Read El amor en los tiempos del cólera Online
Authors: Grabriel García Márquez
La sola idea le alborotó las querencias. Volvió a rondar la quinta de Fermina Daza con las mismas ansias con que lo hacía tantos años antes en el parquecito de Los Evangelios, pero no con la intención calculada de que ella lo viera, sino con la única de verla para saber que continuaba en el mundo. Sólo que entonces le era difícil pasar inadvertido. El barrio de La Manga estaba en una isla semidesértica, separada de la ciudad histórica por un canal de aguas verdes, y cubierta por matorrales de icaco que habían sido guaridas de enamorados dominicales durante la Colonia. En años recientes habían demolido el viejo puente de piedra de los españoles, y construyeron uno de material con globos de luces, para dar paso a los nuevos tranvías de mulas. Al principio, los habitantes de La Manga tenían que soportar un suplicio que no se tuvo en cuenta en el proyecto, y era dormir tan cerca de la primera planta eléctrica que tuvo la ciudad, cuya trepidación era un temblor de tierra continuo. Ni el doctor Juvenal Urbino con todo su poder había logrado que la mudaran para donde no estorbara, hasta que intercedió en favor suyo su comprobada complicidad con la Divina Providencia. Una noche estalló la caldera de la planta con una explosión pavorosa, voló por encima de las casas nuevas, atravesó media ciudad por los aires y desbarató la galería mayor del antiguo convento de San Julián el Hospitalario. El viejo edificio en ruinas había sido abandonado a principios de aquel año, pero la caldera les causó la muerte a cuatro presos que se habían fugado a prima noche de la cárcel local y estaban escondidos en la capilla.
Aquel suburbio apacible, con tan bellas tradiciones de amor, no fue en cambio muy propicio para los amores contrariados cuando se convirtió en barrio de lujo. Las calles eran polvorientas en verano, pantanosas en invierno y desoladas durante todo el año, y las casas escasas estaban escondidas entre jardines frondosos, con terrazas de mosaicos en vez de los balcones volados de antaño, como hechas a propósito para desalentar a los enamorados furtivos. Menos mal que en aquella época se impuso la moda de pasear por las tardes en las viejas victorias de alquiler arregladas para un solo caballo, y el recorrido terminaba en una eminencia desde donde se apreciaban los crepúsculos desgarrados de octubre mejor que desde la torre del faro, y se veían los tiburones sigilosos acechando la playa de los seminaristas, y el transatlántico de los jueves, inmenso y blanco, que casi podía tocarse con las manos cuando pasaba por el canal del puerto. Florentino Ariza solía alquilar una victoria después de una jornada dura en la oficina, pero no le plegaba la capota como era la costumbre en los meses de calor, sino que permanecía escondido en el fondo del asiento, invisible en la sombra, siempre solo, y ordenando rumbos imprevistos para no alborotar los malos pensamientos del cochero. Lo único que en realidad le interesaba del paseo era el partenón de mármol rosado medio oculto entre matas de plátano y mangos frondosos, réplica sin fortuna de las mansiones idílicas de los algodonales de Luisiana. Los hijos de Fermina Daza volvían a casa poco antes de las cinco. Florentino Ariza los veía llegar en el coche de la familia, y veía salir después al doctor juvenal Urbino para sus visitas médicas de rutina, pero en casi un año de rondas no pudo ver ni siquiera el celaje que anhelaba.
Una tarde en que insistió en el paseo solitario a pesar de que estaba cayendo el primer aguacero devastador de junio, el caballo resbaló en el fango y se fue de bruces. Florentino Ariza se dio cuenta con horror de que estaban justo frente a la quinta de Fermina Daza, y le hizo una súplica al cochero, sin pensar que su consternación podía delatarlo.
—Aquí no, por favor —le gritó—. En cualquier parte menos aquí.
Ofuscado por el apremio, el cochero trató de levantar el caballo sin desengancharlo, y el eje del coche se rompió. Florentino Ariza salió como pudo, y soportó la vergüenza bajo el rigor de la lluvia hasta que otros paseantes se ofrecieron para llevarlo a su casa. Mientras esperaba, una criada de la familia Urbino lo había visto con la ropa ensopada y chapaleando en el fango hasta las rodillas, y le llevó un paraguas para que se guareciera en la terraza. Florentino Ariza no había soñado con tanta fortuna en el más desaforado de sus delirios, pero aquella tarde hubiera preferido morir a dejarse ver por Fermina Daza en semejante estado.
Cuando vivían en la ciudad vieja, Juvenal Urbino y su familia iban los domingos a pie desde su casa hasta la catedral, a la misa de ocho, que era más un acto mundano que religioso. Más tarde, cuando cambiaron de casa, siguieron yendo en el coche durante varios años, y a veces se demoraban en tertulias de amigos bajo las palmeras del parque. Pero cuando construyeron el templo del seminario conciliar en La Manga, con playa privada y cementerio propio, ya no volvieron a la catedral sino en ocasiones muy solemnes. Ignorante de estos cambios, Florentino Ariza esperó varios domingos en la terraza del Café de la Parroquia, vigilando la salida de las tres misas. Luego cayó en la cuenta de su error y fue a la iglesia nueva, que estuvo de moda hasta hace pocos años, y allí encontró al doctor Juvenal Urbino con sus hijos, puntuales a las ocho en los cuatro domingos de agosto, pero Fermina Daza no estuvo con ellos. Uno de esos domingos visitó el nuevo cementerio contiguo, donde los residentes del barrio de La Manga estaban construyendo sus panteones suntuosos, y el corazón le dio un salto cuando encontró a la sombra de las grandes ceibas el más suntuoso de todos, ya terminado, con vitrales góticos y ángeles de mármol, y con las lápidas doradas para toda la familia en letras doradas. Entre ellas, desde luego, la de doña Fermina Daza de Urbino de la Calle, y a continuación la del esposo, con un epitafio común: juntos tambíén en la paz del Señor.
En el resto del año, Fermina Daza no asistió a ninguno de los actos cívicos ni sociales, ni siquiera los de Navidad, en los cuales ella y su marido solían ser protagonistas de lujo. Pero donde más se notó su ausencia fue en la sesión inaugural de la temporada de ópera. En el intermedio, Florentino Ariza sorprendió un grupo en el que sin duda hablaban de ella sin mencionarla. Decían que alguien la vio subir una medianoche del junio anterior en el transatlántico de la Cunard, rumbo a Panamá, y que llevaba un velo oscuro para que no se le notaran los estragos de la enfermedad vergonzosa que la iba consumiendo. Alguien preguntó qué mal tan terrible podía ser para atreverse con una mujer de tantos poderes, y la respuesta que recibió estaba saturada de una bilis negra:
—Una dama tan distinguida no puede tener sino la tisis.
Florentino Ariza sabía que los ricos de su tierra no tenían enfermedades cortas. O se morían de repente, casi siempre en vísperas de una fiesta mayor que se echaba a perder por el duelo, o se iban apagando en enfermedades lentas y abominables, cuyas intimidades acababan por ser de dominio públíco. La reclusión en Panamá era casi una penitencia obligada en la vida de los ricos. Se sometían a lo que Dios quisiera en el Hospital de los Adventistas, un inmenso galpón blanco extraviado en los aguaceros prehistóricos del Darién, donde los enfermos perdían la cuenta de la poca vida que les quedaba, y en cuyos cuartos solitarios con ventanas de anjeo nadie podía saber con certeza si el olor del ácido fénico era de la salud o de la muerte. Los que se restablecían regresaban cargados de regalos espléndidos que repartían a manos llenas con una cierta angustia por hacerse perdonar la indiscreción de seguir vivos. Algunos volvían con el abdomen atravesado de costuras bárbaras que parecían hechas con cáñamo de zapatero, se alzaban la camisa para mostrarlas en las visitas, las comparaban con las de otros que habían muerto sofocados por los excesos de la felicidad, y por el resto de sus días seguían contando y volviendo a contar las apariciones angélicas que habían visto bajo los efectos del cloroformo. En cambio, nadie conoció nunca la visión de los que no regresaron, y entre éstos los más tristes: los que murieron desterrados en el pabellón de los tísicos, más por la tristeza de la lluvia que por las molestias de la enfermedad.
Puesto a escoger, Florentino Ariza no sabía qué hubiera preferido para Fermina Daza. Pero antes que nada prefería la verdad, así fuera insoportable, y por mucho que la buscó no dio con ella. Le resultaba inconcebible que nadie pudiera darle al menos un indicio para confirmar la versión. En el mundo de los buques fluviales, que era el suyo, no había misterio que pudiera conservarse ni confidencia que se pudiera guardar. Sin embargo, nadie había oído hablar de la mujer del velo negro. Nadie sabía nada, en una ciudad donde todo se sabía, y donde muchas cosas se sabían inclusive antes de que ocurrieran. Sobre todo las cosas de los ricos. Pero tampoco nadie tenía explicación alguna para la desaparición de Fermina Daza. Florentino Ariza seguía rodando La Manga, oyendo misas sin devoción en la basílica del seminario, asistiendo a actos cívicos que nunca le hubieran interesado en otro estado de ánimo, pero el paso del tiempo no hacía sino aumentar el crédito de la versión. Todo parecía normal en la casa de los Urbino, salvo la falta de la madre.
En medio de tantas averiguaciones encontró otras noticias que no conocía, o que no andaba buscando, y entre ellas la de la muerte de Lorenzo Daza en la aldea cantábrica donde había nacido. Recordaba haberlo visto durante muchos años en las bulliciosas guerras de ajedrez del Café de la Parroquia, con la voz estragada de tanto hablar, y más gordo y áspero a medida que sucumbía en las arenas movedizas de una mala vejez. No habían vuelto a dirigirse la palabra desde el ingrato desayuno de anisado del siglo anterior, y Florentino Ariza estaba seguro de que Lorenzo Daza seguía recordándolo con tanto rencor como él, aun después de conseguir para la hija el matrimonio de fortuna que se le había convertido en la única razón de estar vivo. Pero seguía tan decidido a encontrar una información inequívoca sobre la salud de Fermina Daza, que había vuelto al Café de la Parroquia para obtenerla de su padre, por la época en que se celebró allí el torneo histórico en que Jeremiah de Saint–Amour se enfrentó solo a cuarenta y dos adversarios. Fue así como se enteró de que Lorenzo Daza había muerto, y se alegró de todo corazón, aun a sabiendas de que el precio de aquella alegría podía ser el seguir viviendo sin la verdad. Al final admitió como cierta la versión del hospital de desahuciados, sin más consuelo que un refrán conocido: Mujer enferma, mujer eterna. En sus días de desaliento, se conformaba con la idea de que la noticia de la muerte de Fermina Daza, en caso de que ocurriera, le llegaría de todos modos sin buscarla.
No iba a llegarle nunca. Pues Fermina Daza estaba viva y saludable en la hacienda donde su prima Hildebranda' Sánchez vivía olvidada del mundo, a media legua del pueblo de Flores de María. Se había ido sin escándalo, de común acuerdo con el esposo, embrollados ambos como adolescentes con la única crisis seria que habían sufrido en veinticinco años de un matrimonio estable. Los había sorprendido en el reposo de la madurez, cuando ya se sentían a salvo de cualquier emboscada de la adversidad, con los hijos grandes y bien criados, y con el porvenir abierto para aprender a ser viejos sin amarguras. Había sido algo tan imprevisto para ambos, que no quisieron resolverlo a gritos, con lágrimas y mediadores, como era de uso natural en el Caribe, sino con la sabiduría de las naciones de Europa, y de tanto no ser ni de aquí ni de allá terminaron chapaleando en una situación pueril que no era de ninguna parte. Por último, ella había decidido irse, sin saber siquiera por qué, ni para qué, por pura rabia, y él no había sido capaz de persuadirla, impedido por su conciencia de culpa.
Fermina Daza, en efecto, se había embarcado a media noche dentro del mayor sigilo y con la cara cubierta con una mantilla de luto, pero no en un transatlántico de la Cunard con destino a Panamá, sino en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, la ciudad donde nació y vivió hasta la pubertad, y cuya nostalgia se iba haciendo insoportable con los años. Contra la voluntad del marido y las costumbres de la época, no llevó más acompañante que una ahijada de quince años que se había criado con la servidumbre de su casa, pero habían dado aviso de su viaje a los capitanes de los barcos y a las autoridades de cada puerto. Cuando tomó la determinación irreflexiva, les anunció a los hijos que se iba a temperar por tres meses donde la tía Hildebranda, pero estaba decidida a quedarse. El doctor Juvenal Urbino conocía muy bien la entereza de su carácter, y estaba tan atribulado que lo aceptó con humildad como un castigo de Dios por la gravedad de sus culpas. Pero no se habían perdido de vista las luces del barco cuando ya ambos estaban arrepentidos de sus flaquezas.
A pesar de que mantuvieron una correspondencia formal sobre el estado de los hijos y otros asuntos de la casa, transcurrieron casi dos años sin que ni el uno ni el otro encontrara un camino de regreso que no estuviera minado por el orgullo. Los hijos fueron a pasar en Flores de María las vacaciones escolares del segundo año, y Fermina Daza hizo lo imposible por parecer conforme con su nueva vida. Esa fue al menos la conclusión que sacó juvenal Urbino de las cartas del hijo. Además, en esos días estuvo por allí en gira pastoral el obispo de Riohacha, montado bajo palio en su célebre mula blanca con gualdrapas bordadas de oro. Detrás vinieron peregrinos de comarcas remotas, músicos de acordeones, vendedores ambulantes de comidas y amuletos, y la hacienda estuvo tres días desbordada de inválidos y desahuciados, que en realidad no venían por los sermones doctos y las indulgencias plenarias, sino por los favores de la mula, de la cual se decía que hacía milagros a escondidas del dueño. El obispo había sido muy de la casa de los Urbino de la Calle desde sus años de cura raso, y un mediodía se escapó de su feria para almorzar en la hacienda de Hildebranda. Después del almuerzo, en el cual sólo se habló de asuntos terrenales, llevó aparte a Fermina Daza y quiso oírla en confesión. Ella se negó, de un modo amable pero firme, con el argumento explícito de que no tenía nada de que arrepentirse. Aunque no fue ese su propósito, al menos consciente, se quedó con la idea de que su respuesta iba a llegar adonde debía.
El doctor Juvenal Urbino solía decir, no sin cierto cinismo, que aquellos dos años amargos de su vida no fueron culpa suya, sino de la mala costumbre que tenía su esposa de oler la ropa que se quitaba la familia, y la que se quitaba ella misma, para saber por el olor si había que mandarla a lavar, aunque pareciera limpia a primera vista. Lo hacía desde niña, y nunca creyó que se notara tanto, hasta que su marido se dio cuenta la misma noche de bodas. Se dio cuenta también de que fumaba por lo menos tres veces al día encerrada en el baño, pero esto no le llamó la atención, pues las mujeres de su clase solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos con una marimonda de albañil. Pero la costumbre de husmear cuanta ropa encontraba a su paso, no sólo le pareció improcedente, sino peligrosa para la salud. Ella lo tomaba a broma, como tomaba todo lo que no quería discutir, y decía que no era por simple adorno por lo que Dios le había puesto en la cara aquella acuciosa nariz de oropéndola. Una mañana, mientras ella andaba de compras, la servidumbre alborotó el vecindario buscando al hijo de tres años que no habían podido encontrar en ningún escondite de la casa. Ella llegó en medio del pánico, dio dos o tres vueltas de mastín rastreador, y encontró al hijo dormido dentro de un ropero, donde nadie pensó que pudiera esconderse. Cuando el marido atónito le preguntó cómo lo había encontrado, ella le contestó: