Read El amor en los tiempos del cólera Online
Authors: Grabriel García Márquez
—Por el olor a caca.
La verdad es que el olfato no le servía sólo para lavar la ropa o para encontrar niños perdidos: era su sentido de orientación en todos los órdenes de la vida, y sobre todo de la vida social. Juvenal Urbino lo había observado a lo largo de su matrimonio, sobre todo al principio, cuando ella era la advenediza en un ambiente predispuesto en contra suya desde hacía trecientos años, y sin embargo braceaba por entre frondas de corales acuchillados sin tropezar con nadie, con un dominio del mundo que no podía ser sino un instinto sobrenatural. Esa facultad temible, que lo mismo podía tener origen en una sabiduría milenaria que en un corazón de pedernal, tuvo su hora de desgracia un mal domingo antes de la misa, cuando Fermina Daza olfateó por pura rutina la ropa que había usado su marido la tarde anterior, y padeció la sensación perturbadora de haber tenido a un hombre distinto en la cama.
Olfateó primero el saco y el chaleco mientras quitaba del ojal el reloj de leontina y sacaba el lapicero y la billetera y las pocas monedas sueltas de los bolsillos y lo iba poniendo todo sobre el tocador, y después olfateó la camisa abastillada mientras quitaba el pisacorbatas y las mancornas de topacio de los puños y el botón de oro del cuello postizo, y después olfateó los pantalones mientras sacaba el llavero con once llaves y el cortaplumas con cachas de nácar, y olfateó por último los calzoncillos y las medias y el pañuelo de hilo con su monograma bordado. No había la menor sombra de duda: en cada una de las prendas había un olor que no había estado en ellas en tantos años de vida en común, un olor imposible de definir, porque no era de flores ni de esencias artificiales, sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada, ni volvió a encontrar el olor todos los días, pero ya no husmeaba la ropa del marido con la curiosidad de saber si estaba de lavar, sino con una ansiedad insoportable que le iba carcomiendo las entrañas.
Fermina Daza no supo dónde situar el olor de la ropa dentro de la rutina del esposo. No podía ser entre la clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita, mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el mercado, preparar el almuerzo y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último caso antes del desayuno al arrullo de los primeros pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la contaminación de la ropa sólo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era demasiado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo hiciera por ella. El horario de las visitas, que parecía el más apropiado para la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus clientes, inclusive con el estado de cuentas de los honorarios, desde que los visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y una frase por el bienestar de su alma.
Al cabo de tres semanas, Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa durante varios días, había vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo había encontrado luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque uno de ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron ni un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su costumbre y aun contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que estuviera haciendo algo que ella no haría jamás, descifrando con una primorosa lupa de Bengala las intrincadas notas de visitas de los últimos meses. Era la primera vez que entraba sola en esa oficina saturada de relentes de creosota, atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos, de grabados turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y puñales de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso porque no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo allí había sido con él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho a entrar sola, y menos para hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero allí estaba. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias apenas comparables al terrible temor de encontrarla, impulsada por un ventarrón incontrolable más imperioso que su altivez congénita, más imperioso aún que su dignidad: un suplicio fascinante.
No pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no se conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las evasiones de su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su lengua, los grumos de su orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre. Gentes que creían en su esposo, que creían vivir por él cuando en realidad vivían para él, y terminaban reducidas a una frase escrita por él de su puño y letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está esperando en la puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles con la sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.
Azuzada por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo encontraba evasivo, inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a las réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de antes, sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus tardanzas, las controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades, pero luego se sentía herida de muerte por sus contradicciones. Una noche despertó sobresaltada por un estado fantasmal, y era que su marido la estaba mirando en la oscuridad con unos ojos que le parecieron cargados de odio. Había sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la juventud, cuando veía a Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no era de odio sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba despierto a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a poner la cabeza en la almohada, y dijo:
—Debió ser que lo soñaste.
Después de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que Fermina Daza no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por último cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus Christi, ni tampoco en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró tiempo para los retiros espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a qué se debían esos cambios insólitos en su salud espiritual, recibió
una respuesta ofuscada. Ésta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los ocho años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado mortal, sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los auxilios de su confesor. Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parecía ser todo lo contrario del amor, pero en esas estaba, y resolvió que el único recurso para no morirse era meterle fuego al cubil de víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una tarde se puso a zurcir talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su lectura diaria después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:
—Doctor.
Él estaba sumergido en la lectura de Ole des pingouíns, la novela que todo el mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote: Oui. Ella insistió:
—Mírame a la cara.
Él lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo que quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Tú lo sabes mejor que yo —dijo ella.
No dijo nada más. Volvió a bajarse los lentes y siguió zurciendo las medias. El doctor Juvenal Urbino supo entonces que las largas horas de ansiedad habían terminado. Al contrario de la forma en que él prefiguraba aquel instante, no fue un sacudimiento sísmico del corazón, sino un golpe de paz. Era el grande alivio de que hubiera sucedido más temprano que tarde lo que tarde o temprano tenía que suceder: el fantasma de la señorita Bárbara Lynch había entrado por fin en la casa.
El doctor Juvenal Urbino la había conocido cuatro meses antes, esperando el turno en la consulta externa del Hospital de la Misericordia, y se dio cuenta al instante de que algo irreparable acababa de ocurrir en su destino. Era una mulata alta, elegante, de huesos grandes, con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la melaza, vestida aquella mañana con un traje rojo de lunares blancos y un sombrero del mismo género con unas alas muy amplias que le daban sombra hasta los párpados. Parecía de un sexo más definido que el del resto de los humanos. El doctor juvenal Urbino no atendía en el servicio externo, pero siempre que pasaba por allí con tiempo de sobra entraba a recordarles a sus alumnos mayores que no hay mejor medicina que un buen diagnóstico. De modo que se las arregló para estar presente en el examen de la mulata imprevista, cuidándose de que sus discípulos no le notaran un gesto que no pareciera casual, y apenas sin fijarse en ella, pero anotó muy bien en la memoria los datos de su identidad. Esa tarde, después de la última visita, hizo pasar el coche por la dirección que ella había dado en la consulta, y allí estaba, en efecto, tomando el fresco de marzo en la terraza.
Era una típica casa antillana pintada toda de amarillo hasta el techo de cinc, con ventanas de anjeo y tiestos de claveles y helechos colgados en el portal, y asentada sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza. Un turpial cantaba en la jaula colgada en el alero. En la acera de enfrente había una escuela primaria, y los niños que salían en tropel obligaron al cochero a mantener las riendas firmes para impedir que se espantara el caballo. Fue una suerte, pues la señorita Bárbara Lynch tuvo tiempo de reconocer al doctor. Lo saludó con un ademán de viejos conocidos, lo invitó a tomarse un café mientras pasaba el desorden, y él se lo tomó encantado, en contra de su costumbre, oyéndola hablar de ella misma, que era lo único que le interesaba desde aquella mañana y lo único que iba a interesarle, sin un minuto de paz, en los próximos meses. En alguna ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa, que tarde o temprano tendría que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz de poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio. Él, que creía conocerse a sí mismo, que conocía la fortaleza de sus raíces morales, se había reído del pronóstico. Pues bien: ahí estaba.
La señorita Bárbara Lynch, doctora en teología, era la hija única del reverendo Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por los caseríos indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses que el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo. Hablaba un buen castellano, con una piedrecita en la sintaxis cuyos tropiezos frecuentes aumentaban su gracia. Iba a cumplir veintiocho años en diciembre, se había divorciado poco antes de otro pastor, discípulo de su padre, con el que estuvo mal casada dos años, y no le habían quedado deseos de reincidir. Dijo: “No tengo más amor que mi turpial”. Pero el doctor Urbino era demasiado serio para pensar que lo dijera con intención. Al contrario: se preguntó confundido si tantas facilidades juntas no serían una trampa de Dios para después cobrarlas con creces, pero en seguida lo apartó de su mente como un disparate teológico debido a su estado de confusión.
Ya para despedirse, hizo un comentario casual sobre la consulta médica de la mañana, sabiendo que nada le gusta más a un enfermo que hablar de sus dolencias, y ella fue tan espléndida hablando de las suyas, que él le prometió volver al día siguiente, a las cuatro en punto, para hacerle un examen más detenido. Ella se asustó: sabía que un médico de esa clase estaba muy por encima de sus posibilidades, pero él la tranquilizó: “En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”. Luego hizo la nota en su cuaderno de bolsillo: señorita Bárbara Lynch, marisma de la Mala Crianza, sábado, 4 p.m. Meses después, Fermina Daza había de leer aquella ficha aumentada con los pormenores del diagnóstico y del tratamiento, y con la evolución de la enfermedad. El nombre le llamó la atención, y de pronto se le ocurrió que era una de esas artistas descarriadas de los barcos fruteros de Nueva Orleans, pero la dirección le hizo pensar que más bien debía ser de Jamaica, y negra, por supuesto, y la descartó sin dolor de los gustos de su marido.
El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto, cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la señorita Lynch. era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena salud que era el olor humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo. Había ido a la consulta externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia cólicos torcidos, y el doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó sus órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba olvidándose de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era tan bella por dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no ya como el médico mejor calificado del litoral caribe, sino como un pobre hombre de Dios atormentado por el desorden de los instintos. Sólo una vez le había ocurrido algo así en su severa vida profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente, indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: “Lo que usted quiere puede suceder, pero así no será”. La señorita Lynch, en cambio, se abandonó en sus manos, y cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no estaba pensando en su ciencia, dijo: