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Authors: Adolfo Bioy Casares,Jorge Luis Borges

Tags: #Relato, #Cuentos

Cuentos breves y extraordinarios (2 page)

BOOK: Cuentos breves y extraordinarios
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Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque a una catástrofe, que él trate, en vano, de eludir.

Este cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes sería él.

Nathaniel Hawthorne
,
Note-books
(1868).

Der Traum ein Leben

El diálogo ocurrió en Adrogué. Mi sobrino Miguel, que tendría cinco o seis años, estaba sentado en el suelo, jugando con la gata. Como todas las mañanas, le pregunté:

—¿Qué soñaste anoche?

Me contestó:

—Soñé que me había perdido en un bosque y que al fin encontré una casita de madera. Se abrió la puerta y saliste vos. —Con súbita curiosidad me preguntó:— Decime, ¿qué estabas haciendo en esa casita?

Francisco Acevedo
,
Memorias de un bibliotecario
(Burzaco, 1955).

El sueño de Chuang Tzu

Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.

Herbert Allen Giles
,
Chuang Tzu
(1889).

El ciervo escondido

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas.

Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera su sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:

—Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido, y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.

—Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero —dijo la mujer.

—Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño —contestó el marido—, ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron al juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:

—Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.

El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:

—Y ese juez, ¿no estará soñando que reparte un ciervo?

Liehtsé
(c. 300 a. C.).

Los brahmanes y el león

En cierto pueblo había cuatro brahmanes que eran amigos. Tres habían alcanzado el confín de cuanto los hombres pueden saber, pero les faltaba cordura. El otro desdeñaba el saber; sólo tenía cordura. Un día se reunieron. ¿De qué sirven las prendas, dijeron, si no viajamos, si no logramos el favor de los reyes, si no ganamos dinero? Ante todo, viajaremos.

Pero cuando habían recorrido un trecho, dijo el mayor:

—Uno de nosotros, el cuarto, es un simple, que no tiene más que cordura. Sin el saber, con mera cordura, nadie obtiene el favor de los reyes. Por consiguiente, no compartiremos con él nuestras ganancias. Que se vuelva a su casa.

El segundo dijo:

—Esta no es manera de proceder. Desde muchachos hemos jugado juntos. Ven, mi noble amigo, tú tendrás tu parte en nuestras ganancias.

Siguieron su camino y en un bosque hallaron los huesos de un león. Uno de ellos dijo:

—Buena ocasión para ejercitar nuestros conocimientos. Aquí hay un animal muerto; resucitémoslo.

El primero dijo:

—Sé componer el esqueleto.

El segundo dijo:

—Puedo suministrar la piel, la carne y la sangre.

El tercero dijo:

—Sé darle la vida.

El primero compuso el esqueleto, el segundo suministró la piel, la carne y la sangre.

El tercero se disponía a infundir la vida, cuando el hombre cuerdo observó:

—Es un león. Si lo resucitan, nos va a matar a todos.

—Eres muy simple —dijo el otro—. No seré yo el que frustre la labor de la sabiduría.

—En tal caso —respondió el hombre cuerdo— aguarda que me suba a este árbol.

Cuando lo hubo hecho, resucitaron al león; éste se levantó y mató a los tres. El hombre cuerdo esperó que se alejara el león, para bajar del árbol y volver a su casa.

Panchatantra
, siglo II, a.C.

Un golem

Si los justos quisieran crear un mundo, podrían hacerlo. Combinando las letras de los inefables nombres de Dios, Rava consiguió crear un hombre y lo mandó a Ray Zera.

Éste le dirigió la palabra; como el hombre no respondía, el rabino le dijo: "Eres una creación de la magia; vuelve a tu polvo".

Dos maestros solían, cada viernes, estudiar el Sepher Yezirah y crear un ternero de tres años que luego aprovechaban para la cena.

Sanhedrin
, 65, b.

La vuelta del maestro

Desde sus primeros años, Migyur —tal era su nombre— había sentido
que no estaba donde tenía que estar
. Se sentía forastero en su familia, forastero en su pueblo. Al soñar, veía paisajes que no son de Ngari: soledades de arena, tiendas circulares de fieltro, un monasterio en la montaña; en la vigilia, estas mismas imágenes velaban o empañaban la realidad.

A los diecinueve años huyó, ávido de encontrar la realidad que correspondía a esas formas. Fue vagabundo, pordiosero, trabajador, a veces ladrón. Hoy llegó a esta posada, cerca de la frontera.

Vio la casa, la fatigada caravana mogólica, los camellos en el patio. Atravesó el portón y se encontró ante el anciano monje que comandaba la caravana. Entonces se reconocieron: el joven vagabundo se vio a sí mismo como un anciano lama y vio al monje como era hace muchos años, cuando fue su discípulo; el monje reconoció en el muchacho a su viejo maestro, ya desaparecido. Recordaron la peregrinación que había hecho a los santuarios del Tíbet, el regreso al monasterio de la montaña.

Hablaron, evocaron el pasado; se interrumpían para intercalar detalles precisos.

El propósito del viaje de los mogoles era buscar un nuevo jefe para su convento.

Hacía veinte años que había muerto el antiguo y que en vano esperaban su reencarnación. Hoy lo habían encontrado.

Al amanecer, la caravana emprendió su lento regreso. Migyur regresaba a las soledades de arena, a las tiendas circulares y al monasterio de su encarnación anterior.

Alexandra David-Neel
,
Mystiques et Magiciens du Tibet
(1929).

Temor de la cólera

En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se arrodilló sobre su pecho para decapitarlo. El hombre le escupió en la cara. Alí se incorporó y lo dejó. Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:

—Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado. Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios.

Ah'med el Qalyubi
,
Nanadir
.

Andrómeda

Nunca el dragón estuvo con mejor salud y más entonado que la mañana en que Perseo lo mató. Se dice que Andrómeda comentó después con Perseo la circunstancia: se había levantado tranquilamente con muy buen ánimo, etcétera.

Cuando le referí esto a Ballard, se lamentó de que ese rasgo no figurara en los clásicos. Lo miré y le dije que yo también era los clásicos.

Samuel Butler
,
Note-books
.

El sueño

Murray soñó un sueño.

La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro yo inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, «gemelo de la muerte». Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.

Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del corredor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueó el camino con un sobre. La electrocución tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba allí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en la trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya serían casi las nueve. Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo.

Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

—Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.

—Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizá volvamos a jugar otra vez.

La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien tentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.

Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank —no, ese era antes, ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston—, amigo y vecino de sus años de miseria.

—Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel —dijo, al estrechar la mano de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.

Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban a este pabellón de veintitrés metros de largo y nueve de ancho, Calle del Limbo. El guardián habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky y se lo ofreció a Murray, diciendo:

—Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.

Murray bebió profundamente.

—Así me gusta —dijo el guardián—. Un buen calmante y todo saldrá bien.

Salieron al corredor y los condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, que Murray iría a la silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso, de los siete condenados, sólo tres gritaron sus adioses a Murray, cuando se alejó por el corredor, entre los centinelas: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión había matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso leventar las manos. Los otros cuatro guardaban un humilde silencio.

Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que…

Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por la muerte de O'Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y convicto del asesinato de su querida, enfrenta su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica. Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

O’Henry
.

La promesa del rey

Tostig, hermano del rey sajón de Inglaterra, Harold, hijo de Godwin, codiciaba el poder y se alió con Harald Sigurdarson, rey de Noruega. (Este había militado en Constantinopla y en Africa; su estandarte se llamaba Landöda, Desolador de Tierras; también fue poeta famoso.) Con un ejército noruego desembarcaron en la costa oriental y rindieron el castillo de Jorvik (York). Al sur de Jorvik los enfrentó el ejército sajón. Veinte jinetes se allegaron a las filas del invasor; los hombres, y también los caballos, estaban revestidos de hierro. Uno de los jinetes gritó:

—¿Está aquí el conde Tostig?

—No niego estar aquí —dijo el conde.

—Si verdaderamente eres Tostig —dijo el jinete— vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón, su amistad y la tercera parte del reino.

—Si acepto —dijo Tostig— ¿qué dará el rey a Harald Sigurdarson?

—No se ha olvidado de él —contestó el jinete—. Le dará seis pies de tierra inglesa y, ya que es tan alto, uno más.

—Entonces —dijo Tostig— dile a tu rey que pelearemos hasta morir.

Los jinetes volvieron. Harald Sigurdarson preguntó pensativo:

—¿Quién era ese caballero que habló tan bien?

—Era Harold, hijo de Godwin.

Antes que declinara el sol de ese día, el ejército noruego fue derrotado. Harald Sigurdarson pereció en la batalla y también el conde.

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