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Authors: Adolfo Bioy Casares,Jorge Luis Borges

Tags: #Relato, #Cuentos

Cuentos breves y extraordinarios (6 page)

BOOK: Cuentos breves y extraordinarios
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Desconsolado divagué entonces dentro de mi casa, día tras día, como un niño o un prisionero. Recorría sin término los vastos aposentos, los profundos corredores.

Alguien de la casa me preguntó una vez si quería visitar el cuarto cuyas paredes, por un cuento narrado al azar, habíamos roto una noche. Sobre la pared sepulcral, en el confín de la casa centenaria, estaba colgado, por superstición o inocencia, un retrato que no sé quién explicó pertenecía al obispo tapiado. Lo habían encontrado, afirmaron, poco después de mi partida.

Era de noche cuando fui a ver el cuadro y tuve que llevar una lámpara. Recuerdo que con cuidado la levanté frente a la áspera pared, y que el retrato se iluminó en toda su vastedad. Fue como si volviera la perdida escena: vi la misma capa dorada, la misma levantada mitra. Pero en el cuadro todo me parecía, irónicamente, más real. Miré entonces lo que no recordaba, lo que no conocía, y sólo en ese momento descubrí que el obispo tenía el rostro de mi Maestro, que era mi Maestro.

Marcial Tamayo
(Buenos Aires, julio de 1953).

El cielo ganado

El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres.

Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:

—Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.

—Oh Señor —contesta Cruz—, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.

Tras escucharlo, Dios responde:

—Bien, hijo mío, entrarás en el cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.

Gabriel Cristián Taboada
(Buenos Aires, 1972).

El mayor tormento

Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y los pedantes.

Allí los abandonan en un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas.

Los condenados lo recorren como si buscaran algo y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste en no participar de la visión de Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera. Entonces los demonios los echan al mar de fuego, de donde nadie los sacará nunca.

El falso Swedenborg
,
Ensueños
(1873).

Teología

Como ustedes no lo ignoran, he viajado mucho. Esto me ha permitido corroborar la afirmación de que siempre el viaje es más o menos ilusorio, de que nada nuevo hay bajo el sol, de que todo es uno y lo mismo, etcétera, pero también, paradójicamente, de que es infundada cualquier desesperanza de encontrar sorpresas y cosas nuevas: en verdad el mundo es inagotable. Como prueba de lo que digo bastará recordar la peregrina creencia que hallé en el Asia Menor, entre un pueblo de pastores, que se cubren con pieles de ovejas y que son los herederos del antiguo reino de los Magos.

Esta gente cree en el sueño. «En el instante de dormirte —me explicaron—, según hayan sido tus actos durante el día, te vas al cielo o al infierno». Si alguien argumentara:

«Nunca he visto partir a un hombre dormido; de acuerdo con mi experiencia, quedan echados hasta que uno los despierta», contestarían: «El afán de no creer en nada te lleva a olvidar tus propias noches —¿quién no ha conocido sueños agradables y sueños espantosos?— y a confundir el sueño con la muerte. Cada uno es testigo de que hay otra vida para el soñador; para los muertos es diferente el testimonio: ahí quedan, convirtiéndose en polvo».

H. Garro
,
Tout lou Mond
, Oloron-Saint-Marie (1918).

El imán

Hablábamos de libre albedrío; Oscar Wilde improvisó esta parábola: Había una vez un imán en el vecindario y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería la visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras comenzaron a discutir el asunto y gradualmente el vago propósito se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor ir al día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada.

Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que ya hacía tiempo que le debían la visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.

Al fin, prevalecieron las impacientes, y en un impulso terrible la comunidad entera gritó:

—Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.

La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos los lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.

Hesketh Pearson
,
The Life of Oscar Wilde
(1946), capítulo XIII.

La raza inextinguible

En aquella ciudad todo era perfecto y pequeño: las casas, los muebles, los útiles de trabajo, las tiendas, los jardines. Traté de averiguar qué raza tan evolucionada de pigmeos la habitaban. Un niño ojeroso me dio el informe:

«Somos los que trabajamos: nuestros padres, un poco por egoísmo, otro poco por darnos el gusto, implantaron esta manera de vivir económica y agradable. Mientras ellos están sentados en sus casas, jugando a la baraja, tocando música, leyendo o conversando, amando, odiando (pues son apasionados), nosotros jugamos a edificar, a limpiar, a hacer trabajos de carpintería, a cosechar, a vender. Nuestros instrumentos de trabajo son de un tamaño proporcionado al nuestro. Con sorprendente facilidad cumplimos las obligaciones cotidianas. Debo confesar que al principio algunos animales, en especial los amaestrados, no nos respetaban, porque sabían que éramos niños. Pero paulatinamente, con algunos engaños, nos respetaron. Los trabajos que hacemos no son difíciles; son fatigosos. A menudo sudamos como caballos lanzados en una carrera. A veces nos arrojamos al suelo y no queremos seguir jugando (comemos pasto o terroncitos de tierra o nos contentamos con lamer las baldosas), pero ese capricho dura un instante, "lo que dura una tormenta de verano", como dice mi prima. Es claro que no todo es ventaja para nuestros padres. Ellos también tienen algunos inconvenientes; por ejemplo: deben entrar en sus casas agachándose, casi en cuclillas, porque las puertas y las habitaciones son diminutas. La palabra diminuta está siempre en sus labios. La cantidad de alimentos que consiguen, según las quejas de mis tías, que son glotonas, es reducidísima. Las jarras y los vasos en que toman agua no los satisfacen y tal vez esto explica que haya habido últimamente tantos robos de baldes y otras quincallas. La ropa les queda ajustada, pues nuestras máquinas no sirven ni servirán para hacerlas en medidas tan grandes. La mayoría, que no dispone de varias camas, duermen encogidos. De noche tiritan de frío si no se cubren con una enormidad de colchas que, de acuerdo con las palabras de mi pobre padre, parecen más bien pañuelos. Actualmente mucha gente protesta por las tortas de boda que nadie prueba por cortesía; por las pelucas que no tapan las calvicies más moderadas; por las jaulas donde entran sólo los picaflores embalsamados. Sospecho que para demostrar su malevolencia esa misma gente no concurre casi nunca a nuestras ceremonias ni a nuestras representaciones teatrales o cinematográficas. Debo decir que no caben en las butacas y que la idea de sentarse en el suelo, en un lugar público, los horroriza. Sin embargo, algunas personas de estatura mediocre, inescrupulosas (cada día hay más), ocupan nuestros lugares, sin que lo advirtamos.

»Somos confiados pero no distraídos. Hemos tardado mucho en descubrir a los impostores. Las personas grandes, cuando son pequeñas, muy pequeñas, se parecen a nosotros, se entiende, cuando estamos cansados: tienen líneas en la cara, hinchazones bajo los ojos, hablan de un modo vago, mezclando varios idiomas. Un día me confundieron con una de esas criaturas: no quiero recordarlo. Ahora descubrimos con más facilidad a los impostores. Nos hemos puesto en guardia, para echarlos de nuestro círculo. Somos felices. Creo que somos felices.

»Nos abruman, es cierto, algunas inquietudes: corre el rumor de que por culpa nuestra la gente no alcanza, cuando es adulta, las proporciones normales, vale decir, las proporciones desorbitadas que los caracteriza. Algunos tienen la estatura de un niño de diez años; otros, más afortunados, la de un niño de siete años. Pretenden ser niños y no saben que cualquiera no lo es por una mera deficiencia de centímetros.

»Nosotros, en cambio, según las estadísticas, disminuimos de estatura sin debilitarnos, sin dejar de ser lo que somos, sin pretender engañar a nadie.

»Esto nos halaga, pero también nos inquieta. Mi hermano ya me dijo que sus herramientas de carpintería le pesan. Una amiga me dijo que su aguja de bordar le parece grande como una espada. Yo mismo encuentro cierta dificultad en manejar el hacha.

»No nos preocupa tanto el peligro de que nuestros padres ocupen el lugar que nos han concedido, cosa que nunca les permitiremos, pues antes de entregárselas, romperemos nuestras máquinas, destruiremos las usinas eléctricas y las instalaciones de agua corriente; nos preocupa la posteridad, el porvenir de la raza.

»Es verdad que algunos, entre nosotros, afirman que al reducirnos, a lo largo del tiempo, nuestra visión del mundo será más íntima y más humana».

Silvina Ocampo
.

El gesto de la muerte

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

—Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.

Jean Cocteau
,
Le Gran Ecart
.

Fe, alguna fe y ninguna fe

En los antiguos días tres hombres salieron en peregrinación; uno era un sacerdote y otro una persona virtuosa y el tercero un vagabundo con su hacha.

En el camino, el sacerdote habló de los fundamentos de la fe.

—Hallamos las pruebas de nuestra religión en las obras de la naturaleza —dijo y se golpeó el pecho.

—Así es —dijo la persona virtuosa.

—El pavo real tiene una voz áspera —dijo el sacerdote— como nuestros libros siempre lo atestiguaron. ¡Qué alentador! —exclamó como si llorara—. ¡Qué edificante!

—Tales pruebas no me hacen falta —dijo la persona virtuosa.

—Luego, su fe no es razonable —dijo el sacerdote.

—Grande es la justicia y prevalecerá —gritó la persona virtuosa—. Hay lealtad en mi alma; no dudéis que hay lealtad en la mente de Odín.

—Esos son juegos de palabras —replicó el sacerdote—. Comparado con el pavo real, un saco de tal hojarasca no vale nada.

Pasaban entonces enfrente a una granja y había un pavo real posado en el cerco; y el pájaro cantó y su voz era como la del ruiseñor.

—¿Qué me dice ahora? —preguntó la persona virtuosa—. Sin embargo, a mí no me afecta. Grande es la verdad y prevalecerá.

—Que el demonio se lleve ese pavo real —dijo el sacerdote y, durante una milla o dos, estuvo cabizbajo.

Pero luego llegaron a un santuario, donde un faquir hacía milagros.

—Ah —dijo el sacerdote—. He aquí los verdaderos fundamentos de la fe. El pavo real no era otra cosa que un adminículo. Ésta es la base de nuestra religión.

Y se golpeó el pecho y gimió como si padeciera de cólicos.

—Para mí —dijo la persona virtuosa— todo esto es tan insignificante como el pavo real. Creo porque sé que la justicia es grande y prevalecerá, y este faquir podría seguir con su prestidigitación hasta el día del juicio final y no me embaucaría.

Al oír esto el faquir se indignó tanto que le tembló la mano y, en medio de un milagro, los naipes cayeron de la manga.

—¿Qué me dice ahora? —preguntó la persona virtuosa—. Y sin embargo, a mí no me afecta.

—Que el diablo se lleve al faquir —exclamó el sacerdote—. Realmente, no veo la ventaja de seguir con esta peregrinación.

—¡Valor! —exclamó la persona virtuosa—. Grande es la justicia y prevalecerá.

—Si está usted seguro de que prevalecerá —dijo el sacerdote.

—Le doy mi palabra —dijo la persona virtuosa.

Entonces el otro prosiguió con mejor ánimo.

Finalmente llegó uno corriendo y les dijo que todo estaba perdido; los poderes de las tinieblas sitiaban las Mansiones Celestiales y Odín iba a morir y el mal triunfaría.

—He sido burdamente engañado —exclamó la persona virtuosa.

—Ahora todo se ha perdido —dijo el sacerdote.

—¿No estaremos a tiempo para pactar con el diablo? —dijo la persona virtuosa.

—Esperemos que sí —dijo el sacerdote—. Intentémoslo, en todo caso. ¿Pero qué está haciendo su hacha? —le dijo al vagabundo.

—Voy a morir con Odín —dijo el vagabundo.

R. L. Stevenson
,
Fables
(1896).

El milagro

Un yogui quería atravesar un río, y no tenía el penique para pagar la balsa y cruzó el río caminando sobre las aguas. Otro yogui, a quien le contaron el caso, dijo que el milagro no valía más que el penique de la balsa.

W. Somerset Maugham
,
A Writer's Notebook
(1949).

Dos coeternos

Según es fama, Dios Padre no es anterior a Dios Hijo.

Creado el Hijo, el Padre le preguntó:

—¿Sabes cómo hice para crearte?

Contestó el Hijo:

—Imitándome.

Johannes Cambrencis
,
Animadversiones
(Lichfield, 1709).

Entrada por salida

Se disponía a decir: "Vengo de parte de Fulano", pero vio una cara de tan pocos amigos que, antes de tomar asiento, se incorporó, se puso el sombrero y dijo, dando la espalda:

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