¿Quién es Gwen Beckett?, se preguntaba Dave varias veces al día. A veces, demasiado a menudo.
Era muy tímida, pero él tenía la impresión de que era el resultado lógico de la vida aislada que llevaba, que le había hecho olvidar cómo debía relacionarse con las otras personas. Hablaba de su padre con cariño y admiración, y a veces daba la impresión de que no había nada tan bonito para ella como el hecho de haber pasado los mejores años de su vida junto a él en el entorno aislado de Staintondale. Era en esas ocasiones cuando Dave tenía que volver a pensar en las palabras que le había dicho aquella tarde de julio en la que se habían conocido: «No es que haya tenido mucha suerte en la vida».
Había buscado por su cuenta un curso destinado a que la gente como ella pudiera ganar confianza en sí misma y aprender a tener una actitud más abierta. Se había inscrito y, una semana tras otra durante tres meses, había acudido a Scarborough para aprovechar hasta la última hora lectiva. Había hecho justo lo que los artículos de autoayuda de las revistas femeninas aconsejan a sus lectoras: ¡Toma medidas para solucionar tu problema! ¡Asoma la nariz por la puerta! ¡Sé tú quien busque la compañía de las otras personas!
Dave estaba convencido de que Gwen debía de tener la sensación de haber conseguido realmente el éxito prometido en un santiamén. A veces parecía que incluso le costara creer que pudiera haberle ido tan bien. Había reunido todo su coraje para acudir a la Friarage School, y ya el primer día había conocido al hombre con el que pronto se casaría y con el que pasaría el resto de su vida.
Gwen era feliz. Aunque Dave sabía que también tenía miedo. Miedo a que todavía pudiera suceder algo que hiciera estallar su sueño como estalla una pompa de jabón, porque todo era demasiado bonito para ser verdad.
Y cuando pensaba en ello, Dave se sentía miserable. Porque sabía que ese miedo estaba justificado.
—Sigue en pie lo de la fiesta de compromiso del sábado, ¿no? —dijo con voz angustiada Gwen, como si hubiera sospechado que Dave estaba dando vueltas a su relación y que lo que pensaba no era en absoluto bueno.
Dave se las arregló para mirarla con una sonrisa tranquilizadora.
—Naturalmente. ¿Qué te hace pensar que no sea así? Es decir, a menos que tu padre lo boicotee todo de repente y decida no dejarnos entrar en la casa. Pero incluso entonces podemos salir a celebrarlo en un restaurante.
¡Dios mío, no! La amiga de Gwen de Londres estaría allí, y había que contar con el matrimonio que pasaba las vacaciones en la granja de los Beckett con sus dos dogos, y también con Fiona Barnes, la vieja amiga de la familia cuyo papel en la historia de los Beckett él aún no acertaba a comprender. ¡Siete personas! Prácticamente ya no le quedaba dinero. Si al final tenían que ir al restaurante, no podría pagarlo. Si al viejo Beckett le daba por ponerle las cosas difíciles, tendría un verdadero problema.
Sin embargo, Dave intentó que Gwen no percibiera su preocupación.
—No habrá nada que pueda arruinar nuestro compromiso —le aseguró.
Gwen alargó la mano hacia él y Dave se la tomó. La tenía fría como el hielo. Se volvió hacia ella, se la acercó a los labios y le echó el aliento para calentársela un poco.
—Confía en mí —le pidió. Esas palabras siempre eran bien recibidas y lo sabía. Especialmente en el caso de las mujeres como Gwen, lo sabía incluso a pesar de no haber conocido antes a nadie tan extremo como ella—. No estoy jugando contigo.
No, un juego no era. Definitivamente, no.
—Lo sé, Dave, lo noto —replicó ella con una sonrisa.
No tienes ni idea, pensó él. Tienes miedo, pero sabes que no puedes sucumbir a él. Ahora es lo que toca. Los dos nos beneficiaremos de ello. Cada uno a su manera.
Ya había oscurecido del todo y siguieron circulando en la soledad de la noche. Dave tenía la sensación de estar entrando por un túnel y notó que se le estrechaba la garganta. Se sentiría mejor tras el primer whisky, lo sabía. Y todavía mejor tras el segundo. Le daba igual si después sería capaz de conducir o no.
Lo importante era que los pensamientos que lo atormentaban se disiparían un poco. Lo importante era que tendría la sensación de que el futuro sería más soportable.
Jennifer Brankley se acordó de sus años en la escuela, no tanto de los años en los que vestía falda plisada y blazer azul y llevaba una gran cartera marrón colgada a la espalda, sino de los últimos años, cuando era ella quien impartía la clase y cada mañana acudía al centro escolar y se enfrentaba llena de esperanza y de energía al día que tenía por delante. A veces le parecía como si hubieran pasado varias décadas desde entonces, como si no fuera más que el recuerdo de otra vida. En realidad no habían pasado más que un par de años desde aquellos tiempos que ella recordaba como los más felices de su vida. Un par de años… y nada había vuelto a ser como antes.
Tenía las bolsas de plástico con la compra —que consistía básicamente en comida para Cal y Wotan, sus dos dogos— apoyadas entre sus pies y un árbol, justo detrás de la verja de hierro forjado pintada de negro que rodeaba la finca de la Friarage Community Primary School. Era un gran complejo de edificios, varias casas de una o dos plantas de ladrillo rojo, con persianas azules tras las ventanas. Por encima de la escuela, a la izquierda, se alzaba la colina del castillo frente al que estaba la iglesia de Saint Mary, conocida sobre todo por su cementerio puesto que en él había sido enterrada la escritora Anne Brönte. El castillo y la iglesia parecían proteger la ciudad, la escuela y a los niños.
Un lugar bonito, pensó Jennifer.
Eran los seis o siete días que solía pasar en la granja de los Beckett, en Staintondale, junto a su marido, Colin, y especialmente Jennifer había tomado mucho cariño a la costa este de Yorkshire. Le encantaban los altiplanos azotados por el viento que se alternaban con amplios valles, los pastos interminables delimitados por muros bajos de piedra, las escarpadas peñas que se alzaban de repente sobre el mar y las pequeñas calas de arena fina flanqueadas por acantilados. Le encantaba también la ciudad de Scarborough, con sus dos grandes bahías semicirculares separadas por una lengua de tierra, con su puerto viejo, las lujosas casas en lo alto del South Cliff, los numerosos y anticuados hoteles cuyas fachadas tenían que soportar el viento y el salitre, cada vez más descascarilladas. A veces Colin se quejaba de ello, decía que estaría bien pasar las vacaciones en otro sitio por una vez, pero eso habría supuesto dejar a Cal y Wotan en una residencia canina, algo impensable en el caso de unos animales tan sensibles. Por fortuna, había sido Colin quien había tenido la idea de tener perros en casa, perros especialmente grandes, además. Jennifer recurría a ello cada vez que él se quejaba. Recaía sobre todo en Colin la responsabilidad de dar largos paseos de varias horas con los perros, a diario.
—Es un remedio milagroso contra la depresión —le había dicho él—. Y además es muy sano, lo mires como lo mires. Llegará un día en que no podrás pasar sin hacer un poco de ejercicio al aire libre.
Y tenía razón. Los perros y los paseos le habían cambiado la vida. La habían ayudado a salir del hoyo, y aunque tal vez tampoco la habían convertido en una mujer realmente feliz, sí habían devuelto algo de sentido a su existencia.
Había conseguido los perros en una asociación que operaba por internet para intentar encontrar nuevos dueños que se hicieran cargo de dogos abandonados. A Cal lo habían hallado atado en la cuneta de una carretera rural con un año de edad, mientras que el propietario de Wotan lo había llevado a una perrera en cuanto le hubo quedado claro, aunque un poco tarde, que no era fácil convivir con un perro tan grande en un octavo piso.
Lo peor de todo siempre es la estupidez humana, pensaba a menudo Jennifer; es peor todavía que la crueldad premeditada, porque la estupidez está mucho más extendida. La estupidez y la irreflexión. Esos eran los males que azotaban al mundo. Y por encima de todo, a los animales.
Ese día había dejado a los perros en la granja con Colin y había acompañado en coche a Gwen hasta la ciudad. Gwen había asistido durante tres meses a un curso para vencer su timidez, la última hora de clase había tenido lugar el miércoles anterior y esa tarde de viernes la profesora había convocado una pequeña fiesta de despedida. Jennifer se había abstenido de hacer comentarios acerca del curso. No creía en esa clase de historias. En tres meses, se suponía que varias personas que habían forjado su manera de ser a lo largo de varias décadas tenían que cambiar de golpe y volver a tomar las riendas de su vida. En su opinión, esos cursos estaban destinados a ganar dinero a costa de los problemas y las necesidades reales de personas a menudo desesperadas, personas dispuestas a agarrarse a un clavo ardiendo y a pagar una buena cantidad de dinero por ello. Gwen le había confesado que había gastado todos sus ahorros en el curso, pero Jennifer no tenía la impresión de que lo hubiera aprovechado mucho. Naturalmente, estaba cambiada, pero no había sido gracias a los sortilegios que habían practicado con ella los miércoles por la tarde. En todo caso, Jennifer estaba convencida de ello. Si había cambiado había sido sobre todo por el inesperado giro que había tomado su vida privada. Por un hombre, un hombre que se había enamorado de ella.
Al día siguiente celebrarían el compromiso matrimonial. A Jennifer le parecía increíble. Pero puesto que Gwen lo había conocido precisamente en esa escuela, tuvo que admitir, por lo menos, que ni el tiempo ni el dinero invertidos en el curso habían sido en vano.
¡Gwen se casaba! Jennifer, que solo era diez años mayor que ella pero siempre se había sentido como una especie de madre para Gwen, lo consideraba una maravillosa providencia del destino. Y sin embargo, al mismo tiempo había algo en todo aquello que la llenaba de inquietud: ¿quién era aquel hombre? ¿Por qué había elegido a Gwen si, por más encantadora y detallista que fuera, hasta entonces no había despertado el interés de ningún hombre? Era una chica demasiado anticuada. Era como si viviera ajena al mundo. Solo sabía hablar de su padre, que si papá esto, que si papá lo otro, ¿qué hombre podría aguantar algo así sin volverse loco?
Jennifer quería compartir la alegría de Gwen, lo deseaba de todo corazón, pero era incapaz. El día anterior había visto un momento a Dave Tanner cuando este llegó a la granja para recoger a Gwen, y desde entonces su inquietud al respecto no había hecho otra cosa que acrecentarse. A juzgar por el coche que conducía, Tanner debía de estar sin blanca. Y es que no podía ser de otra manera si sus únicos ingresos procedían de las clases de español y de francés que impartía y si vivía realquilado en una habitación amueblada. En caso de que ocultara una fortuna, no estaría viviendo de semejante modo. Sin embargo, era muy atractivo y desenvuelto, Jennifer lo había percibido a simple vista nada más verlo por la ventana de su habitación. Sin duda alguna podía elegir entre muchas otras mujeres aparte de Gwen, eso Jennifer también lo tenía claro. Mujeres más jóvenes, más guapas y más cosmopolitas. Incluso a pesar de sus apuros financieros.
Esa situación existencial tan evidentemente catastrófica era lo único que podía sustentar el romance entre Dave y Gwen, y por culpa de esa constatación Jennifer no había podido pegar ojo en toda la noche.
Sin embargo, no había dicho nada. En cualquier caso, no a Gwen. Había compartido sus temores con Colin y este había insistido en advertirle que no debía entrometerse.
—¡Es mayorcita! Tiene treinta y cinco años. Ya es hora de que decida por sí misma la vida que quiere llevar. ¡No puedes protegerla para siempre!
Sí, pensaba Jennifer mientras se deleitaba en la contemplación de la escuela bañada por el sol de la tarde de aquel plácido día de octubre, Colin tenía razón. Basta ya de proteger a Gwen Beckett de cualquier mal, se dijo. No es mi hija. Ni siquiera somos parientes. Y aunque lo fuéramos, ha alcanzado ya una edad en la que debe decidir por sí misma el camino que tomarán sus pasos.
La puerta del edificio principal se abrió. Los que salieron de ella debían de formar parte de la clase de Gwen. Jennifer decidió desterrar los prejuicios que pudieran aflorar en ella y también despojarse de aquella curiosidad que habría resultado del todo inadecuada. ¿Qué aspecto tenían las personas que se decidían a participar en un evento como aquel que tal vez sería incluso la última oportunidad que tendrían de cambiar? ¿Eran todas como Gwen, personas un poco anticuadas, reservadas, que se sonrojaban fácilmente pero que en el fondo eran encantadoras? ¿O eran reprimidas, desagradables, cascarrabias y absolutamente frustradas? ¿Agresivas? ¿Tan feas que te quitaban el hipo del susto?
Jennifer pudo comprobar que tenían un aspecto bastante normal. Había muchas más mujeres que hombres, que en total solo eran dos. Las mujeres vestían vaqueros, jerséis y chaquetas ligeras, puesto que no hacía demasiado frío. Algunas eran bastante guapas. Sin embargo, no había ninguna que fuera una belleza espectacular, del mismo modo que tampoco había ninguna con una presencia deslumbrante o provocadora. En resumen, una serie de personas más bien reservadas y poco acostumbradas a ser el centro de atención, pero que en ningún caso parecían perturbadas, extrañas o repugnantes.
Jennifer sonrió al ver a Gwen. Llevaba una falda floreada hasta las pantorrillas, como siempre. Y unas botas muy vulgares. ¿De dónde debía de haber sacado aquel abrigo tan horroroso? ¿Llegaría a disuadirla algún día su prometido de vestirse de esa forma?
Gwen se le acercó acompañada por un hombre y una mujer que debían de tener entre treinta y cuarenta años. A simple vista, la mujer parecía un tanto corriente, pero después de observarla mejor, Jennifer llegó a la conclusión de que era bastante atractiva. Gwen hizo las presentaciones.
—Esta es Jennifer Brankley. Jennifer, ellos son Ena Witty y Stan Gibson.
Ena Witty sonrió tímidamente y murmuró un saludo. Hablaba en voz muy baja. Stan Gibson, en cambio, miró con expresión radiante a Jennifer.
—Hola, Jennifer. Gwen nos ha contado muchas cosas sobre ti. Y sobre tus perros. ¿Realmente son tan gigantescos como dice?
—Todavía más —respondió Jennifer—, pero son obedientes como corderitos. No debería decirlo, pero creo que si entrara un ladrón en casa acudirían meneando el rabo para saludarlo y lamerle las manos.