Una criatura simpática y tímida, pensó. Absolutamente anodina.
—Debería haber previsto que habría tormenta —dijo ella—. Pero cuando he salido de casa este mediodía hacía tanto calor que me ha parecido ridículo coger un paraguas.
—¿Hacia dónde va? —preguntó él.
—Pues iba a la parada de autobús de Queen Street, pero llegaré allí calada hasta los huesos.
—¿Cuándo llega su autobús?
—Dentro de cinco minutos —dijo ella con gesto abatido—, y además es el último que pasa hoy.
Al parecer vivía en una de las aldeas rurales que había en los alrededores de Scarborough. Era asombroso lo rápido que se llegaba al campo en cuanto salías de la ciudad. De repente te encontrabas allí. Sin tener que cubrir ningún trayecto inhóspito, te hallabas en pueblos formados por unas cuantas granjas dispersas, unidas entre ellas por unas carreteras lamentables. ¡El último autobús pasaba poco antes de las seis! En esa zona la gente joven debía de sentirse como en la edad de Piedra.
De haber sido joven y guapa, él no habría dudado ni un momento en ofrecerle su ayuda y llevarla a casa en coche. Antes le habría preguntado si le apetecía tomar algo con él en algún lugar cerca del puerto, en uno de los numerosos pubs de la zona. A última hora de la tarde tenía una cita, pero de todos modos no le apetecía mucho acudir y aún le apetecía menos esperar hasta entonces, aburrido en la habitación que tenía alquilada en una casa al final de la calle.
La idea de pasar la tarde sentado frente a aquella chica anticuada —porque ese era su atractivo, el ser una chica algo anticuada— en un bar mientras tomaban una copa de vino, la idea de contemplar su cara pálida durante toda la tarde, no es que lo volviera loco.
A buen seguro incluso resultaría más entretenido ver algún programa de televisión. Sin embargo, algo le hizo dudar. No podía dejarla allí y salir corriendo hacia la calle cruzando el patio de la escuela. Parecía tan… desvalida.
—¿Dónde vive?
—En Staintondale —respondió ella.
Él entornó la mirada. Conocía Staintondale, ¡por Dios! Una carretera, una iglesia, una oficina de Correos en la que también podían comprarse los alimentos básicos, además de un par de periódicos. Unas cuantas casas. Una cabina de teléfonos roja que además hacía las veces de parada de autobús. Y granjas que salpicaban el paisaje aquí y allí.
—Desde la parada de Staintondale seguro que aún tiene un buen trecho hasta casa —supuso él.
—Sí —asintió ella, apesadumbrada—. Casi media hora.
Ya había cometido el error de abordarla. Tenía la impresión de que ella había notado su decepción y algo le decía que estaba dolorosamente familiarizada con la situación. Debía de pasarle a menudo eso de despertar el interés de los hombres y luego ver que esa atracción se extinguía en cuanto se acercaban a ella. Posiblemente sospechaba que de haber sido tan solo un poco más interesante él se habría ofrecido a ayudarla, y seguramente ya tenía asumido que por ese mismo motivo no lo haría.
—¿Sabe qué? —dijo él enseguida, antes de que el egoísmo y la pereza se impusieran a aquel impulso de amabilidad—. Tengo el coche aparcado bastante cerca, un poco más arriba, en esta misma calle. Si quiere, la llevo a casa en un momento.
Lo miró con incredulidad.
—Pero… es que no está cerca. Staintondale…
—Conozco el lugar —la interrumpió—, pero no tengo nada que hacer en las próximas horas y salir de excursión al campo tampoco es una mala idea.
—Con este tiempo… —dijo ella, titubeante.
—Le aconsejo que acepte mi invitación —respondió él con una sonrisa—. Primero, porque lo más probable es que ya no alcance a coger el autobús. Y segundo, porque aun con suerte, mañana o pasado se levantaría con un buen resfriado. Bueno, ¿qué me dice?
Ella dudó un poco y él notó que recelaba. Se preguntaba cuáles debían de ser los motivos que lo impulsaban a ofrecerse de ese modo. Él era consciente de que resultaba atractivo, de que tenía éxito con las mujeres, y ella seguramente era lo bastante realista para reconocer que un hombre como él no podía sentirse atraído de verdad por una mujer como ella. Debía de estar pensando que era un violador que intentaba atraerla hasta su coche porque no ponía re paros a la hora de elegir a sus víctimas, o puede que tan solo fuera un hombre a quien movía la compasión. En cualquier caso, ninguna de las dos opciones debían de gustarle.
—Dave Tanner.
Le tendió la mano y, tras un breve titubeo, ella le ofreció la suya, cálida y suave.
—Gwendolyn Beckett.
—Muy bien. —Él sonrió—. Señora Beckett, yo…
—Señorita —lo corrigió ella enseguida—. Señorita Beckett.
—De acuerdo, señorita Beckett. —Consultó su reloj—. Su autobús sale dentro de un minuto. Creo que con eso está todo dicho. ¿Está preparada para atravesar el patio corriendo y subir por la calle un par de metros?
Ella asintió tras darse cuenta, sorprendida, de que no tenía otra elección que agarrarse a ese clavo ardiendo que aquel hombre le ofrecía.
—Cúbrase la cabeza el bolso —le aconsejó él—, al menos la protegerá un poco.
Uno detrás del otro, cruzaron a la carrera el patio lleno de charcos. Los altos árboles que rodeaban la finca junto a la verja de hierro forjado soportaban cabizbajos aquella lluvia torrencial. A mano izquierda se alzaba el enorme edificio del mercado, con sus pasillos de piedra subterráneos, que parecían catacumbas, en cuyas galerías había expuestas a la venta todo tipo de horteradas junto a alguna que otra obra de arte. A mano derecha, una callejuela repleta de casas adosadas de ladrillo rojo y con molduras lacadas de color blanco.
—Por aquí —dijo él, y pasaron corriendo frente a las casas hasta llegar al pequeño Fiat que, bastante oxidado, los esperaba nada más doblar la esquina hacia la izquierda.
Abrió el coche y ocuparon rápidamente los asientos delanteros con un suspiro de alivio.
Gwendolyn tenía el pelo chorreando y el vestido pegado al cuerpo como una sábana mojada. Unos pocos metros habían bastado para dejarla empapada. Mientras tanto, Dave intentaba ignorar el agua que le había calado los pies.
—Mira que llego a ser tonto —dijo—. Debería haber ve nido yo solo a buscar el coche y recogerla luego frente a la puerta de la escuela. De esa forma no se habría mojado ni la mitad.
—Vamos, hombre… —Finalmente sonrió, lo que le permitió a él comprobar que tenía los dientes bonitos—. No voy a encoger por un poco de agua. Y de todos modos siempre será mejor que me lleve hasta la puerta a tener que soportar primero el balanceo del autobús y luego la caminata hasta casa. Muchas gracias.
—Es un placer —dijo él.
Ya iba por el tercer intento cuando por fin consiguió arrancar el coche. El motor rugió con dificultad y tras un par de sacudidas bruscas comenzó a avanzar a trompicones por la calle.
—Enseguida empezará a ir mejor —dijo él—, el coche necesita su tiempo para calentarse. Si este montón de chatarra aguanta hasta el próximo invierno, podré decir que he tenido suerte.
El ruido del motor no tardó en volverse más regular. Por esa vez, lo había conseguido: el coche sobreviviría al trayecto de ida y vuelta a Staintondale.
—¿Qué habría hecho si no hubiera podido coger el autobús y no se hubiera tropezado conmigo? —preguntó él. No es que la señorita Beckett le interesara especialmente, pero si tenían por delante todavía media hora en coche, uno al lado del otro, tampoco quería verse sumido en un silencio incómodo.
—Habría llamado a mi padre —dijo Gwendolyn.
Él la miró de soslayo fugazmente. El timbre de la voz de Gwendolyn había cambiado en cuanto mencionó a su padre. Se había vuelto más cálido, menos distanciado.
—¿Vive con su padre?
—Sí.
—¿Y su madre…?
—Mi madre murió hace tiempo —dijo Gwendolyn en un tono de voz que reveló las pocas ganas que tenía de hablar del tema.
Una hija apegada que no puede desprenderse de su padre, pensó él. Como mínimo tiene unos treinta y cinco años, y papá sigue siendo el único hombre para ella. El más grande. El mejor. Ningún otro hombre puede hacerle sombra.
Supuso que, de forma consciente o inconsciente, ella debía de hacerlo todo para ser la hija soñada por su papaíto. Con aquella gruesa trenza rubia y el vestido floreado pasado de moda, encarnaba el ideal femenino de los tiempos de juventud de su padre, que debieron de ser a finales de los años cincuenta o a principios de los sesenta del siglo pasado. Ella quería gustar a su padre, a quien probablemente no volvían loco las minifaldas, los maquillajes vistosos o el cabello demasiado corto. Su atractivo carecía por completo de un cariz sexual.
En la cama no creo que lo prefiera a él, pensó.
Dave tenía las antenas puestas y notó que la mujer se esforzaba por buscar otro tema de conversación, por lo que decidió complacerla.
—Por cierto, doy clases en la Friarage School —dijo—, pero no a los niños. Por la tarde las instalaciones de la escuela se utilizan para la formación de adultos. Doy clases de francés y de español, lo que me permite ir tirando.
—Entonces debe de hablar muy bien esos dos idiomas.
—Cuando era niño viví bastante tiempo en España y en Francia. Mi padre era diplomático. —Sabía que a él no se le tornaba la voz cálida cuando hablaba de su padre. Al contrario, más bien tenía que esforzarse para que las palabras no le salieran demasiado cargadas de odio—. Aunque debo admitir que no es un placer enseñar idiomas cuando uno ama el timbre y la expresividad que tienen y ve cómo esas zafias amas de casa los desfiguran por completo tres o cuatro tardes por semana.
Se rió algo turbado cuando se dio cuenta de que era muy probable que acabara de meter la pata hasta el fondo.
—Perdóneme. ¿Tal vez asiste a alguno de los cursos de idiomas y se ha sentido ofendida por mi comentario? Hay tres colegas más que también dan clases.
Ella negó con la cabeza. Aunque no había mucha luz en el coche debido a la cortina de agua que estaba cayendo fuera, él se dio cuenta de que se había sonrojado.
—No —dijo—, no voy a clases de lengua. Yo…
No lo miraba, sino que tenía los ojos fijos en la ventanilla. Acababan de llegar a la carretera que salía de Scarborough en sentido norte. Una sucesión de casitas adosadas y de supermercados pasaba frente a sus ojos, talleres de coches, pubs de aspecto triste y un aparcamiento de caravanas que parecía a punto de sumergirse bajo el agua.
—Leí en el periódico —dijo en voz baja— que en la Friarage School… Bueno, que los miércoles por la tarde daban un curso que… duraba tres meses… —titubeó.
De repente él comprendió lo que intentaba contarle. Lo que no comprendía era cómo no se había dado cuenta antes. Al fin y al cabo formaba parte del personal docente del centro. Sabía qué cursos se impartían allí. Los miércoles. De tres y media a cinco y media. Aquel era el primer día. Y el curso le iba como anillo al dedo a Gwendolyn Beckett, que encajaba a la perfección en el perfil de los alumnos potenciales.
—Ah, ya sé —dijo, esforzándose en sonar indiferente.
Como si fuera lo más normal del mundo asistir a un curso para… Eso, ¿para quién? ¿Para fracasados? ¿Inútiles? ¿Perdedores?
—¿No es de… algo así como entrenamiento asertivo personal?
Ella tenía la cabeza vuelta hacia un lado, por lo que él no podía verla, pero supuso que se habría puesto roja como un tomate.
—Sí —respondió ella en voz baja—. Algo así. Es para aprender a superar la timidez. Cuando se habla con gente. Para… vencer los miedos. —Dicho eso, se volvió hacia él—. Seguro que a usted todo eso le parece una idiotez.
—En absoluto —le aseguró—. Si alguien cree tener un déficit en alguna área, debería afrontarlo. Tiene más sentido eso que quedarse de brazos cruzados y lamentarse. No le dé más vueltas. Intente simplemente sacar el máximo partido al curso.
—Sí —dijo ella, aunque sonó bastante desanimada—. Lo haré. ¿Sabe?, no es que haya tenido mucha suerte en la vida.
Se volvió hacia la ventanilla de nuevo y él no se atrevió a preguntar más detalles.
Se quedaron en silencio.
La lluvia amainó un poco.
Llegaron al centro de Cloughton, y cuando giraban en dirección a Staintondale el cielo se despejó en pocos segundos y el sol de la tarde asomó entre las nubes.
De repente, Dave se puso en guardia. Tenso. Alerta. Tenía el presentimiento de que empezaba algo nuevo en su vida. Y podía tener que ver con la mujer que iba sentada a su lado.
Aunque también podía ser algo completamente distinto.
Intentó por todos los medios mantener la calma. Y andarse con cuidado.
No podía permitirse muchos errores más en su vida.
Amy Mills necesitaba el dinero que le proporcionaban aquellos trabajos como canguro, de lo contrario no los habría aceptado, pero tenía que seguir pagándose los estudios y no podía mostrarse demasiado exigente. No es que la molestara enormemente tener que pasar la tarde en un salón que no era el suyo leyendo un libro, mirando programas de televisión o vigilando a una criatura dormida mientras sus padres estaban ausentes. Pero a causa de ello se acostaba tarde, y además odiaba tener que volver a casa a oscuras, al menos durante el otoño y el invierno. Durante el verano había más horas de sol y a menudo las calles de Scarborough seguían estando animadas gracias a los numerosos estudiantes que vivían en esa población de la costa este de Yorkshire.
Sin embargo, ese día lo veía de otro modo. La tormenta y la lluvia intensa que habían empezado a caer a primera hora de la tarde habían mantenido a todo el mundo encerrado en casa, con lo que las calles estaban desiertas. Además, a pesar de lo caluroso que había sido el día, había refrescado considerablemente y el viento soplaba de forma desapacible.
No encontraría a nadie camino de casa, pensó con disgusto Amy.
Los miércoles siempre le tocaba ir a casa de la señora Gardner para cuidar a Liliana, su hija de cuatro años. La señora Gardner era madre soltera y tenía varios empleos que a duras penas le permitían salir adelante, uno de ellos los miércoles por la tarde, cuando daba clases de francés en la Friarage School. Terminaba a las nueve, pero luego iba a tomar algo con sus alumnos.
—De lo contrario nunca tengo ocasión de salir —le había contado a Amy—. Y al menos una vez a la semana me apetece divertirme un poco. ¿Te parece bien si vuelvo a casa alrededor de las diez?