Read El amor en los tiempos del cólera Online
Authors: Grabriel García Márquez
Sin embargo, cuando ya lo creía borrado por completo de la memoria, reapareció por donde menos lo esperaba convertido en un fantasma de sus nostalgias. Fueron las primeras auras de la vejez, cuando empezó a sentir que algo irreparable había ocurrido en su vida siempre que oía tronar antes de la lluvia. Era la herida incurable del trueno solitario, pedregoso y puntual, que retumbaba todos los días de octubre a las tres de la tarde en la sierra de Villanueva, y cuyo recuerdo se iba haciendo más reciente con los años. Mientras que los recuerdos nuevos se confundían en la memoria a los pocos días, los del viaje legendario por la provincia de la prima Hildebranda se iban volviendo tan vívidos que parecían de ayer, con la nitidez perversa de la nostalgia. Se acordaba de Manaure, el de la sierra, su calle única, recta y verde, sus pájaros de buen agüero, la casa de los espantos donde despertaba con la camisa empapada por las lágrimas inagotables de Petra Morales, muerta de amor muchos años antes en la misma cama en que ella dormía. Se acordaba del sabor de las guayabas de entonces que nunca más había vuelto a ser el mismo, de los presagios tan intensos que su rumor se confundía con el de la lluvia, de las tardes de topacio de San Juan del César, cuando salía a pasear con su corte de primas alborotadas y llevaba los dientes apretados para que no se le saliera el corazón por la boca a medida que se acercaban a la telegrafía. Vendió de cualquier modo la casa de su padre porque no podía soportar el dolor de la adolescencia, la visión del parquecito desolado desde el balcón, la fragancia sibilina de las gardenias en las noches de calor, el susto del retrato de dama antigua la tarde de febrero en que se decidió su destino, y hacia dondequiera que se revolvía su memoria de aquellos tiempos tropezaba con el recuerdo de Florentino Ariza. Sin embargo, siempre tuvo bastante serenidad para darse cuenta de que no eran recuerdos de amor, ni de arrepentimiento, sino la imagen de un sinsabor que le dejaba un rastro de lágrimas. Sin saberlo, estaba amenazada por la misma trampa de compasión que había perdido a tantas víctimas desprevenidas de Florentino Ariza.
Se aferró al esposo. Y justo por la época en que él la necesitaba más, porque iba delante de ella con diez años de desventaja tantaleando solo entre las nieblas de la vejez, y con las desventajas peores de ser hombre y más débil. Terminaron por conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un mismo ser dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla.
Con ocasión de las festividades del nuevo siglo hubo un novedoso programa de actos públicos, el más memorable de los cuales fue el primer viaje en globo, fruto de la iniciativa inagotable del doctor Juvenal Urbino. Media ciudad se concentró en la Playa del Arsenal para admirar la elevación del enorme balón de tafetán con los colores de la bandera, que llevó el primer correo aéreo a San Juan de la Ciénaga, unas treinta leguas al nordeste en línea recta. El doctor juvenal Urbino y su esposa, que habían conocido la emoción del vuelo en la Exposición Universal de París, fueron los primeros en subir a la barquilla de mimbre, con el ingeniero de vuelo y seis invitados notables. Llevaban una carta del gobernador provincial para las autoridades municipales de San Juan de la Ciénaga, en la cual se establecía para la historia que aquel era el primer correo transportado por los aires. Un cronista de El Diario del Comercio le preguntó al doctor Juvenal Urbino cuáles serían sus últimas palabras si pereciera en la aventura, y él no se demoró para pensar la respuesta que había de merecerle tantas injurias:
—En mi opinión —dijo— el siglo XIX cambia para todo el mundo, menos para nosotros.
Perdido entre la cándida muchedumbre que cantaba el Himno Nacional mientras el globo ganaba altura, Florentino Ariza se sintió de acuerdo con alguien a quien le oyó comentar en el tumulto que aquélla no era una aventura propia de una mujer, y menos a la edad de Fermina Daza. Pero no fue tan peligrosa, después de todo. O al menos no tan peligrosa como depresiva. El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande.
Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras.
Volaron sobre los palafitos de las Trojas de Cataca, pintados de colores de locos, con tambos para criar iguanas de comer, y colgajos de balsaminas y astromelias en los jardines lacustres. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados por la gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los techos de las casas y desde las canoas que conducían con una habilidad asombrosa, y se zambullían como sábalos para rescatar los bultos de ropa, los frascos de tabonucos para la tos, las comidas de beneficencia que la hermosa mujer del sombrero de plumas les arrojaba desde la barquilla del globo.
Volaron sobre el océano de sombras de los plantíos de banano, cuyo silencio se elevaba hasta ellos como un vapor letal, y Fermina Daza se acordó de ella misma a los tres años, a los cuatro quizás, paseando por la floresta sombría de la mano de su madre, que también era casi una niña en medio de otras mujeres vestidas de muselina, igual que ella, con sombrillas blancas y sombreros de gasa. El ingeniero del globo, que iba observando el mundo con un catalejo, dijo: “Parecen muertos”. Le pasó el catalejo al doctor Juvenal Urbino, y éste vio las carretas de bueyes entre los sembrados, las guardarrayas de la línea del tren, las acequias heladas, y dondequiera que fijó sus ojos encontró cuerpos humanos esparcidos. Alguien dijo saber que el cólera estaba haciendo estragos en los pueblos de la Ciénaga Grande. El doctor Urbino, mientras hablaba, no dejó de mirar por el catalejo.
—Pues debe ser una modalidad muy especial del cólera —dijo—, porque cada muerto tiene su tiro de gracia en la nuca.
Poco después volaron sobre un mar de espumas, y descendieron sin novedad en un playón ardiente, cuyo suelo agrietado de salitre quemaba como fuego vivo. Allí estaban las autoridades sin más protección contra el sol que los paraguas de diario, estaban las escuelas primarias agitando banderitas al compás de los himnos, las reinas de la belleza con flores achicharradas y coronas de cartón de oro, y la papayera de la próspera población de Gayra, que era por aquellos tiempos la mejor de la costa caribe. Lo único que quería Fermina Daza era ver otra vez su pueblo natal, para confrontarlo con sus recuerdos más antiguos, pero no se lo permitieron a nadie por los riesgos de la peste. El doctor Juvenal Urbino entregó la carta histórica, que luego se traspapeló y nunca más se supo de ella, y la comitiva en pleno estuvo a punto de asfixiarse en el sopor de los discursos. Al final los llevaron en mulas hasta el embarcadero de Pueblo Viejo, donde la ciénaga se juntaba con el mar, porque el ingeniero no consiguió que el globo volviera a elevarse. Fermina Daza estaba segura de haber pasado por ahí con su madre, muy niña, en una carreta tirada por una yunta de bueyes. Ya siendo mayor se lo había contado varias veces a su padre, y él murió empecinado en que no era posible que ella lo recordara.
—Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto —le dijo él—, pero sucedió por lo menos cinco años antes que tú nacieras.
Los miembros de la expedición en globo regresaron tres días después al puerto de origen, estragados por una mala noche de tormenta, y fueron recibidos como héroes. Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien reconoció en el semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Sin embargo, esa misma tarde volvió a verla en una exhibición de ciclismo, también patrocinada por el esposo, y no le quedaba ningún vestigio de cansancio. Manejaba un velocípedo insólito que más bien parecía un aparato de circo, con una rueda delantera muy alta sobre la cual iba sentada, y una posterior muy pequeña que apenas le servía de apoyo. Iba vestida con unos calzones bombachos de cenefas coloradas que provocaron el escándalo de las señoras mayores y el desconcierto de los caballeros, pero nadie fue indiferente a su destreza.
Esa, y tantas otras a lo largo de tantos años, eran imágenes efímeras que se le aparecían de pronto a Florentino Ariza, cuando le daba la gana al azar, y volvían a desaparecer del mismo modo dejando en su corazón una trilla de ansiedad. Pero marcaban la pauta de su vida, pues él había conocido la sevicia del tiempo no tanto en carne propia como en los cambios imperceptibles que notaba en Fermina Daza cada vez que la veía. Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del fondo, sentada a la mesa con el marido y dos parejas más, y en un ángulo en que él podía verla reflejada en todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la conversación con una gracia y una risa que estallaban como fuegos de artificio, y su belleza era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas: Alicia había vuelto a atravesar el espejo.
Florentino Ariza la observó a su gusto con el aliento en vilo, la vio comer, la vio probar apenas el vino, la vio bromear con el cuarto don Sancho de la estirpe, vivió con ella un instante de su vida desde su mesa solitaria, y durante más de una hora se paseó sin ser visto en el recinto vedado de su intimidad. Luego se tomó cuatro tazas más de café para hacer tiempo, hasta que la vio salir confundida con el grupo. Pasaron tan cerca, que él distinguió el olor de ella entre las ráfagas de otros perfumes de sus acompañantes.
Desde esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario del mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, en lo que más hubiera ansiado en la vida, para que le vendiera el espejo. No fue fácil, pues el viejo don Sancho creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por ebanistas vieneses era gemelo de otro que perteneció a María Antonieta, y que había desaparecido sin dejar rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en la sala de su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido ocupado durante dos horas por la imagen amada.
Casi siempre que vio a Fermina Daza, iba del brazo de su esposo, en un concierto perfecto, moviéndose ambos dentro de un ámbito propio, con una asombrosa fluidez de siameses que sólo discordaba cuando lo saludaban a él. En efecto, el doctor juvenal Urbino le estrechaba la mano con un afecto cálido, y hasta se permitía en ocasiones una palmada en el hombro. Ella, en cambio, lo mantenía condenado al régimen impersonal de los formalismos, y nunca hizo un gesto mínimo que le permitiera sospechar que lo recordaba desde sus tiempos de soltera. Vivían en dos mundos divergentes, pero mientras él hacía toda clase de esfuerzos por reducir la distancia, ella no dio un solo paso que no fuera en sentido contrario. Pasó mucho tiempo antes de que él se atreviera a pensar que aquella indiferencia no era más que una coraza contra el miedo. Se le ocurrió de pronto, en el bautizo del primer buque de agua dulce construido en los astilleros locales, que fue también la primera ocasión oficial en que Florentino Ariza representó al tío León XII como primer vicepresidente de la C.F.C. Esta coincidencia revistió el acto de una solemnidad especial, y no faltó nadie que tuviera alguna significación en la vida de la ciudad.
Florentino Ariza estaba ocupándose de sus invitados en el salón principal del buque, todavía oloroso a pintura reciente y alquitrán derretido, cuando una salva de aplausos estalló en los muelles y la banda atacó una marcha triunfal. Tuvo que reprimir el estremecimiento ya casi tan antiguo como él mismo cuando vio a la hermosa mujer de sus sueños del brazo del esposo, espléndida en su madurez, desfilando como una reina de otro tiempo por entre la guardia de honor en uniforme de parada, bajo una tormenta de serpentinas y pétalos naturales que le arrojaban desde las ventanas. Ambos respondían con la mano a las ovaciones, pero ella era tan deslumbrante que parecía ser la única en medio de la muchedumbre, vestida toda de un dorado imperial, desde las zapatillas de tacones altos y las colas de zorros en el cuello, hasta el sombrero de campana.
Florentino Ariza los esperó en el puente, junto con las autoridades provinciales, en medio del estruendo de la música y los cohetes y los tres bramidos densos del buque que dejaron el muelle empapado de vapor. Juvenal Urbino saludó a la fila de recepción con aquella naturalidad tan suya que hacía pensar a cada uno que le tenía un afecto especial: primero el capitán del buque en uniforme de gala, después el arzobispo, después el gobernador con su esposa y el alcalde con la suya, y después el jefe militar de la plaza, que era un andino recién Regado. A continuación de las autoridades estaba Florentino Ariza, vestido de paño oscuro, casi invisible entre tantos notables. Luego de saludar al comandante de la plaza, Fermina pareció vacilar ante la mano tendida de Florentino Ariza. El militar, dispuesto a presentarlos, le preguntó a ella si no se conocían. Ella no dijo ni que sí ni que no, sino que le tendió la mano a Florentino Ariza con una sonrisa de salón. Aquello había ocurrido en dos ocasiones del pasado, y había de ocurrir otras veces, y Florentino Ariza lo asimiló siempre como un comportamiento propio del carácter de Fermina Daza. Pero aquella tarde se preguntó con su infinita capacidad de ilusión si una indiferencia tan encarnizada no sería un subterfugio para disimular un tormento de amor.