogeo de la fiesta, llegaban en tropel. No era fácil moverse dentro de la casa a causa de la muchedumbre, pero Florentino Ariza logró abrirse paso hasta el dormitorio principal, se empinó por encima de los grupos que bloqueaban la puerta, y vio a Juvenal Urbino en la cama matrimonial como había querido verlo desde que oyó hablar de él por primera vez, chapaleando en la indignidad de la muerte. El carpintero acababa de tomarle las medidas para el ataúd. A su lado, todavía con el mismo vestido de abuela recién casada que se había puesto para la fiesta, Fermina Daza estaba absorta y mustia.

Florentino Ariza había prefigurado aquel momento hasta en sus detalles ínfimos desde los días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor temerario. Por ella había ganado nombre y fortuna sin reparar demasiado en los métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un rigor que no les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como nadie hubiera podido esperar nada ni a nadie en este mundo: sin un instante de desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin en favor suyo, le infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de viuda, el Juramento de su fidelidad eterna y su amor para siempre.

No le negaba a su conciencia que había sido un acto irreflexivo, sin el menor sentido del cómo ni del cuándo, y apresurado por el miedo de que la ocasión no se repitiera jamás. Él lo hubiera querido e incluso se lo había figurado muchas veces de un modo menos brutal, pero la suerte no le había dado para más. Había salido de la casa del duelo con el dolor de dejarla a ella en el mismo estado de conmoción en que él estaba, pero nada habría podido hacer por impedirlo, porque sentía que aquella noche bárbara estaba escrita desde siempre en el destino de ambos.

No volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le había dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes que las lavativas. Sus dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor, tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y no tenía como seguir: era el final. El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de las Ventanas, tropezó con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán, y reconoció de inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios de la vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de las gardenias marchitas, porque ya el corazón se lo había dicho todo desde el primer espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego, durante más de medio siglo.

Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada por una rabia ciega, pudiera ser interpretada por Florentino Ariza como una carta de amor. Había puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más crueles, los oprobios más hirientes, e injustos además, que sin embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la ofensa. Fue el último acto de un amargo exorcismo de dos semanas, con el cual trataba de lograr un pacto de conciliación con su nuevo estado. Quería ser otra vez ella misma, recuperar todo cuanto había tenido que ceder en medio siglo de una servidumbre que la había hecho feliz, sin duda' pero que una vez muerto el esposo no le dejaba a ella ni los vestigios de su identidad. Era un fantasma en una casa ajena que de un día para otro se había vuelto inmensa y solitaria, y en la cual vagaba a la deriva, preguntándose angustiada quién estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.

No podía sortear un recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla dejado sola en medio de la mar tenebrosa. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir, el olor de su piel que había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte. Se detenía a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en la frente, porque de pronto se acordaba de algo que olvidó decirle. A cada instante le venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna vez él le había dicho algo que ella no podía concebir: los amputados sienten dolores, calambres, cosquillas, en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo estar donde ya no estaba.

Al despertar en su primera mañana de viuda, se había dado vuelta en la cama, todavía sin abrir los ojos, en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo, y fue en ese momento cuando él murió para ella. Pues sólo entonces tomó conciencia de que él había pasado la noche por primera vez fuera de casa. La otra impresión fue en la mesa, no porque se sintiera sola, como en efecto lo estaba, sino por la certidumbre rara de estar comiendo con alguien que ya no existía. Esperó a que su hija Ofelia viniera de Nueva Orleans, con el esposo y las tres niñas, para sentarse otra vez a comer en la mesa, pero no en la de siempre, sino en una mesa improvisada, más pequeña, que hizo poner en el corredor. Hasta entonces no había hecho ninguna comida regular. Pasaba por la cocina a cualquier hora, cuando tenía hambre, y metía el tenedor en las ollas y comía un poco de todo sin ponerlo en un plato, de pie frente a la hornilla, hablando con las mujeres del servicio que eran las únicas con las que se sentía bien, y con las que mejor se entendía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba eludir la presencia del marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que pasaba, en cualquier cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo recordaba. Pues si bien le parecía honesto y justo que le doliera, también quería hacer todo lo posible por no regodearse en el dolor. Así que se impuso la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto le recordara al marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir viviendo sin él.

Fue una ceremonia de exterminio. El hijo aceptó llevarse la biblioteca para que ella pusiera en la oficina el costurero que nunca tuvo de casada. Por su parte, la hija se llevaría algunos muebles y numerosos objetos que le parecían muy apropiados para las subastas de antigüedades de Nueva Orleans. Todo esto fue un alivio para Fermina Daza, aunque no le hizo ninguna gracia comprobar que las cosas compradas por ella en su viaje de bodas eran ya reliquias de anticuarios. Contra el estupor callado de las sirvientas, de los vecinos, de las amigas cercanas que venían a acompañarla en aquellos días, hizo prender una hoguera en un solar vacío detrás de la casa, y allí quemó todo lo que le recordaba al esposo: las ropas más costosas y elegantes que se vieron en la ciudad desde el siglo anterior, los zapatos más finos, los sombreros que se parecían a él más que sus retratos, el mecedor de siesta del que se había levantado por última vez para morir, innumerables objetos tan ligados a su vida que ya formaban parte de su identidad. Lo hizo sin una sombra de duda, por la certidumbre plena de que su esposo lo habría aprobado, y no sólo por higiene. Pues él le había expresado muchas veces su deseo de ser incinerado, y no recluido en, la oscuridad sin resquicios de una caja de cedro. Su religión se lo impedía, desde luego: se había atrevido a sondear el criterio del arzobispo, por si acaso, y éste le había dado una negativa terminante. Era una pura ilusión, porque la Iglesia no permitía la existencia de hornos crematorios en nuestros cementerios, ni para uso de religiones distintas de la católica, y a nadie más que al mismo Juvenal Urbino se le hubiera ocurrido la conveniencia de construirlos. Fermina Daza no olvidó este terror del esposo, y aun en la confusión de las primeras horas se acordó de ordenar al carpintero que le dejara el consuelo de una brecha de luz en el ataúd.

De todos modos fue un holocausto inútil. Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de que el recuerdo del esposo muerto era tan refractario al fuego como parecía serlo al paso de los días. Peor aún: después de la incineración de las ropas no sólo seguía añorando lo mucho que había amado de él, sino también, y por encima de todo, lo que más le molestaba: los ruidos que hacía al levantarse. Esos recuerdos la ayudaron a salir de los manglares del duelo. Por encima de todo, tomó la determinación firme de continuar la vida recordando al esposo como si no hubiera muerto. Sabía que el despertar de cada mañana seguiría siendo difícil, pero lo sería cada vez menos.

Al término de la tercera semana, en efecto, empezó a vislumbrar las primeras luces. Pero a medida que aumentaban y se hacían más claras, iba tomando conciencia de que había en su vida un fantasma atravesado que no le dejaba un instante de paz. No era el fantasma de lástima que la acechaba en el parquecito de Los Evangelios, y que ella solía evocar desde la vejez con una cierta ternura, sino el fantasma abominable de la levita de verdugo y el sombrero apoyado en el pecho, cuya impertinencia estúpida la había perturbado de tal modo que ya le era imposible no pensar en él. Siempre, desde que ella lo rechazó a los dieciocho años, le quedó la convicción de haber dejado en él una semilla de odio que el tiempo no haría sino aumentar. Había contado con ese odio en todo momento, lo sentía en el aire cuando el fantasma estaba cerca, su sola visión la perturbaba, la asustaba de tal modo que nunca encontró una manera natural de comportarse con él. La noche en que él le reiteró su amor, todavía con las flores del esposo muerto perfumando la casa, ella no pudo entender que aquel desplante no fuera el primer paso de quién sabe qué siniestro propósito de venganza.

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