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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio

BOOK: El último merovingio
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El agente de la CIA Jach Dunphy es enviado a Londres después de que el hombre que estaba bajo su vigilancia sea brutalmente asesinado. Se le destina a un aburrido trabajo de oficina, pero pronto se ve perseguido por un sádico asesino y por la propia CIA, que quiere silenciarlo por razones que él no comprende. Dunphy empieza a investigar y descubre una trama siniestra, en la que están involucrados el espía Allan Dulles, el psicólogo Carl Jung y el poeta Ezra Pound. La estatua milenaria de una Virgen negra le proporciona la pista clave sobre una conspiración para restablecer a la antigua dinastía merovingia en el trono. Organizaciones secretas dentro de organizaciones secretas. Mutilaciones rituales. Hombres de negro. Vírgenes negras, merovingios y toda la mitología mesiánica al servicio de una trama escalofriantemente verosímil. El lector crítico revisará sus convicciones sobre la realidad y la ficción después de leer este libro.

Jim Hougan

El último Merovingio

ePUB v1.0

NitoStrad
15.03.12

Autor: Jim Hougan

Título original: Kingdom Come

Traducción de: Sofia Coca y Roger Vázquez de Parga

Primera edición: febrero de 2004

Algunas personas mejoran cada día que pasa, aunque no cambien nunca.

Este libro es para ellos:

Jeff Bale
Kevin Coogan
Gary Horne
Pallo Jordán
Norman Mailer
Ron McRea
Robin Ramsay
Ben Sidran
Judy Sidran
Scott Spencer
Joe Uehlein
Carolyn, Daisy y Matt

Los acontecimientos parecen estar ordenados siguiendo una lógica amenazadora.

Thomas Pynchon, V.

Prólogo

2 de mayo de 1945 Norte de Italia

El comandante Angleton planeaba bajo un cielo sin luna por encima de Sant' Ambrogio, suspendido en el aire de la noche por varias cuerdas de nailon que colgaban de un paracaídas de seda negra. A lo largo de la sierra cubierta de bosque que se alzaba sobre el pueblo veía una línea de fuego, y se preguntó si la causa del incendio habría sido un rayo o los aviones bombarderos. Poco más podía ver, menos aún oír, y lo único que notaba era el viento.

Construir la ciudad de Dioce, cuyas terrazas son del color de las estrellas.

A medida que iba bajando, percibía el olor a madera quemada procedente de los incendios cercanos, cierto aroma a jacintos y la fragancia de los pinos. Éstos no eran más que siluetas recortadas contra la oscura ladera de la montaña hasta que, de pronto, se dio cuenta de que iba a caer en medio de ellos, pues se encontró volando de lado sobre la superficie de la montaña. Luego, con un golpe, tocó tierra, avanzó unos pasos dando traspiés y, finalmente, se apoyó en los talones, mientras tiraba del paracaídas y lo enrollaba. El aire a ras del suelo era bastante fresco.

El destino del comandante era una villa enorme y casi completamente destruida que se alzaba entre las hileras de casas en ruinas situadas en las laderas, más arriba del lugar donde él había aterrizado. Una tenue luz amarilla salía por las ventanas de la villa y teñía de oro los viñedos abandonados que la rodeaban.

Angleton desenfundó la 45 y echó a andar ladera arriba, hasta que sintió bajo los pies el crujido de la grava y comprendió que había llegado al patio. Lo atravesó, se acercó a una ventana con persiana y miró por entre las lamas. El hombre al cual había ido a buscar, vilipendiado en su patria y odiado en Europa, poeta de talento incalculable y violento azote de los judíos, se encontraba sentado ante una carcomida mesa de biblioteca rodeada de libros. Escribía a la luz de una lámpara de queroseno en lo que parecía un enorme diario de tapas de piel. A su espalda colgaba torcido un cuadro de Poussin, un maravilloso óleo de pequeño tamaño con un marco barato de madera.

Una suave brisa llevó hasta él el aroma de unas glicinias, y el comandante Angleton cayó en la cuenta de que había estado conteniendo la respiración desde hacía un rato. La palma de la mano en la que sostenía la pistola estaba húmeda a causa del sudor.

Se apartó de la ventana y se encaminó a la puerta de la villa; llenó los pulmones del frío aire de la noche, empujó la puerta y entró. El poeta levantó la vista, asombrado al ver aparecer tan súbitamente ante sí a un hombre armado. Luego fijó los ojos en el rostro del militar y el asombro se trocó en incredulidad.

—¿Jim? —preguntó. Angleton asintió—. ¿Has venido a detenerme, verdad?

El comandante negó con la cabeza. Tenía la boca seca.

—Timonel. Maestro di color che sanno…

8 de mayo de 1945

DE: 15.° Grupo del Ejército

División 92

OSS, X-2

PARA: General al mando

Zona de operaciones del Mediterráneo

FIRMADO: Comandante James J. Angleton

El escritor norteamericano EZRA LOOMIS POUND (referencia telegrama del FBI 1723), acusado de traición por el gran jurado, fue capturado por partisanos italianos el 6 de mayo en Sanf Ambrogio. Retenido en el Centro de Entrenamiento Disciplinario de MTO de Estados Unidos. Encarcelamiento pendiente de instrucciones según órdenes. Tomadas todas las medidas de seguridad para impedir huida o suicidio. Nada de prensa. Nada de privilegios. Y nada de interrogatorios.

1

13 de diciembre de 1998 Londres

Dunphy estaba acurrucado bajo las sábanas, medio despierto, dándole la espalda a Clementine. Notaba el frío que reinaba en la habitación, fuera de la cama, y más que ver, intuía la luz gris que apenas se filtraba por las ventanas. No tenía ni idea de la hora que era. Por la mañana temprano. O puede que última hora de la mañana. O tal vez fuera ya por la tarde. En cualquier caso, era sábado.

Murmuró algo al respecto de levantarse y se quedó escuchando a ver qué le respondía ella.

—Mmm —remugó Clementine. Luego arqueó la espalda y se dio media vuelta—. Duerme…

Dunphy se incorporó y se sentó en la cama; gruñó y parpadeó varias veces para despejarse. Sacó las piernas por un lado de la cama, se frotó los ojos para librarse del sueño y se puso en pie. Clementine gimió y ronroneó a su espalda, mientras él, tiritando, pisaba el frío suelo de la habitación y se dirigía al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes y se enjuagó la boca. Luego juntó las manos formando un cuenco y las llenó con agua del grifo; bajó la cabeza y sumergió la cara en agua helada.

—Santo Dios —exclamó con voz ahogada; luego repitió la operación.

Respiró profundamente y sacudió la cabeza de un lado a otro.

El hombre que se reflejaba en el espejo contaba treinta y dos años, tenía los hombros anchos y las formas angulosas. Medía uno ochenta y cinco, y tenía los ojos verdes y el pelo negro y liso. Sus propios ojos le devolvieron una mirada brillante desde el espejo cuando, chorreando agua, cogió una toalla y metió la cara entre las letras bordadas en la tupida felpa.

«Dolder Grand.»

Eso le recordó que había prometido a Luxemburgo que enviaría un fax a Crédit Suisse para hacer algunas averiguaciones sobre cierta transferencia telegráfica que se había extraviado.

No valía la pena afeitarse. Era fin de semana. Podía ir al trabajo haciendo footing, enviar el fax, resolver algunos asuntos pendientes y coger el metro con el fin de regresar a casa a tiempo para la hora de comer. Volvió a entrar en el dormitorio, sacó una sudadera raída de la cómoda y se la puso.

Clementine permanecía en posición fetal, con las sábanas y las mantas amontonadas de cualquier manera por encima de las rodillas. Tenía una expresión irónica mientras dormía con los labios ligeramente entreabiertos. Dunphy se detuvo un momento en medio de la fría y tranquila habitación, embelesado por aquel cutis inmaculado, por aquella piel tan blanca, con algunas pinceladas rosadas, que quedaba enmarcada por una cascada de rizos oscuros.

Se le pasó por la cabeza hacerle el amor en aquel mismo instante, pero el frío había surtido su efecto. Tiritando, se puso los pantalones del chándal y unos calcetines blancos y se calzó las zapatillas deportivas. Mientras se ataba los cordones no dejó de mirar ni un momento la suave parábola que las caderas de Cle­mentine describían bajo las sábanas.

La muchacha se volvió de espaldas. Dunphy se incorporó. Quizá más tarde… a no ser que ella ya hubiese vuelto a su casa cuando él regresara, que era lo más probable.

A Dunphy se le escapó un suspiro desde muy adentro mientras salía por la puerta.

Correr era importante para él. Aunque en Londres se daba buena vida, siempre se hallaba envuelto en una leve ansiedad que no llegaba a desaparecer jamás. Vivía con una carga de tensión constante y un ligero flujo de adrenalina que sabía era consecuencia de pasarse los días enfundado en el traje barato de una identidad falsa.

Por eso corría.

Corría cinco días a la semana, unos diez kilómetros cada vez, siguiendo el mismo itinerario desde su apartamento, situado en Chelsea; pasaba por las casas flotantes de Cheyne Walk, recorría el Embankment y cruzaba el puente Albert. Ésa era la parte desagradable del recorrido. Incluso los sábados por la mañana, el aire estaba impregnado de humo de los motores diesel, y las calles atascadas de camiones (lorries, como decían en Inglaterra) y de taxis. Había una docena de calles que tenía que cruzar antes de llegar al Embankment, y en conjunto era una manera bastante peligrosa de mantenerse en forma. Incluso después de llevar un año viviendo en Inglaterra, Dunphy miraba instintivamente hacia la izquierda para ver si venían coches, que, naturalmente, se le echaban encima por la derecha mientras hacían sonar las bocinas de forma insistente.

Sin embargo, la parte central del recorrido era bonita. Se internaba por el parque Battersea, junto a la margen sur del Támesis, y pasaba por la inverosímil pagoda que se alzaba en él. Entre los árboles había una especie de refugio de vida salvaje demasiado bonito para llamarlo zoo, por el que correteaban ciervos mo­teados, ovejas y una manada de wallabys, una especie de canguros que a todos los efectos parecían conejos prehistóricos.

En la quietud y la penumbra de las primeras horas de la mañana, los wallabys le recordaban las estatuas de la isla de Pascua, inmóviles, recortados contra la ladera del altozano, mirándolo mientras corría con pétrea indiferencia. Dunphy sonrió al pasar junto a los animales; ahora avanzaba con facilidad y con la maravillosa sensación que le proporcionaban los kilómetros recorridos.

Aquél era el punto medio del trayecto, el lugar desde donde solía regresar a casa por el mismo camino por el que había venido. Aquel día, sin embargo, continuó por el parque hasta el puente de Chelsea, cruzó el Támesis, fue a dar a Millbank y desde allí se dirigió a su oficina, que se encontraba en Gun House.

No le gustaba recorrer el mismo itinerario todos los días, pero al fin y al cabo aquello era Londres, no Beirut. Dunphy se sentía muy a gusto corriendo por el parque, no sólo consigo mismo, sino también con la persona que fingía ser.

Una ligera bruma, que no llegó a cuajar en lluvia, se cernió sobre él y le empapó la sudadera. Mientras corría, Dunphy escuchaba el sonido de su propia respiración y pensaba en Clementine.

Sólo hacía tres meses que la había visto por primera vez. La muchacha se encontraba tras la caja registradora de una librería de viejo de la avenida Sicilian, un establecimiento con un nombre curioso: Skoob. Y aunque Dunphy no era muy dado a ir detrás de las dependientas de las librerías, una sola mirada le había bastado para saber que, si no hablaba con ella (o, como diría Merry Kerry, que era como apodaban a su otro yo, si no «se la ligaba a base de darle coba»), nunca se lo perdonaría. No se trataba sólo de que fuese guapa, ni de que tuviera el talle más esbelto que hubiese visto en toda su vida, no, no era sólo eso; había algo más. Sin embargo, se sentía algo culpable por haberle mentido a la muchacha acerca de su vida y de su verdadera identidad.

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