El problema era que nunca eran las diez cuando finalmente llegaba. Con suerte eran las diez y media, pero lo habitual es que fueran las once menos cuarto. La señora Gardner siempre recurría a su verborrea para disculparse.
—¡Es increíble lo rápido que pasa el tiempo! Dios mío, cuando una se pone a charlar…
En realidad, Amy habría dejado aquel trabajo de buena gana, pero era su único empleo, por así decirlo, fijo. También se encargaba de cuidar a niños de otras familias, pero la llamaban en ocasiones puntuales. En cambio, podía contar con el dinero de los miércoles y en su situación eso valía su peso en oro. Lástima del camino de vuelta a casa…
Mira que soy cobarde, se decía a sí misma a menudo, aunque eso no le servía para quitarse el miedo de encima.
La señora Gardner no tenía coche, de manera que para envalentonarse para el trayecto de vuelta siempre iba algo borracha. Ese miércoles también había empinado el codo de lo lindo y se había retrasado más que nunca. ¡Ya eran las once y veinte!
—Habíamos quedado a las diez —le dijo Amy, furiosa, mientras recogía sus libros, pues había dedicado las horas de espera a estudiar.
La señora Gardner adoptó un gesto compungido.
—Lo sé, a mí también me parece terrible. Pero tenemos a una alumna nueva en el curso y ha insistido en invitar a un par de rondas. Tenía un montón de cosas que contar y cuando me di cuenta… ¡ya era tardísimo!
Le dio a Amy el dinero; incluso tuvo la decencia de darle cinco libras más.
—Aquí tienes, por lo mucho que te he hecho esperar… ¿Todo bien con Liliana?
—Está durmiendo. No se ha despertado ni una sola vez.
Amy se despidió con cierta frialdad de la sensiblera señora Gardner y se marchó a casa. Nada más llegar a la calle, se encogió de hombros, tiritando.
El tiempo es casi otoñal, pensó, a pesar de que estamos a mediados de julio.
Por lo menos había dejado de llover hacía horas. Al principio bajó un tramo por Saint Nicholas Cliff, pasó por delante del cada vez más decrépito Grand Hotel, a continuación cruzó el largo puente de hierro forjado que unía el casco urbano con South Cliff y también una intersección en la que durante el día solía haber un tráfico intenso. A esas horas de la noche no pasaba ni un alma, pero el lugar estaba bien iluminado por las farolas. A Amy le pareció que la calma de aquella ciudad dormida era inquietante, aunque seguía manteniendo el miedo a raya. Lo pasaría aún peor cuando tuviera que atravesar el parque. Por debajo de ella, a la izquierda, estaban la playa y el mar, mientras que por encima, a lo lejos, se hallaban las primeras casas de South Cliff. Entre ambos se extendían los Esplanade Gardens, dispuestos sobre la cuesta en forma de terrazas, densamente pobladas de arbustos y de árboles, con un sinfín de estrechos senderos para ir de una parte a otra. La subida más corta transcurría por una escalera empinada que daba directamente a la Esplanade, la amplia calle que se encontraba arriba del todo y cuyo lado oeste estaba repleto de hoteles, uno junto a otro. Ese era el recorrido que solía hacer Amy para atravesar aquel inhóspito lugar, por aquella oscura escalera. Cuando llegaba a Esplanade se sentía mejor. Todavía tenía que recorrer un trecho y doblar la esquina justo antes del Highlander Hotel, por Albion Road, donde se encontraba la casa adosada de fachada estrecha que pertenecía a una de sus tías. Residía allí desde que había empezado a estudiar en la universidad. Su tía era muy mayor y vivía sola, de modo que se alegraba de tener compañía. Los padres de Amy tenían poco dinero, por lo que agradecieron que la tía pudiera facilitar un alojamiento gratuito a su hija. Además, desde allí podía llegar a pie al campus universitario. Estaba agradecida de que algo en la vida fuera mejor de lo que había esperado. En el pueblo donde había nacido, una colonia obrera de Leeds, nadie habría creído que Amy conseguiría llegar a la universidad. Pero era una chica trabajadora y aplicada, y a pesar de ser extremadamente tímida y miedosa, sabía lo que quería. Hasta entonces había superado todos los exámenes con buena nota.
Se encontraba en medio del puente cuando se detuvo un momento y miró hacia atrás. No había oído nada, pero siempre que llegaba a ese punto, casi como un acto reflejo, sentía la necesidad de comprobar que todo iba bien antes de sumergirse en la inquietante oscuridad de los Esplanade Gardens. Eso sin tener muy claro lo que significaba exactamente «ir bien».
Un hombre bajaba por Saint Nicholas Cliff. Alto y delgado, caminaba muy deprisa. No alcanzó a ver cómo iba vestido. Le faltaban pocos metros para llegar al puente, porque indudablemente se dirigía hacia allí.
Aparte de ese tipo, no había nadie más por los alrededores.
Amy se aferró con una mano a la cartera llena de libros mientras en la otra llevaba las llaves de casa que había sacado nada más cerrar la puerta del apartamento de la señora Gardner. Se había acostumbrado a salir ya preparada para cuando llegara a casa. Naturalmente, esa actitud tenía mucho que ver con sus miedos. Su tía a menudo olvidaba encender la luz de la entrada, y Amy odiaba llegar y tener que revolver el bolso a ciegas para encontrar las llaves. A ambos lados de la entrada había unos arbustos de lilas de casi dos metros de altura que habían crecido tanto que casi obstaculizaban el paso por el sendero de losas. Sin embargo, la anciana se negaba a podarlas en un alarde de testarudez irracional típico de la gente de su edad. Amy quería llegar a casa cuanto antes. Quería sentirse segura enseguida.
¿Segura ante qué?
Era demasiado miedosa, lo sabía. No era normal ver fantasmas por todas partes, pensar que en cada esquina la esperaba un ladrón, un asesino o un violador. Suponía que tenía que ver con el entorno en el que había crecido, sobreprotegida, puesto que era la preciada hija única de unos padres de condición sencilla. «No hagas esto, no hagas aquello, podría pasarte esto, podría pasarte aquello…» Había tenido que oír frases como esas continuamente. De pequeña no la dejaban participar en la mayoría de las actividades que emprendían sus compañeros de clase porque su madre temía que pudiera pasarle algo malo. Amy tampoco se había rebelado contra tanta prohibición. No tardó en adoptar como propios los temores de su madre y además estaba contenta de tener un argumento en el que escudarse ante sus amigos de la escuela: «Es que no me dejan…».
A la larga, lo único que consiguió con esa actitud fue perder amigos.
Se dio la vuelta de nuevo. El extraño había llegado ya al puente. Amy prosiguió su camino, con paso más rápido que antes. No por miedo a aquel tipo, sino por miedo a sus propias cavilaciones.
Soledad.
El resto de los estudiantes del campus de Scarborough, que pertenecía a la Universidad de Hull, se alojaban durante el primer año en residencias. Más adelante formaban grupos y compartían viviendas que la universidad ponía a su disposición por un alquiler reducido. Amy procuraba hacer creer a todos que si seguía viviendo en casa de su tía era solo porque allí no tenía que pagar alquiler, y afirmaba que en su caso considerar otra opción habría sido una tontería. Sin embargo, la amarga verdad era otra: Amy no tenía amigos con los que compartir piso. Nadie se lo había propuesto. De no ser por su anciana tía y por la habitación de invitados vacía que había puesto a su disposición, el panorama habría sido más tenebroso y la cuestión del alojamiento habría pasado a ser un verdadero problema más allá del que habría constituido ya el coste económico. Pero Amy prefería no dar vueltas a ese tema.
Al final del puente solo la separaban del parque un par de pasos. Por lo general solía girar a la derecha hacia la escalera. En la desviación del camino, sin embargo, había un edificio que justamente estaban terminando de construir aquella semana. Era difícil saber si acabaría siendo una casa particular o si el consistorio de Scarborough planeaba darle otro uso.
Amy pasó por delante de la edificación a toda prisa, pero enseguida retrocedió asustada: dos de las grandes vallas de alambre que rodeaban la casa impedían el paso por la escalera, así como por una parte del sendero que serpenteaba por detrás y que suponía una vía alternativa. El camino que solía tomar estaba bloqueado. Podía intentar pasar por uno de los lados, pero Amy dudó antes de decidirse. Por la tarde, cuando bajo el calor asfixiante había ido por la zona peatonal para resolver unos asuntos antes de dirigirse a casa de la señora Gardner para cuidar de su hija, aún había podido pasar por ahí. Sin embargo, entretanto se había desatado una fuerte tormenta y había llovido a mares. Posiblemente tanto la escalera como el sendero estarían intransitables. Se habría hundido algún escalón, o habría habido un corrimiento de tierra en alguna parte, se habría soltado alguna fijación y se habrían desprendido piedras. Sin duda era peligroso tomar aquel camino.
Además, era evidente que habían prohibido el paso.
Amy no era de ese tipo de personas que se saltaban las prohibiciones a la ligera. Desde siempre le habían enseñado a obedecer a las autoridades, comprendiera o no los motivos de las órdenes. Había motivos para ello y eso ya era suficiente. Y en la situación en la que se encontraba no le costaba adivinar cuáles eran los motivos.
Finalmente, dio media vuelta.
Había otros caminos por los que podía cruzar los Esplanade Gardens, ese laberinto para paseantes, pero ninguno de ellos permitía llegar de forma tan rápida y directa a la calle que estaba en lo más alto, donde se encontraban de nuevo las casas. Si tomaba el camino inferior iría en sentido contrario, hacia la playa que había abajo y el balneario, un grupo de extraños edificios victorianos situados frente al mar y destinados a la organización de eventos culturales de todo tipo. Sin embargo, de noche permanecían cerrados a cal y canto, por lo que no había ningún vigilante nocturno dentro. Del balneario partía un funicular que salvaba el desnivel y que sobre todo transportaba a personas mayores que ya no podían trepar la escarpada peña por la que se extendían aquellos jardines. Pero alrededor de media hora antes de la medianoche las cabinas del funicular dejaban de funcionar y las casetas en las que se vendían los billetes también estaban cerradas. Naturalmente, también era posible hacer el ascenso a pie, pero la caminata desde abajo del todo era larga y fatigosa. La ventaja de ese camino inferior era que estaba iluminado: había grandes farolas curvadas, inspiradas asimismo en la época victoriana, que arrojaban una luz cálida y anaranjada.
Y había un tercer camino, el más estrecho de todos. A media altura del despeñadero, transcurría durante un buen trecho sin mucha inclinación, pero luego esta se acentuaba ligeramente a medida que serpenteaba hacia arriba. Suponía una alternativa aceptable para los peatones que no estaban en plena forma física. Amy sabía que comunicaba el Crown Spa Hotel con los Esplanade. Llegaría antes a su destino por ese camino intermedio que si bajaba hasta la playa, pero la contrapartida era que no había farolas que iluminaran el trayecto. El sendero se perdía entre arbustos y árboles en la más absoluta oscuridad.
Retrocedió un par de pasos y miró hacia el puente. El tipo casi había llegado al final. ¿Eran imaginaciones suyas o realmente se movía más despacio que antes? ¿Algo más vacilante, quizá? ¿Qué estaría haciendo allí a esas horas?
Cálmate, Mills, tú también estás aquí a estas horas, se dijo a sí misma, aunque con ello no consiguió que su corazón dejara de latir a toda velocidad.
Puede que esté volviendo a casa, ¡igual que tú!
Pero ¿quién podía estar regresando a casa tan tarde? Faltaban veinte minutos para la medianoche, las únicas personas que volvían del trabajo a esas horas solían ser canguros de madres desconsideradas, básicamente porque estas solían regresar a casa demasiado tarde.
Ya está, lo dejo. No volveré a trabajar para ella. Ni por todo el dinero del mundo.
Consideró las opciones que tenía, ninguna de las cuales le parecía especialmente prometedora. Podía volver a cruzar el puente hacia Saint Nicholas Cliff, atravesar el centro y subir por la interminable Filey Road, pero por allí tardaría una eternidad. Sin duda había una línea de autobús que cubría el trayecto, pero no tenía ni idea de si el servicio seguía activo a esas horas. Además, pocas semanas antes había recurrido al autobús debido al mal tiempo y vio que la parada estaba repleta de jóvenes borrachos con la cabeza rapada y piercings por todas partes. Una vez superada la angustia que le había provocado aquello, se había jurado no volver a pasar por esa situación; prefería correr el riesgo de empaparse bajo la lluvia y coger un buen resfriado. El miedo, una vez más. Miedo a caminar por el parque a oscuras. Miedo a esperar en la parada del autobús. Miedo, miedo, miedo.
Condicionaba absolutamente su vida y aquello no debía continuar de ese modo. No podía permitirse sufrir una crisis nerviosa cada vez que la asaltaba un temor al que no tenía más remedio que enfrentarse, como esa noche de julio, fría y lluviosa, en la que estaba paralizada frente a un cruce, oyendo los jadeos de su propia respiración, notando cómo el corazón le latía con fuerza mientras se preguntaba cuál de sus temores era el menos grave. Era como elegir entre la peste y el cólera; le parecía algo terrible tener que elegir.
Cuando el tipo llegó donde ella estaba se detuvo y la miró.
Parecía como si esperara algo, como si ella tuviera que hacer o decir algo. A Amy le habían enseñado a corresponder a las expectativas, así que se decidió a hablar.
—El… el camino está cortado —dijo. La voz le salió algo ronca, y se aclaró la garganta—. Hay dos verjas, no… no se puede pasar.
El tipo asintió levemente, se dio la vuelta y desapareció por el camino que llevaba a la playa. El que estaba iluminado.
Amy respiró, aliviada. Nada, no había pasado nada. Aquel tipo se dirigía a su casa y por lo visto también solía utilizar la escalera. Ahora lo más probable era que tuviera que bajar hasta el balneario y luego subir la cuesta. Debía de haber maldecido el tener que recorrer un camino más largo de lo habitual para regresar. En casa le esperaría su esposa. Le echaría la bronca por llegar tarde. Se había quedado con sus amigotes en el bar más rato de lo previsto, y encima tenía que tomar un camino más largo. No era su día. A veces, todo se complica de golpe.
Amy rió para sus adentros, pero fue consciente también de que esa actitud reflejaba nerviosismo. Tenía tendencia a fantasear acerca de las circunstancias vitales de gente desconocida. Probablemente se debía a lo sola que se sentía. Puesto que se comunicaba tan poco con personas de carne y hueso, se veía obligada a compensarlo moviéndose en el terreno de la imaginación.